Resuena el bip-bip del teléfono y WhatsApp te recuerda que estás a horas de emprender marcha hacia el fin del mundo. “Recomendamos llevar zapatos de trekking, cortavientos y, si son más friolentos, una parka y un gorro”, se aprecia en la pantalla.
El objetivo es claro: archivar las postales de internet y tomar fotografías con los propios ojos. Las tres torres de granito —cuyo nombre “paine” proviene del idioma tehuelche— cobrarán vida entremedio de las nubes y el caprichoso viento.
Esta escena se localiza a más de 2 mil kilómetros de Santiago y, cuando te dejas atrapar por sus azules y grises, el retorno a la capital deja de ser prioridad. La región de Magallanes es la última huella en el mapa, pero sus 166 mil habitantes no pueden sino presumir la “octava maravilla” que conservan.
BioBioChile se internó por casi tres días en el Parque Nacional Torres del Paine, rescatando sus atávicas costumbres. El vínculo con los animales, la inconfundible gastronomía y el apego a la tierra son sólo algunos de los atributos que caracterizan a los patagones.
I. Viaje al pasado: el proceso de esquila en Cerro Guido
Última Esperanza. Este es el nombre de la provincia en que recalamos tras cuatro horas de vuelo desde la región Metropolitana. Su nombre es obra del navegante español Juan Ladrillero, quien vio una oportunidad decisiva para navegar el Estrecho de Magallanes en 1557.
Cinco siglos más tarde, la esperanza está puesta en conocer los tres picos más emblemáticos de la Cordillera Paine y las aguas del Lago Grey. Sin embargo, antes de ello se requiere un breve viaje al pasado.
La van se detiene en la Estancia Cerro Guido, donde nos recibe una mezcla de ladridos y balidos. “Esto se inició en 1906 con la Sociedad Explotadora Tierra del Fuego, que fue la ganadera más grande del mundo en su época”, señala Sebastián Gómez, gerente del recinto.
Son 100 mil hectáreas de praderas, en las que coexisten animales salvajes y las protagonistas del lugar: las ovejas. Tres perros protectores las rodean, las ordenan en fila y logran que se muevan como una sola nube grisácea. Aquella demostración es sólo el principio.
A unos cuantos pasos, que parecen miles gracias al viento, se encuentra el galpón de esquila. Allí Víctor —que hasta hace unos minutos vestía de chaleco y boina— aparece con una jardinera negra, dispuesto a obtener la lana que se convertirá en alfombras, mantas y hasta productos cosméticos.
Tiene brazos fuertes, con los que agarra a la oveja y la tiende de espalda. El animal parece disfrutar del proceso de corte, pero lanza patadas al aire cuando la máquina pasa por su cabeza. “No sea mañera”, la reprende el esquilador.
Javier “Flash” Rojel, guía patrimonial de Cerro Guido, detalla que este procedimiento se realiza una vez al año, sobre todo en verano. “Se le da tiempo después al vellón para que crezca nuevamente y, de esta forma, el animal puede resistir las bajas temperaturas”, indica.
“Hoy en día, el poder comprador se centra en un porcentaje muy alto en China. Allá están produciendo la manufacturación de la ropa en serie en base a lana”, agrega respecto a la venta de este material.
Cuando la oveja luce completamente rapada, casi irreconocible, Sebastián Gómez se acerca y explica que Magallanes es sinónimo de tradición ganadera. “Nuestro objetivo es poner a la gente en contexto, mostrando cómo ocurría esto hace 50 o 80 años atrás”, sostiene.
II. Torres del Paine: encuentro con los gigantes de granito
El chofer cambia, pero la esperanza sigue intacta al divisar guanacos y ñandúes en la ruta que dirige a Torres del Paine. A media hora de Cerro Guido se encuentra el ingreso al Parque Nacional, donde saludan a lo lejos las tres cumbres que vinimos a buscar.
La entrada al complejo, fundado en 1959 bajo el gobierno de Jorge Alessandri, tiene un valor de 8 mil pesos. Estos pueden pagarse en el punto de acceso o previa reserva, lo que permitirá conocer las más de 200 mil hectáreas que componen esta área silvestre.
Las letras “O” y “W” se harán familiares para los turistas. No se trata de puntos cardinales ni enigmáticas siglas, sino de los dos recorridos más atractivos del lugar. El primero tiene una distancia aproximada de 93 kilómetros y contempla una vuelta entera al Macizo Paine, para lo cual se requieren cerca de ocho días.
En tanto, la segunda opción se acorta a 71 kilómetros y permite contemplar sectores como Base Torres, Valle del Francés y Lago Grey. Esta travesía puede concluirse en cinco días, pero aún restan alternativas para deleitarse con la Patagonia en un formato exprés.
El itinerario comienza en el establo del Hotel Las Torres, donde Evaristo Gutiérrez cuida de La Pincoya, Platanito, El Indio y Pelluco. Si bien parecen nombres de mitos chilenos, son cuatro de los 190 caballos que pueblan esta hacienda. “Un grupo trabaja 11 días y los demás van a otro campo a descansar”, explica el baqueano.
Según detalla, los animales sirven para “el acarreo de víveres, bebestibles, gases, bencina y todo eso. Pero aparte están las cabalgatas, que es el fuerte de acá”. Precisamente, el cuidador escoge nueve ejemplares y nos disponemos —casi todos sin haber montado en nuestras vidas— a marchar rumbo a las torres.
La excursión, liderada por un guía de barba pelirroja, tiene un tiempo estimado de tres horas. El casco y las polainas son parte esencial del trayecto, al igual que la instrucción que se reitera al menos cinco veces: nunca soltar las riendas.
Nos inclinamos levemente hacia adelante y ceñimos las piernas para amortiguar el ritmo de la subida. Les damos golpecitos con el talón a nuestros nuevos camaradas o imitamos el sonido de un beso para que avancen. Ya en la mitad del sendero, nos detenemos unos minutos para hidratarnos y escuchar historias de hace dos siglos.
Cuando llevamos cerca de una hora y media de cabalgata, Evaristo nos ayuda a descender de los caballos y no queda ninguna duda: llegamos. A la izquierda se puede observar una intersección de lagos, mientras que a la derecha se halla una colina casi sin vegetación. Sin embargo, el mayor atractivo está justo al frente.
Torres del Paine. Así se denominan aquellas tres figuras que atraen a casi 300 mil turistas al año. Sebastián, el encargado del paseo, nos deslumbra con los procesos físicos que permitieron la formación de estos gigantes de granito. “La torre sur es la más alta, a pesar del efecto óptico que la hace ver más chica”, dice.
Si bien desde este punto sólo son perceptibles dos cumbres y la mitad de la tercera, un viaje más extenso —por medio de la “O”, la “W” o un trayecto que demora cerca de ocho horas— permitiría divisar el panorama completo. A pesar de esta vista mutilada de las torres, su sola contemplación se transforma en un placer ilimitado.
El único que sufre con estas tres horas es el estómago, por lo que la siguiente parada es en la huerta orgánica del Hotel Las Torres. Con más de 50 productos distintos, este espacio pretende abastecer al complejo turístico de hortalizas, frutas y hierbas para la elaboración de sus platos.
Como ya sabemos de dónde provienen estos alimentos, nos acercamos al quincho para conocer al protagonista de la noche: el cordero al palo. Héctor, el “maestro” de la parrilla, tuvo el fuego prendido por más de cinco horas para dar con el punto preciso. “Tiene una solución solamente de agua y sal, menos es más”, asevera.
Si bien recomiendan comerlo acompañado de vino, la cerveza IPA que elaboran en el recinto tienta a cualquier paladar. El cocinero presenta los cortes del cordero —con menos grasa en este lado de la Patagonia— y ofrece papas, zapallos, cebollas y morrones que se obtuvieron de la huerta.
Pero la tradición magallánica no sólo se traduce en mantener la carne sobre las brasas, sino también en chocar los vasos para brindar. Federico reina en el Bar Pionero, donde desarrolla un tipo de coctelería sustentable y exhibe orgulloso una de sus tantas creaciones: el gin “Tierra Paine”.
“Todos los botánicos que utilizamos son de la zona y yo los recolecto a mano”, comenta el uruguayo, quien sólo fabrica este destilado para Torres del Paine. “Para muchos esto es el fin del mundo, pero para nosotros es el comienzo de nuevas y grandes aventuras”, expresa mientras agita una coctelera con ambas manos.
3. Lago Grey: cara a cara con los hielos del glaciar
Los automóviles llegan hasta el fin del mundo, pero trasladarse en avión es la opción más rentable para visitar Torres del Paine. Diversas aerolíneas ofrecen pasajes hasta Puerto Natales, capital de Última Esperanza, cuya distancia al Parque Nacional no supera la hora arriba de una van.
Una de estas empresas es JetSMART, que cuenta con tres vuelos a la Patagonia durante la temporada estival: lunes, miércoles y viernes. “Algo importante es que los vuelos pasan por Puerto Montt, generando una sinergia interregional”, indica Pablo García, gerente comercial de la firma.
En cerca de cuatro horas, el calor de la región Metropolitana se intercambia por el gélido viento de Magallanes. “La conectividad es fundamental para las zonas más extremas, donde la opción aérea es casi la única”, agrega el ingeniero. Pero uno de los mayores encantos del sur no se encuentra en el aire, sino en el agua.
Desde el comedor del Hotel Lago Grey se aprecia una corriente grisácea, que posee 15 kilómetros de extensión y una profundidad máxima de 500 metros. A través de las árboles, se puede advertir una angosta playa que se va tiñendo de siluetas oscuras. No es efecto del cóctel, sino los turistas que peregrinan hacia la nave Grey III.
Rodrigo Bustamante, presidente de la Asociación de Hoteles y Servicios de Torres del Paine (HYST), destaca el trekking y las cabalgatas. Sin embargo, advierte que “la navegación al glaciar es un imperdible”, lo que nos insta a tomar la parka y el gorro que nos recomendaron al inicio del viaje para conocer los hielos milenarios.
El tramo hasta el catamarán se recorre en media hora, pero el viento nos obliga a ejercitar las piernas para no caer sobre la arena. Una vez arriba, los guías resuelven dudas sobre el color azul del hielo y la vegetación muerta que se distingue en ciertas áreas del paisaje.
“Es producto del incendio de 2011”, señalan, recordando que fue originado por un viajero israelí que quemó su papel higiénico. Tras este instante de desconsuelo, los más de 80 pasajeros voltean su mirada hacia las ventanas: comienzan a aparecer pequeños bloques transparentes, los que irán directo a nuestras copas.
El capitán de Grey III detiene el motor y nos detenemos en un borde del lago. La navegación no ha terminado, sino que tres hombres —vestidos con trajes impermeables y botas— descienden para capturar uno de estos trozos y, a través de un herramienta de gran tamaño, dividirlo en pequeños cubos.
Las expresiones de júbilo se vuelven notorias. El hielo es depositado sobre una bandeja y se abre oficialmente el bar, sector que ofrece bebidas, cervezas y el reputado calafate sour. Esta degustación dura sólo unos minutos, ya que es interrumpida por una muralla azulada que roba la atención de todos los pasajeros.
El cara a cara con el Glaciar Grey, estructura que posee 6 kilómetros de ancho y hasta 30 metros de altura, es un recuerdo que no se desvanece. La capa congelada luce tan uniforme que entran ganas de correr sobre ella, olvidando los esporádicos desprendimientos que se pueden advertir —con un poco de suerte— desde la embarcación.
Las selfies no se hacen esperar y algunas mujeres luchan para que el viento no les tape el rostro. Los adultos mayores se aferran a las barandas para mantenerse en pie, mientras que los más osados son capaces de levantar ambos brazos. La hora y media de ruta tiene su recompensa: un íntimo encuentro con millones de años de historia.
Las voces parecen multiplicarse en el retorno al hotel y, como si fuera un partido de fútbol, todos tienen un análisis distinto de lo que acaban de observar. Ya sea en español, inglés u otros idiomas, la postal del glaciar seguirá intacta para nosotros y las decenas de personas que hacen la fila para el siguiente turno.