"Después del Transantiago la clase política pensó: ´hacer cambios grandes es difícil, mejor no los hagamos´. Un gran error.
La transformación proyectada por el ser humano es el fenómeno más importante de la historia de la humanidad. La mera idea de producir cambios que provengan del esfuerzo por modificar la existencia resulta revolucionaria. Los seres humanos, en la historia, solíamos padecer los cambios o nuestras acciones los producían, pero sin posibilidad de proyectar.
La Revolución Francesa marcará un antes y un después: en primer lugar, será la primera señal de que el cambio social llegó para quedarse en nuestra experiencia cotidiana; en segundo lugar, surgen desde allí las ideologías asociadas al cambio (liberalismo y socialismo); y en tercer lugar, desde ese instante asumimos una responsabilidad antes impensada, una responsabilidad que es más grande que nosotros y frente a la cual cada quien que pisa la política debe desafiarse.
Se trata de la responsabilidad de ser capaz de conducir el cambio social. Es la idea de gobierno, palabra que proviene del griego kyberne y que refiere a ‘control’. Desde entonces nuestro mundo no solo concibe la ingeniería como derivada del ‘ingenio’, sino que la comprendemos como el esfuerzo de planificar las acciones que conducen a objetivos específicos. Los gobiernos trazan un plan de gobierno, construyen pilares para poder ejecutar sus ideas convertidas en una cuidadosa (y a veces no tanto) planificación de etapas.
La transformación diseñada tiene dos caras: el cambio paulatino o el cambio refundacional. Son extremos del cambio. Hay un grupo en la sociedad que está en contra de esto: los conservadores. Pero de ellos no escribiré hoy.
La transformación paulatina es aceptada fácil, no genera fracturas, no produce sobresaltos. Es cierto que cualquier cambio, cualquier movimiento, es una perturbación. Una modificación de la posición es una apuesta donde se usan recursos que permiten moverse de un sitio a otro. Es inevitable que exista, en el lugar donde se llega, una inestabilidad de base. La posición de lo que se ha movido no estaba originalmente allí y ello implica necesariamente que hay una alta probabilidad de volver atrás. Pero si el movimiento no fue muy osado, la inestabilidad es menor. El liberalismo político funciona bien en escenarios donde el cambio paulatino es lógico.
Sin embargo, hay sociedades donde crece la demanda de un cambio radical. La sensación de injusticia suele alimentarlo. Hay soluciones para ello por izquierda y por derecha.
Las versiones más puristas de socialismo y de fascismo apelan al cambio radical. La lógica existe para fundamentar estas apuestas más osadas: si el cambio paulatino ha generado situaciones inaceptables e injustas; si la sociedad está perturbada por estos hechos; entonces se requiere ir más allá de un cambio que ofrecerá soluciones estructurales en décadas. Hay quienes actúan con planificación en esta osadía. Otros improvisan cayendo en la conducta temeraria.
El dilema de la profundidad y velocidad de la transformación es esencial. La famosa reunión del canciller chileno y chino en la Unidad Popular (Clodomiro Almeyda y Zhou Enlai) se centró en las preguntas de la autoridad china sobre las reformas y, luego de escucharlas, señaló: “se dice que ustedes alimentan a los niños más que lo que damos nosotros (…) Tal vez ustedes han dado demasiadas comodidades al comienzo. Nosotros no nos atrevimos a eso hasta después de 23 años…” y luego señala “yo creo que ustedes en algunos pasos han ido demasiado rápido”.
La conciencia de la transformación y sus exigencias. La promesa de transformación radical desde 2011 se fundamentaba en variables que, a mi juicio, eran y son evidentes. La planificación técnica y política de esa transformación ha sido notoriamente insuficiente. El cambio no planificado produce una sismicidad que atemoriza a la población y una inutilidad elevada de lo modificado. Es una mala mezcla.
Después del Transantiago la clase política pensó: “hacer cambios grandes es difícil, mejor no los hagamos”. Un gran error. Las elites deben ser capaces de grandes desafíos cuando la historia lo exige o cuando una oportunidad estructural está al frente. El proceso de intensa transformación promovido por el segundo gobierno de Michelle Bachelet (con eje en educación), el intentado por el segundo gobierno de Sebastián Piñera (con eje en posicionamiento internacional) y el actual del Presidente Gabriel Boric (cuyo foco hoy es desconocido) muestran una acumulación de desafíos importantes y cuya comunicación ha sido altisonante en relación a las bondades finales del cambio.
Pero lo cierto es que hoy la esperanza en la transformación (y con ello en el futuro) se ve como una estrella distante. La generación que más osadamente (o temerariamente) ha promovido la transformación se encuentra hoy inerme frente al desafío. Y con ello puede estar enterrando por años o décadas la oportunidad que la historia le brindó como nunca antes.
La transformación es grande como un dios. Y saber honrarla es una exigencia del mismo tamaño. El fallo estructural de una transformación es una desventura trágica. Hoy sabemos que caminamos en un mundo de sombras, en los escombros de fallidos cambios.
Pronto nos preguntaremos cuándo se jodió Chile. La pregunta valdría la pena si no fuera por las respuestas evidentemente tontas que surgirían de improviso. Pero eso será asunto de otra columna.