¿Se imagina que a su barrio, en medio de la noche, lleguen en camionetas decenas de delincuentes encapuchados y armados a quemar el colegio de sus hijos, el centro de salud más cercano, la iglesia a la que asiste su familia y la junta de vecinos donde construye comunidad? Esta es la película de horror que están viviendo miles de chilenos abandonados por el Estado en la región de La Araucanía.
Lo más triste es que a nadie le importa. Si estos hechos -extremadamente repetitivos durante las últimas semanas- ocurriesen en cualquier comuna de Santiago, la indignación de Gobernantes y conductores de matinales se tomaría los medios de comunicación y la agenda nacional en un dos por tres. Se harían largos reportajes de los niños que quedan sin un lugar para estudiar y se le daría micrófono a las señoras enfermas que ahora deben recorrer kilómetros para una atención básica. Todos, de Arica a Punta Arena, exigiríamos que nuestras autoridades hagan su trabajo.
¿Tanto cuesta abandonar un segundo el sesgo capitalino? Los invito a imaginar el terror que causarían en usted y su familia hechos como este, en la afectación que tendría su rutina diaria, en el miedo al caminar las calles de su barrio, de enviar a sus hijos al colegio. Incluso si su comuna contase con los medios para reconstruir rápidamente estas edificaciones, el trauma permanecería. Eso es el terrorismo.
Si bien es cierto que el estado de excepción ha permitido la reducción de hechos en la Macrozona Sur, las cifras empeoran cuando nos limitamos a La Araucanía; región que como todos sabemos es el núcleo central del terrorismo en Chile. Acá los hechos de violencia aumentaron un 14% en el primer semestre, registrándose en promedio 2,1 eventos de “violencia rural” al día. Esta cifra ya debe haberse extendido bastante con lo acontecido el último mes.
Solo en esta región se han quemado más de 15 escuelas desde 2020, afectando a casi 500 estudiantes. Veinte templos de la Diócesis de Temuco han sido destruidos desde 2014, sume los templos evangélicos, el resultado es la orfandad de cientos de personas. Sumemos también las hectáreas quemadas, la madera robada, las maquinarias destruidas, los puestos de trabajo pulverizados, las ambulancias, viviendas, campos y, lamentablemente, las vidas cobradas. Todo esto, en la segunda región más pobre de Chile.
Deberíamos enrojecernos ante el mundo. Miles de chilenos olvidados ante nuestra indiferencia, ante la indiferencia de quienes pueden tomar decisiones.
¿Cuál es la respuesta del Gobierno ante esta violencia y chantaje? Una agenda de seguridad completamente congelada, una Comisión para la Paz que no hará más que repetir el mismo diagnóstico de siempre, un fast track legislativo que no ha cumplido un solo plazo, la postergación de la ley de usurpaciones, recursos ante la Corte Suprema para evitar que la próxima Constitución tenga un capítulo dedicado a la seguridad y, por último, premiar con ministerios a quienes han validado la violencia.
La desconexión con la realidad es grosera: “yo estoy convencido de que la solución va a pasar por un diálogo político con el pueblo Mapuche y el estado chileno”, insiste el Presidente Boric, sin aceptar los hechos. La mayor parte de esta violencia hace mucho que no tiene nada que ver con conflictos ancestrales. Como dijo el fiscal regional de La Araucanía, Roberto Garrido, “son grupos que se dedican a la comisión de delitos absolutamente comunes, delincuencia pura y dura (…) no estamos frente a un fenómeno que vincular a un conflicto con pueblos originarios, acá estamos frente a una manifestación concreta de delincuencia organizada”.
Lo que no quiere entender nuestro mandatario es que estos grupos no se van a detener por el diálogo, por la entrega de tierras, ni por ninguna concesión, ya que no existe negociación alguna que les resulte más lucrativa que el narcotráfico, el contrabando de armas, el robo de madera, vehículos y cuánto delito más ejercen a diestra y siniestra en este Chile olvidado.
Nos debería dar vergüenza una sociedad que empatiza más con las mascotas y con causas lejanas, que con los que mueren y sufren a diario el terrorismo en su propio país.