Tenía 16 años y estaba terminando Cuarto Medio en el Instituto Nacional Barros Arana, donde había llegado a Octavo desde Tierra del Fuego con sólo 12. Era entonces el jefe político de la Juventud Socialista del internado y me había quedado a dormir en el liceo, a pesar de que, después de haber impedido por varios días que el centro de alumnos se plegara al paro de la FESES, el lunes 10 me doblegaron y en pocos minutos se vació el colegio. Yo me quedé con un puñado de compañeros de la JS, porque debíamos preparar el diario mural, del cual yo escribía el análisis político.
Deben haber sido las 5 de la mañana cuando me despertó el compañero que hacía la guardia -el Partido había declarado Alerta 1, a la espera de una asonada militar- porque el destacamento vecino al dormitorio de los cuartos medios lindaba con una unidad de abastecimiento del Ejército, y donde, habitualmente, pululaba un puñado de militares, había varios camiones abarrotados de ellos y mucho movimiento.
Ya despierto, llamamos a la radio Corporación, que era la emisora del PS, y nos dijeron que también sabían de movimientos inhabituales en Valparaíso y que permaneciéramos en alerta. Cuando amanecía, comenzaron a escucharse atronadores disparos que venían desde la Universidad Técnica, al otro lado de la Quinta Normal, a pocas cuadras del Barros Arana.
Muy temprano reunimos en la sala Ananías a los pocos estudiantes que habían permanecido en el colegio, los universitarios que a cambio de comida y alojamiento hacían de inspectores (serruchos, les llamábamos cariñosamente) y un par de profesores que arribaron temprano sin saber lo que ocurriría ese día.
Mientras le hablaba a la asamblea veo pasar por el pasillo a dos estudiantes democratacristianos que corrían con los equipos de la radio interna del centro de alumnos hacia la casa del vicerrector, un militante DC que vivía con su familia dentro del internado. Corrí tras ellos y tuvimos una fuerte disputa también con el vicerrector, que invocó inútilmente su autoridad en un momento en que para nosotros lo único que importaba era defender al gobierno de una agresión cuya envergadura aún desconocíamos.
Luego partí con un compañero por Matucana hacia la Escuela Normal Abelardo Núñez en la Alameda. Todavía era temprano, porque la instrucción de la Brigada Socialista de estudiantes secundarios era reunirse allí en caso de Golpe. Todo el discurso de los días y semanas previas al 11 es que estábamos preparados para defender el proceso revolucionario. Se nos informaba semanalmente qué destacamentos del Ejército en la Región Metropolitana estaban con nosotros y cuáles no.
Recuerdo que siempre se mencionaba al Tacna dentro de los leales al Gobierno de Allende. Cuando llegamos al recinto, hoy sede de la USACH, había más de 500 jóvenes secundarios, pero sólo una pistola en manos del encargado. Decidimos que yo volviera a hacerme cargo de quienes se quedaron en el internado y mi compañero se quedó allí. Más tarde, supe que los militares se lo tomaron sin disparar un tiro y a él se lo llevaron al estadio Chile, después al Nacional y luego terminó exiliado en Francia y Argelia.
De vuelta en el colegio, subimos a la azotea del último piso junto a algunos serruchos, unos pocos estudiantes, dos profesores y el rector del colegio, un severo maestro radical cuyo hijo estaba en La Moneda, era militante socialista y hacía las veces de administrador de la casa de gobierno. Desde allí vi cómo se desmoronaba el rector cuando al ruido ensordecedor de los Hawker Hunter le siguió una interminable columna de humo.
Poco antes habíamos echado unos lagrimones al escuchar en una radio transistor de un inspector la dramática despedida de Allende. La verdad es que los jóvenes socialistas veíamos al presidente con mucha distancia, lo considerábamos vacilante, reformista, hasta socialdemócrata, conceptos que entonces tenían una fuerte carga de denuesto. Sin embargo, no pudimos evitar la emoción y la admiración por su decisión de no entregarse y la entereza con que enfrentaba una situación que, aunque la esperábamos hace semanas, nunca pensamos se desarrollaría con tanta violencia y tanto desequilibrio entre golpistas y defensores del gobierno.
Después de vaciar de panfletos, diarios partidarios, libros que pudieran considerarse subversivos, linchacos, miguelitos y otros elementos de lucha callejera que abundaban en las marchas, nos fuimos todos al gimnasio a jugar un partido de baby fútbol contra los inspectores, casi todos militantes o simpatizantes de los partidos de gobierno y del MIR. Jugábamos con los dientes apretados, como si fuera una disputada final, recuerdo a un inspector persiguiéndome para pegarme después de haberle gritado un gol a la cara.
Los militares tomaron control de la entrada al liceo después del bombardeo en La Moneda, ya no se podía entrar ni salir. Ahí nos quedamos la noche del 11, todos en el patio bautizado como Siberia, donde dormíamos los Cuartos Medios. La mañana del 12 corrió el rumor de que había salido un disparo desde el internado y que el Vicerrector, resentido aún por mi desconocimiento de su autoridad la mañana del 11, habría dicho a los inspectores que yo era el autor. Luego supimos que los serruchos lo habían atrincado severamente para evitar que perjudicara a alguno de nosotros.
La partida del Internado fue la tarde del 12. Había un bus militar que nos iba a llevar a cada uno a su casa. Nos formamos en varias filas para la revisión de los bolsos antes de entrar al bus, había cierta expectación cuando revisaron el mío -algunos compañeros pensaban que mi rol de jefe político de los socialistas del liceo y mi pelea con el Vicerrector eran razón suficiente para que me detuvieran-, pero más aun cuando pasó el control un inspector peruano que estudiaba ciencias políticas y militaba en el MAPU, que yo llevaba a mi casa, pues la pensión donde vivía había sido allanada.
Mis padres se habían separado en 1972 y mi mamá se había quedado en la casa familiar en La Reina con mis hermanas, por lo que fuimos los últimos del interminable recorrido que hizo ese bus por todo Santiago, esquivando lugares donde se escuchaban tableteos de ametralladora. Fue un recorrido surrealista, permanecíamos acostados en los asientos por instrucción de los guardias armados que nos acompañaban, y a veces nos sentábamos y hacíamos gestos de complicidad a las personas que asomaban frente a la puerta o en las ventanas de sus casas.
Mi amigo peruano estaba más asustado que yo, y razones tenía porque torturaron y asesinaron a muchos latinoamericanos que estudiaban en Chile y eran militantes o simpatizantes del proceso. Yo no terminaba de tomar conciencia de lo que nos estaba ocurriendo y jamás imaginé que la dictadura iba a prolongarse por toda mi juventud y menos que vendría a cambiar radicalmente al país.
Mi inconsciencia era tal que en cuanto hubo levantamiento de la prohibición de salir a la calle, partí con mi amigo el universitario peruano a comprar pan, luego de varios días con las panaderías cerradas. Él había sido acogido cariñosamente en casa por mi madre al punto que éste le dejó como recuerdo un poncho serrano maravilloso que habría preferido fuera para mí.
Había una cola de varias cuadras controlada por militares, que le pedían a algunos la identificación, y nosotros no pasábamos desapercibidos, un adulto joven de aspecto serrano y un adolescente de pelo largo hasta casi la cintura eran candidatos fijos a identificarse, pero logramos llegar con el pan a casa para la primera once de verdad después del 11, con chancho chino y una mermelada de alcayota con nueces que hacía mi abuela paterna. Pero el miedo que vivimos en la fila del pan apuró el asilo del inspector peruano mapucista del que nunca más supimos.
Hoy me parece inverosímil, pero contrariando los deseos de mi madre, atravesé todo Santiago con un rifle de mi papá de bajo calibre, que había debido esconder entre unas tablas del patio por el riesgo de que fuera usado en el periodo de alta tensión que precedió a la separación de mis padres. No logro remontarme a ese momento para saber qué pretendía hacer con esa arma el 14 de septiembre sentado en un asiento de la última fila de la micro Catedral, que me llevaba cerca de Moneda con Cumming.
Allí en un conventillo vivía Yani, la profesora básica y estudiante de Matemáticas de la UTE de 36 años, madre de un compañero muy cercano de la JS, con quien había comenzado una intensa relación amorosa pocos días antes del Golpe, luego de varios meses de haber estado con ella varias tardes a la semana tomando ulpo con leche, estudiando matemáticas para la Prueba de Aptitud Académica y leyendo filosofía clásica.
Mi incomprensión inicial de los efectos que tendría el Golpe en nuestras vidas tardó poco en disolverse. Yani y sus hijos debieron partir a Buenos Aires, y luego del Golpe en Argentina partieron a Canadá. Yo mismo volví a Iquique el verano del ’74 y los dirigentes socialistas que conocí el verano anterior habían sido fusilados en Pisagua. Mi prima María Cristina López Stewart, amor de mi infancia, había sido portada entre los buscados en el diario Tribuna y luego fue detenida, hoy día, desaparecida.
Mi mejor amigo de los trabajos voluntarios de Octubre ’72, y mejor amigo en la pandilla Los 7 Gatos en el paro de octubre, Rodrigo Medina, fue detenido en el Pedagógico y luego desaparecido, tenía apenas 17 años. Un día me detuvieron llegando donde un compañero de estudios en el barrio Dieciocho y me pasearon toda la noche por Santiago interrogándome por mi prima Mary, hasta que me botaron en un sitio eriazo porque a ella ya la tenían y llegué a mi casa a enterrar todos los libros de mi tío Gustavo Becerra en la casa de un vecino, obras que jamás pude recuperar.
Me habían enseñado los jerarcas del partido que el fascismo era preferible al capitalismo si no podíamos hacer socialismo, porque el pueblo vería la verdadera cara del capitalismo y haría entonces la revolución. Tenía 16 años y creí eso que hoy parece una monserga caricaturesca, pero no perdono a Altamirano y otros que vinieron a convencernos de que el socialismo estaba a la vuelta de la esquina, que el Ejército se iba a dividir en la disyuntiva socialismo/fascismo y que el triunfo era ineluctable, y que además, nos tenían reservado un lugar y un arma para construir el futuro.
No fue uno ni un par de años de dictadura como lo esperábamos. Yo estudié Veterinaria pensando en la reforma agraria y me encontré con profesores que me inculcaban decirles a los campesinos el nombre de las enfermedades en latín para que no las entendieran. Estudié psicología y no pude terminarla porque me expulsaron por desafiar la institucionalidad universitaria. Reconstruí la Juventud Socialista en la universidad, contribuí a organizar la primera entidad estudiantil resistente, la ACU, escribí poesía, publiqué diarios al margen de la ley, escribí y dirigí obras de teatro. Corrí todos los riesgos que se podían correr. Sufrí varias detenciones y tortura. Me fui a estudiar fuera de Chile. En fin, viví 17 años de dictadura que marcaron de manera indeleble mi vida y la de toda mi generación.
En dictadura aprendí cuánto importaba la democracia, por burguesa que fuera, cuán relevante para la vida era la libertad de expresión y de asociación, lo decisivo que era la libertad de organizarse y el derecho de votar, la importancia que tenía la idea de que al frente no tenías enemigos a abatir sino adversarios a considerar. Por eso hoy día, desde mi condición de independiente, milito activamente contra la idea de que las crisis de la democracia pueden resolverse con soluciones autoritarias, contra la idea de que el Estado puede en circunstancias excepcionales violar los derechos de las personas, y contra la idea de que la violencia puede ser utilizada como instrumento para favorecer el progreso de ciertas ideas.
No sé si el 11 de Septiembre era o no inevitable, si el plebiscito que iba a anunciar Allende ese mismo día en la Universidad Técnica, contribuiría a dar una salida a la crisis. Sólo sé que nunca logré comprender en dictadura que la izquierda y la DC no pudieran concordar un programa común en 1970 cuando la similitud de las plataformas programáticas de Tomic y Allende era total. Que jamás entenderé que mis dirigentes socialistas pensaran que, si no había socialismo, era mejor el fascismo. Y que nunca justificaré a quienes, desde el 4 de septiembre en adelante y con apoyo externo, dedicaron todos sus esfuerzos a boicotear las tareas de un gobierno democrático.
Entiendo, por todo lo que viví y lo que he leído, que el propósito de construir una sociedad socialista en América Latina después de Cuba y en medio de América Latina, era prácticamente inviable. Que, como una tragedia griega, estaba, en medio de la guerra fría, condenado a fracasar. Eso no exime de responsabilidad a una élite política ciega y sectaria que no supo y no quiso recorrer el estrecho desfiladero que podía conducir a su éxito, apoyado en que casi dos tercios de la sociedad chilena había optado por programas de cambios estructurales.