En una calle de El Bosque, una de las comunas pobres de Santiago, Dina Contreras sirve porotos con riendas desde una gran olla. Un sujeto toma lo suficiente como para llevarle a una familia de cuatro, enfermos en casa con covid-19. Contreras y seis ayudantes entregan 250 comidas gratis al día, y pan fresco día por medio para tomar “once”. Vecinos, tiendas, puestos de la feria semanal y Epes, una fundación de beneficencia, proveen la comida.
Ollas comunes como esta aparecieron en Chile desde que la pandemia atacó en marzo. La última vez que se las vio fue durante la recesión de comienzos de los 80, cuando Augusto Pinochet, un dictador, gobernaba el país. Apoyado en las políticas a favor del libre mercado que Pinochet implementó, la economía creció rápidamente luego de que él se fue, en 1990, aunque en el último tiempo su ritmo se redujo.
Le dieron un gran rol al sector privado en la administración de las pensiones, la educación y el cuidado de la salud. La pobreza en Chile cayó de un 45% a mediados de los 80 hasta 8,6% en 2017, de acuerdo a un estudio socioeconómico bianual del gobierno. En la era post Pinochet, Chile se ganó la reputación de tener un manejo económico sólido, niveles relativamente bajos de corrupción, e instituciones estables.
Pero incluso antes de la covid-19, su reputación comenzó a verse afectada. Las pensiones que los chilenos ahorran para su vejez, resultaron ser más bajas de lo que muchos esperaban cuando el sistema fue implementado en 1980. Los chilenos ricos obtienen muchos mejores servicios de salud y educación que los pobres. En octubre comenzaron a surgir protestas masivas y en ocasiones violentas en contra de la desigualdad, que sólo se disolvieron tras la llegada de la pandemia.
Las manifestaciones forzaron a Sebastián Piñera, su presidente de centro-derecha, a prometer mayor inversión social y un plebiscito fechado para octubre, sobre si debería volver a escribirse la Constitución, que está basada en la que Pinochet le dejó al país. “Existe un consenso en que el país necesita entregar más servicios públicos y de mejor calidad”, dice Rodrigo Vergara, expresidente del Banco Central. La pandemia, y la intervención del gobierno que esta provocó, puede que aceleren una evolución hacia una democracia social a la que ya estaba encaminada.
Los resultados del gobierno en su manejo de la pandemia han sido mixtos. En proporción a su población, los 321.205 contagios confirmados y 7.186 muertes están entre las más altas del mundo. En vez de aislar al país completo, el gobierno decidió sellar sólo los mayores focos de covid-19. Comenzó a hablar del retorno a una “nueva normalidad” a mediados de abril, antes de que la enfermedad llegara a su punto más alto. El gobierno impuso una cuarentena total a la capital, donde vive un tercio de la población, recién el 15 de mayo. “Esta es una historia de arrogancia”, dice el director del centro de estudios Espacio Público, Eduardo Engel.
El gobierno mitigó estos fallos con exámenes masivos (una de las razones por las que su tasa de contagios luce tan enorme). También aumentó la cantidad de ventiladores mecánicos y de camas para cuidados intensivos (UCI). La cuarentena de la capital, seguida por un aumento en las restricciones de las zonas cerradas, al menos llevó a un declive en los números de casos nuevos a nivel nacional.
El gobierno espera que su producto interno bruto (PBI) se contraiga un 6,5% este año. Se trata de la mayor reducción desde la recesión de 1982-83 (aunque es menor a la que se espera para el promedio de la región). La tasa de cesantía entre marzo y mayo promedió 11,2%, la cifra más alta desde que se renovó su formato de cálculo en 2010. La tasa de pobreza probablemente llegue a 15% este año, dice Dante Contreras, economista de la Universidad de Chile.
Barrios densamente poblados, casas hacinadas y la necesidad de usar el transporte público, favoreció que la covid-19 se esparciera entre los pobres. El ministro de Salud, Jaime Mañalich, admitió en mayo que desconocía el nivel de pobreza y hacinamiento que existía en algunas partes de Santiago, haciendo que el gobierno pareciera no saber qué hacía. Terminó renunciando.
El gobierno ha sido torpe en proteger a los chilenos de las consecuencias económicas de la covid-19. Ha reaccionado con lentitud. Sus medidas, aunque dispuestas a gran escala, no han llegado a quienes las necesitan. Su falta de reacción podría darle un culatazo en la cara que lo lance en la dirección opuesta.
El primer plan para proteger el empleo, las pequeñas empresas y las familias pobres, se anunció en marzo a un costo de 17.000 millones de dólares, cerca del 7% del PBI del país (parte de él se entrega como préstamos, por lo que no se cuenta como gasto presupuestario). Incluye un esquema de licencias en las cuales los trabajadores pueden cobrar sus seguros de desempleo mientras que en el papel todavía están contratados, además de dinero en efectivo y cajas de alimentos para los más pobres. Pero el apoyo que brindaron a las familias fue menor al de la línea oficial de la pobreza. Así comenzaron las protestas en los vecindarios más pobres. Activistas proyectaron la palabra “hambre” en la torre Telefónica en Santiago. Bajo presión, el gobierno alcanzó un acuerdo con los partidos de oposición el 14 de junio para gastar 12.000 millones de dólares extra en un plazo de dos años.
Luego siguió un paquete de 1.500 millones de dólares para la clase media, que incluye la postergación de los pagos de hipotecas y préstamos con cero interés. Los chilenos de clase media se enfurecieron por el hecho de que gran parte de la ayuda se entregó en la forma de préstamos. Para calmarlos, el 14 de julio el gobierno nuevamente ofreció incentivos tardíos: un bono único de 500 mil pesos para los trabajadores formales cuyos ingresos se hayan visto reducidos.
Los gobiernos posteriores a Pinochet habían mantenido bajo la mayor parte de su déficit. Este año, el gobierno espera que su déficit alcance el 9,6% de su PIB, su mayor nivel en casi 50 años. En tanto su gasto va a saltar del 24% del PIB en 2019, a cerca de 30% este año.
Si Piñera aún tuviera tiempo, podría reducir el gasto. Pero su periodo termina a inicios de 2022. Las protestas y la pandemia lo han debilitado. El rol del gobierno estará determinado por su sucesor y, si los chilenos la apoyan, por una Asamblea Constitucional. Y lo más probable es que se produzca el cambio. Los llamados a tener un Estado más activo desde la izquierda ahora también son recogidos por políticos de derecha, como Joaquín Lavín, el alcalde de una de las comunas más prósperas de Santiago, quien podría convertirse en el próximo presidente. Su apoyo a los beneficios sociales, como las viviendas para personas de escasos recursos, suenan más próximas a los demócrata cristianos europeos que al laissez-faire (dejar hacer) liberal.
Existe un amplio consenso sobre que los ingresos por la vía de impuestos necesita subir del 20% del PIB. Ya, y en respuesta a las protestas del año pasado, el gobierno elevó la tasa de impuestos para quienes tienen mayores ingresos. El nuevo ministro de Salud, Enrique Paris, un tecnócrata, está a favor de que se ponga un límite a las ganancias de las isapres, si bien esto no es una política de gobierno.
La ira popular inspira ideas más radicalizadas. La rebelión contra la primera versión del paquete de ayuda para la clase media llevó a una propuesta en el Congreso para que se permita a los chilenos retirar el 10% de sus ahorros de pensiones para ayudarlos durante la pandemia. Esto podría reducir sus futuras pensiones, que los chilenos estiman ya son bastante bajas o, más probablemente, obligue al gobierno a tapar el agujero, a un costo de por lo menos 16.500 millones de dólares.
Como sea, si la ley es aprobada, se debilitará una de las instituciones centrales del modelo chileno. Algunos miembros de la coalición política de Piñera se unieron a la oposición en respaldar la iniciativa. Ofrecer dinero extra a los trabajadores formales fue una forma de recuperar su apoyo, así como la promesa de Piñera de realizar una “cirugía mayor” al sistema de pensiones. Pero no está funcionando. El 15 de julio, la Cámara de Diputados del Congreso aprobó la ley, enviándola al Senado.
Este nivel de radicalismo también tiene sus riesgos. La mayoría de los chilenos están de acuerdo en que el Estado debería actuar para reducir la desigualdad e ir en apoyo de los necesitados. Pero su rabia podría crear una base de apoyo para medidas populistas que acaben haciendo al país más pobre. El éxito de la reinvención de Chile “dependerá de hasta qué punto el sistema político es capaz de imponer límites”, dice Vergara.
La próxima camada de líderes chilenos tendrá que hacerlo mucho mejor que la actual.
Editorial
The Economist