Es decir, que ante los problemas sociales y la falta de relevancia de la política como espacio de solución de problemas, no se ha logrado generar cambios estructurales que permitan a la ciudadanía percibir que el sistema político del país es capaz de administrar el destino común.
Pretendo argumentar que el sistema político sufre un debilitamiento estructural desde 2015 en adelante, del cual no se ha recuperado. Y pretendo señalar que ese debilitamiento dice relación con el siguiente proceso:
a) Un desgaste manifiesto, ya en 2011, de la oferta política transicional en su forma dual Concertación/Alianza. Este desgaste existía desde antes de forma larvada.
b) La existencia desde 2013 como hipótesis y desde 2014 como realidad de una nueva oferta política, la Nueva Mayoría, que modifica el conflicto interno del mundo concertacionista otorgando más peso al grupo de los ‘flagelantes’, es decir, a los sectores más a la izquierda. Eso se expresa en el ingreso al gobierno del Partido Comunista y de Revolución Democrática, simbolizando con ello el ingreso (meramente pictórico en todo caso) del movimiento estudiantil.
c) La crisis de febrero de 2015 (caso Caval) objetó los fundamentos políticos y éticos del proyecto novomayorista, en la medida en que la reunión del hijo de la Presidenta por un crédito no mostraba coherencia con el discurso crítico a ‘los poderosos de siempre’, con el que el gobierno había debutado en 2014 durante la breve ‘era Peñailillo’. Esto era doblemente grave porque se caía la estatura moral de Michelle Bachelet como líder y porque se ponía en cuestión la primera búsqueda en 25 años de una alternativa de construcción política a la dualidad Concertación/Alianza. Desde 2015 la inercia, la capacidad del sistema político de otorgar expectativas de soluciones, se redujo radicalmente. El nuevo proyecto parecía decir que la Concertación era el único destino histórico posible por izquierda e incluso por derecha (Piñera había dicho que su gobierno era uno más de la Concertación).
d) El proceso de protestas de 2011 y 2012 había remitido, pero luego de esta caída del gobierno novomayorista volvió la efervescencia con No+AFP (2016) y el movimiento feminista (2018). Pero ya nadie pensaba que esa conflictividad debía ser procesada, se convertía en la música de fondo, o mejor dicho, el ruido de fondo. Como ya no había expectativa de procesar esas demandas, se eligió a Sebastián Piñera. Su sentido cultural como líder es la multiplicación del dinero, es su virtud y la razón de su alma política disruptiva, ya que una sociedad no puede sino transitar a la obscenidad si solo importa el dinero. Lo cierto es que ya no se esperaba un procesamiento de esta conflictividad social.
Sin embargo, los extraños atributos de Sebastián Piñera hicieron su trabajo. Su velocidad y capacidad disruptiva, tan eficaces en los negocios, son mecanismos de pérdida litúrgica severa en la vida institucional. El procesamiento de la energía social, que tenía una pequeña ebullición con el aumento de $30 pesos en el precio del transporte público, fue conducido con tanta falta de criterio político que terminó en un estallido de grandes proporciones. Con ello, no solo el gobierno, también el sistema político garantizaba su irrelevancia.
Volveremos a estos puntos más adelante. Me permitiré antes ahondar en definiciones y explicaciones sobre el sistema político y la oferta política. Es un asunto más árido, pero son precisiones que pueden ayudar a quien desee penetrar en algunos elementos conceptuales.
La mayor parte de estos conceptos provienen de la politología. Sin embargo, las crisis en particular y los procesos sociales en general exigen una mirada más amplia. Gran parte de los errores de análisis y planificación que han acompañado esta crisis se deben a lo que podemos llamar como la ‘falacia politológica’, acompañada para colmo de la ‘falacia comunicacional’.
La suma de estas falacias produce el siguiente problema: en primer lugar, se asume que todos los problemas sociales tienen albergue en el sistema político y, por ello (se piensa), que soluciones en esa instancia son suficientemente pertinentes para procesar el problema existente. Esta sería la falacia politológica. Pero hay una segunda falacia: la comunicacional. En el marco de ella se asume que todos los problemas políticos son fundamentalmente asuntos reputacionales que deben ser gestionados de manera comunicacional.
Bajo esta falacia, la política es publicidad y los líderes son productos mejores o peores. Es cierto que hay algunos actores que tratan de dotar de profundidad a su posicionamiento, vinculándolo con sus ideas políticas. Pero en general el sistema político no tiene temor en repetir conceptos y demandas de la ciudadanía según el clima ambiente. Recuerdo a Iván Moreira y Manuel José Ossandón en 2011 hablando de su apoyo a la ‘educación gratuita’, repitiendo la demanda que escucharon en la feria.
La verdad es que la política es bastante más complicada. Las decisiones políticas generan cambios potencialmente estructurales, para bien o para mal. Pero además se sostienen en un fenómeno de alta complejidad llamado ‘legitimidad’. Este fenómeno supone que la ciudadanía puede considerar válidos los actos del sistema político, es decir, puede asumir que esas acciones pertenecen a un orden normativo de alguna manera superior, exigente, valioso. Y que por ello se puede confiar. La legitimidad es un fenómeno cultural que tiene rendimientos políticos, pero no es un fenómeno político.
Los síntomas de Chile hablan con claridad de una crisis cuyo corazón radica en la ilegitimidad. Primero fue una crisis de modelo económico como forma de asignación de los bienes y recursos (2011) y luego fue una crisis (por falta de respuesta) del sistema político y la institucionalidad. Este último proceso partió larvadamente antes de 2011 (Transantiago el caso más importante), tuvo su primera herida relevante en 2011 con el cóctel de casos (Karadima, protestas Hidroaysén y estudiantes, La Polar, casos de lucro en universidades), se proyectó luego en 2012 (Aysén, zonas mineras, Freirina) y vivió el último momento de resistencia en legitimidad basado en el carisma de Bachelet hasta el caso Caval. Allí la derecha festejó, pero todos se habían jodido bastante. Luego la historia la sabemos, un par de respiraciones de la historia y estuvimos en el estallido y allí se jodió todo, pero la izquierda celebró la oportunidad de un imperio de caos.
Naturalmente la oferta de caos y desvarío no es precisamente lo que la ciudadanía normal desea y luego vino un nuevo retraimiento de las mareas en dirección opuesta. Y vuelve a celebrar la derecha.
Esta columna pretende dejar en claro que este asunto es estructural y que no hay razones para que celebre uno u otro en medio de la triste y árida estepa que es el sistema político.
Vuelvo a lo conceptual.
Norberto Bobbio señalaba que un sistema político suma diversos aspectos: los espacios de toma de decisión, los procesos sociales que alteran la acción política, las relaciones entre las elites políticas, los procesos sobre lo público mediados por reglas y la posibilidad de modificar las reglas.
Bajo la lógica de la relación deliberativa de la política, como en Habermas, la actividad política (y el derecho) son receptores y procesadores de discursos ciudadanos que han logrado llegar al espacio público para su amplificación. Es decir, usted puede imaginar que de tanto conversar con sus compañeros de trabajo, su familia o sus vecinos, sobre un determinado tema, aquel asunto que le interesa puede lograr (mejor o peor) permear los medios de comunicación y generar una demanda eficaz sobre el sistema político.
En definitiva, el sistema político es ante todo una instancia de construcción de respuestas u ofertas a la ciudadanía. En esta relación la principal fórmula radica en el sistema de partidos, que es el lugar donde, en el marco de la competencia, se construye la oferta política y las respuestas necesarias. El sistema político manifiesta su carácter competitivo en las preferencias de los ciudadanos y ello se expresa de manera vinculante en las elecciones, donde la elección individual de cada elector construye un escenario nuevo cada vez.
El sistema de partidos puede tener una variada oferta. Sin embargo, su funcionamiento óptimo se alcanza en la dinámica dual, donde hay un grupo de gobierno y un grupo de oposición, lo que se suele explicitar en el Congreso o Parlamento. En los sistemas parlamentaristas esto es muy explícito. El movimiento de un voto de un sector votando alineado con el otro es muy grave y exige muchas explicaciones o puede suponer señales de fragmentación.
En el régimen presidencial es menos importante porque el Congreso no puede modificar el destino final de un gobierno (no lo puede hacer caer con solo consideraciones políticas). Pero la tendencia dualista es fuerte cuando el final del camino es obtener el 50%+1 de los votos. Es por esto que, al final del camino, siempre (o casi siempre) hablamos de ‘gobierno’ y ‘oposición’. Digo ‘casi siempre’ porque puede ocurrir el absurdo que haya situaciones en las que no se pueda saber dónde se encuentra alguien. En la actualidad se puede decir aquello del PPD y la DC. Pero no daré detalles sobre esto ahora.
En la dinámica dual la coalición de gobierno obtiene un conjunto de preferencias y apoyos cada día. Las encuestas lo miden, a veces mensualmente o con distintos cortes temporales. Y por otro lado, la oposición obtiene una cierta aprobación. Para efectos del sistema político, lo importante es que uno o los dos lados tengan suficiente peso para dar eficacia a la acción política.
De no ser así, el sistema político se debilita. Para decirlo en simple: si un sector tiene 40% de apoyo y el otro 25%, lo importante es que ambos suman 65% y ese es un porcentaje que permite al sistema político gobernar. Ni hablar si eso es de 85%. Pero si la suma de aprobaciones del sistema es muy bajo (35% por ciento por ejemplo), entonces el espacio de acción política eficaz se reduce.
Hace más de una década pasó algo con los datos sobre el sistema político, un hecho muy interesante. El gobierno y la oposición mostraban movimientos simultáneos en su aprobación (y en su reprobación).
Lo normal del comportamiento de coaliciones es que una suba y la otra baje. Por supuesto, el sistema político es uno solo, por lo que las tendencias generales las sufran ambos lados del espectro. Pero dentro del movimiento conjunto, deben existir procesos de diferenciación, aunque sean sutiles. Si vemos el siguiente gráfico que muestra la evolución de diez años (2007 a 2017) de las coaliciones, vemos que dentro de un movimiento conjunto, hay diferencias y oposiciones de movimiento entre la Concertación o Nueva Mayoría y Alianza o Chile Vamos. Pero también hay largos períodos, de crisis, donde las dos coaliciones se mueven igual. Desde 2011 el movimiento correlativo entre las dos coaliciones hasta que la oferta política de la Nueva Mayoría se consuma en 2014 donde se logran separar. Pero en 2015 vuelve un movimiento casi simétrico.
Si hacemos un acercamiento a los datos de 2010 y 2011 con las mediciones mensuales de Adimark veremos una gran simetría desde 2011.
Es así como, si el gobierno bajaba su aprobación, también lo hacía la oposición. Usted ya comprende el problema. La oposición es, para efectos de funcionamiento del sistema, un signo menos (debe estar siempre relativamente en contra del gobierno). El gobierno es un signo más (es quien propone qué hacer y puede, relativamente, ejecutarlo). Son opuestos.
La sabiduría y la lógica del sistema político así lo requiere, pues de este modo cuando un sector reduce su peso, el otro sube. Por eso la discusión política se estructura en el eje horizontal, un lado y otro (izquierda y derecha) y se evita la discusión arriba/abajo, por ejemplo. El eje vertical es muy incómodo para el sistema político porque redunda en disidencia y cuestionamiento. La ciudadanía ve una elite y punto, un arriba. Ese arriba no puede representar porque no hay cuerpo de ideas, no hay proyecto, solo hay una realidad (la de la elite) que necesariamente es diferente a la del resto de la población. No hay manera de cambiarlo.
La realidad de una posición en la sociedad es irreductible si se queda en sí misma. La política modifica esto gracias a la magia, la taumaturgia del acto representacional. El líder se convierte en un signo, en un representante del resto, en un portador de pueblo y de las voces de ese pueblo. Una fantasmagoría, por supuesto. Pero funciona.
Al final del camino la oferta política se traduce en nombres. Los más avezados pueden penetrar en el juego presidencial. Son más aprobados y son más conocidos. Son susceptibles de construir un proyecto.
Desde hace un tiempo la medición de coaliciones escasea. Entonces he construido nuevas herramientas. Una de ellas usar a los principales líderes como unidad de medida. La Encuesta CEP mide sistemáticamente a numerosos líderes y los sitúa en una tabla según su mayor grado de aprobación. Esa tabla es noticia por los nombres. En la última medición tres alcaldes aparecieron en los primeros tres lugares. La noticia fue esa y el liderazgo de Evelyn Matthei. José Antonio Kast comenzó a preocuparse por el rechazo que suscita. Y así comienza el juego. Pero detrás de esos resultados hay algo más interesante. Es un asunto metodológico, pero echa luz sobre los procesos.
En primer lugar, olvidemos la importancia de los nombres de los políticos en cada medición. Solo nos interesan los diez primeros, los mejores diez. A continuación he puesto un ejemplo al azar, una tabla de junio de 2009. Lo que hacemos es promediar la aprobación de los diez mejores. Y luego promediar el rechazo de los diez mejores. Si le restamos el rechazo a la aprobación tendremos un puntaje que llamamos ‘delta’. Si este ejercicio lo hacemos para cada medición de la encuesta CEP y promediamos los puntajes anuales tendremos un ‘delta anual’
Nos parece un buen indicador del peso, la inercia, del sistema político para sostener el funcionamiento de la política. Si los nombres no son mínimamente fuertes, el sistema político carecerá de espacio para desplegarse en medidas de mediano plazo. Tendrá que correr a entregar bonos, a gritar, a desesperar, a hacer espectáculo, pero no a hacer políticas públicas ni a tomar decisiones complejas.
Disculpe que haya hecho este paréntesis. Usted querrá ver el gráfico que redunda de esta medición.
El siguiente gráfico muestra la evolución. Se deja constancia que no tenemos puntaje definitivo de 2023 y que es solo provisorio, pero es interesante.
Desde el año 2000 la caída ha sido sorprendente. El delta anual rozaba el 50%. Y aun cuando la tendencia era a la baja, el movimiento era sinuoso. La época del Transantiago y su escenario previo (movimiento pingüino) fue la principal herida. Y fue profunda. Pareció recuperarse con el ingreso de un nuevo actor (primer Presidente de derecha), pero luego la caída no cesó más.
Desde 2019 hasta 2022 la suma del Delta de Aprobación – Rechazo de los mejores diez políticos de Chile daba negativo. Imagine usted que los diez mejores tenistas del mundo tengan un puntaje negativo en lo que hacen, esto es, que pierden más partidos de los que ganan. Esa es la elite. Esos son los mejores. La leve recuperación con la entrada de un nuevo actor en 2017 (Frente Amplio) se extinguió rápidamente con el estallido. Y aunque ese hecho le abrió la puerta a un gobierno desde la izquierda, los datos revelan que no había allí una confianza o una oportunidad, sino desgano o desesperación.
Todos cayeron.
Pero usted ya ha visto que en la última medición hay novedades. El puntaje sube. No es espectacular, pero llega a niveles previos al estallido (2018). La última medición abarcó todo junio y parte de julio (hasta el 12). El ‘caso Fundaciones’ comenzó el 16 de junio. Es decir, casi dos tercios del terreno se ejecutó con el caso vigente. Es la crisis más importante que ha afectado a la nueva alternativa que logró el enorme éxito de llegar al gobierno. Una fuerza nueva y exitosa debe ser capaz de generar transformaciones y de cumplir sus promesas políticas y morales básicas. Las sucesivas crisis que ha vivido la coalición de gobierno y el ‘caso Fundaciones’ en particular constituyen una herida no solo para el gobierno, sino para los proyectos de transformación y pueden generar una cierta sumisión política de una población que se desencanta con proyectos novedosos y oportunidades de cambio.
Había entonces dos posibilidades. O la crisis volvía a golpear a todo el sistema política de manera intensa y la caída del puntaje Delta se pronunciaba, o la crisis se depositaba fundamentalmente en el gobierno y la nueva izquierda. El puntaje podría estar señalando esto último. La derecha obtiene mejoras importantes en la medición, concentra los mejores puntajes. Y el puntaje general vuelve a niveles previos al estallido.
¿Significa que el sistema político respira? Se sigue moviendo en los niveles de crisis. Pero un moribundo festeja cualquier alivio y toda oportunidad es buena para recuperarse. Como todo desesperado, el político en crisis encuentra un alivio, una anestesia, allí donde encuentre algo de luz. Su radical y narciso optimismo, propio de quienes habitan el ecosistema político, tranquilizará a muchos. Deben comprender, sin embargo, que el moribundo sigue allí. Y que en ocasiones el mejor día de un enfermo grave, aquel día donde comió, se rió y proyectó un eventual futuro, puede ser un día definitivo en su proceso. Por cierto, la política nunca muere. Esa es su ventaja. Y su maldición.