Pronto voy a cumplir 50 años y dos tercios de mi vida habrán estado marcados por la sombra del carácter y de las acciones de Augusto Pinochet, el anónimo general que sorprendió a todos poniéndose tardíamente a la cabeza del Golpe Militar y de su brutal influjo sobre la sociedad chilena.
Escuché por primera vez su característico tono campechano desde la terraza del último piso del edificio del Internado Nacional Barros Arana, después de haber visto la estela de humo y destrucción dejada por los Hawker Hunters en La Moneda, y confieso que entonces no imaginé que su figura me acompañaría como un mal sueño, a mí y a toda mi generación, buena parte de nuestras vidas. Más tarde fui invadido por el miedo, la rabia y la pena de ver a algunos amigos detenidos y nunca encontrados, y a la prima de mis sueños de infancia en una nómina de chilenos supuestamente muertos en combate en Argentina.
Desde 1974 viví la universidad de Pinochet y sus rectores militares, dominada por la desconfianza y el miedo, la resistencia cultural y la búsqueda de expresión. Egresé de la escuela de Veterinaria de la Universidad de Chile y continué estudiando Psicología, hasta que un militar me expulsó en 1981 por “desafiar la institucionalidad universitaria”. Estuve varias veces detenido, fui maltratado por participar en la lucha democrática y terminé aceptando una invitación a estudiar fuera de Chile, cuando se me habían hecho difíciles la carrera profesional y también la vida. Pasé casi 5 años lejos y volví en febrero de 1988, cuando el país se preparaba para resistir al propósito de Pinochet de permanecer en el poder por otra década. Participé con entusiasmo en la cruzada cívica que terminó por impedírselo.
Mi vida, sin duda, como la de tantos de nosotros, habría sido totalmente diferente si Pinochet no hubiera salido de su anonimato para convertirse en la figura planetaria emblemática del ejercicio dictatorial del poder. Nuestras biografías están atravesadas de punta a cabo por el dictador como por un espinel. Él está en el miedo que sentimos, en los amores que no expresamos, en la familia que vimos desmembrarse y en los amigos que perdimos para siempre. Pinochet está también, hay que decirlo, en el miedo que vencimos, en la pasión que sí vivimos, en la vocación que reafirmamos, en el amor que consumamos, en la familia que construimos y en los amigos para siempre que ganamos.
Aunque ya había muerto como factor ordenador de nuestras vidas, con la desaparición física de Pinochet se nos va también parte de nuestra propia historia. A horas de su muerte, no es precisamente alegría lo que me invade, es más bien mucha nostalgia por todo lo que luchamos, algo de rabia por todo lo que perdimos en dictadura, pena por las vidas que quedaron en el camino o que ya no encontraron la huella, y nostalgia, mucha nostalgia por esos jóvenes antipinochetistas que fuimos.
Habría preferido, sin duda, que la justicia hubiera cancelado su deuda con Chile sancionando al dictador, pero me basta con el juicio histórico que lo instaló en un lugar de privilegio en la selecta constelación planeraria de dictadores sanguinarios de todos los tiempos.
Nosotros continuaremos para siempre arreglando cuentas con Pinochet, y lo haremos reafirmando nuestra condición de antipinochetistas, persiguiendo las intolerancias, promoviendo las libertades y defendiendo los derechos, respetando las individualidades y apostando a las comunidades. Para que nunca nadie tenga tanto poder ni tanta posibilidad de ejercerlo contra la gente. Para que nunca más nadie sea forzado a crecer con miedo hasta de vivir.