Desde mediados de 2019 a mediados de 2020, Chile se ha visto sacudido por dos grandes crisis como pocas veces en su historia. Desde el estallido social a las polémicas medidas implementadas contra la pandemia del coronavirus, el gobierno de Sebastián Piñera parece sólo una sombra de aquella primera administración que cerraba La Moneda con una aprobación del 50%. La revista conservadora estadounidense National Review realiza un descarnado análisis sobre sus fallos centrado en un foco: la absoluta desconexión con las personas que intentaba gobernar. A continuación, la traducción íntegra de BioBioChile.
En el papel, Chile es la economía más desarrollada y la democracia más estable de Latinoamérica. En menos de 40 años, este país logró pasar de ser uno de los más pobres de la región, a tener el producto interno bruto (PIB) per cápita más alto del continente.
Contrario a muchos de sus contrapartes sudamericanos, el gobierno chileno adoptó el libre mercado e implementó políticas de impuestos atractivas para las empresas, así como reformas al mercado laboral. Y aunque estas políticas exacerbaron las inequidades, la proporción de su población viviendo bajo la línea de la pobreza cayó de 52% en 1987 a menos de 5% en 2019.
En resumen, al menos hasta hace poco, Chile era un ejemplo brillante de modernización exitosa, neoliberalismo eficiente y gobierno competente.
Esta situación pudo deberse a la composición del gobierno chileno. Tras la caída del dictador Augusto Pinochet, el país dejó atrás su pasado totalitario y adoptó normas ampliamente liberales. Cuando el presidente Sebastián Piñera comenzó su segundo mandato en 2018, se aseguró de reunir un gabinete que se pareciera totalmente a él. Piñera, un multimillonario economista educado en Harvard, reunió un equipo de tecnócratas educados en el extranjero listos para enfrentarse a los desafíos más urgentes del país con información y diplomacia.
Dando la bienvenida a la influencia de académicos de renombre, Piñera incluso se asoció con el teórico político estadounidense John Tomasi, un visionario profesor de la Universidad Brown cuyas investigaciones se centran en la intersección entre justicia social y libre mercado.
En su trabajo Free Market Fairness (Justicia en el Libre Mercado), Tomasi establece principios morales de defensores de la libertad económica como F.A. Hayek y de partidarios de la justicia social como John Rawls. Sintetizando ambas tradiciones antagonistas, Tomasi presenta una nueva teoría de justicia. Esta teoría, la justicia del libre mercado, se compromete tanto con un gobierno limitado como con el apoyo concreto a los más pobres. Para Piñera, el concepto innovador de Tomasi del liberalismo de corazón sangrante representaba un ideal a perseguir.
Y Piñera logró conciliar la eficiencia con la equidad en los primeros años de su presidencia. Consideren el ejemplo del sistema educativo chileno que Pinochet había descentralizado y privatizado en su mayoría. En 2011, Piñera mantuvo la posibilidad de elección de escuelas y los subsidios por estudiante (vouchers) para promover la competencia entre las escuelas.
Sin embargo, preocupado por las crecientes desigualdades, el presidente chileno creó un fondo de 4 mil millones para aumentar la disponibilidad de becas universitarias y rebajar las tasas de interés sobre los préstamos estudiantiles avalados por el gobierno. Los resultados fueron claros: los puntajes de los tests mejoraron para los estudiantes de todos los grupos socio económicos, aún si los estudiantes privilegiados eran quienes más se beneficiaban. Pese a esto, el gobierno falló en defender sus reformas ante los chilenos. Sin importar el éxito empírico de Piñera, el país se desgarró por una serie de disturbios y protestas que exigían cambios radicales en la política educativa.
Este fallo marcó el inicio de un patrón. Una tras otra, las reformas de Piñera demostraron ser eficientes pero desproporcionadamente beneficiosas para los más adinerados. Desde luego, la inequidad no importa en tanto la marea logre levantar a todos los botes; para parafrasear a Margaret Thatcher, sólo los más ardientes socialistas preferirían que los pobres se empobrecieran, para lograr que los ricos sean menos ricos.
Pero este creciente sentimiento de disparidad requería una fuerte respuesta por parte del gobierno chileno. En la década de los 80, Margaret Thatcher y el presidente Reagan lograron sortear las preocupaciones en torno a las crecientes inequidades porque eran buenos oradores que defendían el trabajo de “la mano invisible” con tacto y pasión. Desafortunadamente, Piñera y su gabinete no eran estadistas apasionados: eran un grupo de académicos, expertos y tecnócratas que esperaban que los números finalmente hablarían por sí mismos.
Pero no lo hicieron. Para fines de 2019, para asombro de prácticamente todos los observadores extranjeros, Chile descendió a un estado de caos. Como había sucedido tantas veces en otras partes de Sudamérica, un aumento en las tarifas del transporte público provocó una ola de indignación en la gente, que rápidamente escaló a una serie de protestas y disturbios. Pero esta reacción en particular fue especial en la medida en que sus causas no parecían justificar la violencia.
El 3.75% del alza del transporte era sólo marginalmente más alta que la inflación, y los sueldos habían subido de forma persistente durante los últimos 10 años. Además, mientras que el transporte representa el 20% del gasto anual de los chilenos más pobres, este porcentaje se ha ido reduciendo durante más de una década. Y por el estado general de la economía, el gobierno había mantenido la inflación bajo control, estimulado la creación de empleos y mantenido un crecimiento del PIB de cerca de 3%.
Una vez más, la única causa tangible para el estallido social, fue la total incapacidad del gobierno para ver más allá de sus planillas de Excel y hablarle a la gente. No sólo le tomó más de una semana a la ministra de Transportes para responder, sino que su intervención estaba llena de detalles técnicos sobre macroeconomía y análisis de costo-beneficio a largo plazo. Para el final de esa semana, los chilenos ya se habían dado cuenta de qué estaba hecho realmente su gobierno: un séquito de líderes de negocios e intelectuales de clase media alta y que podían hablar en inglés pero que no tenían ningún vínculo fraternal con el pueblo.
¿Por qué la gente querría volverse en contra de un gobierno que había hecho a su nación mejor de lo que había estado en toda su historia? Quizá porque la política no es lo que John Stuart Mill llamaba “un mercado de ideas”, que es la antecámara a la objetividad donde los seres humanos perfectamente racionales se enzarzan en discursos de la Ilustración.
Pese a los mejores esfuerzos de Mill, el hombre no es un animal racional. De hecho, podemos encontrar paralelos entre los fallos del gobierno chileno y la drástica descripción que hacía Edmund Burke de la Asamblea Nacional tras la Revolución Francesa de 1789. Para Burke, el parlamento francés estaba lleno de abogados y tecnócratas “sin ningún tipo de experiencia práctica”, quienes convertirían la política en una serie de “abstracciones teóricas”. El estadista y filósofo del siglo XVIII reiteraba este punto en su Appeal from the New to the Old Whigs (El atractivo de los nuevos a los viejos liberales):
“Nada universal puede ser afirmado racionalmente sobre ningún tema moral o político. Las abstracciones puramente metafísicas no pertenecen a estos asuntos. Las líneas de la moral no son como las líneas ideales de las matemáticas. Son anchas y profundas, así como extensas. Admiten excepciones. Exigen modificaciones. Y estas excepciones y modificaciones no son realizadas por procesos lógicos, sino por las reglas de la prudencia”.
Burke entendía que la política es un mundo lleno de indignación y furia, un universo de gritos, gruñidos y protestas. La percepción de inequidad es tan importante como la inequidad real, y el rol fundamental del estadista es dominar las percepciones populares, controlar sus excesos, y templar el desencanto del pueblo con cariño y “prudencia”.
No importa cuán brillantes o necesarios sean los tecnócratas, nunca podrán satisfacer las demandas de la prudencia burkeana. Expertos como Piñera y sus compañeros neoliberales han pasado años de aislamiento al interior de los bien resguardados muros de la academia y de los salones VIP de los aeropuertos. Y decir esto no me hace un ávido admirador de los populistas. El ser un verdadero estatista está a medio camino de la demagogia y el racionalismo objetivo; entre los discursos con hipérboles y los análisis llenos de jerga técnica; entre el culto a la personalidad y el liderazgo no existente.
La respuesta de Chile al coronavirus ilustra aún más las diferencias entre estadistas y tecnócratas. Hace cuatro meses, el mundo alababa a Chile por su aproximación quirúrgica a la pandemia. Dejando el tema en manos de expertos, el gobierno de Piñera implementó programas amplios de tests y estrictas cuarentenas por zonas. En apariencia, los cálculos de Piñera eran impecables. Las medidas duras acabarían rápidamente con el virus y la economía se reactivaría en paz. Pero el gobierno chileno se encontró de golpe con un problema muy simple: atrapados en barrios sobrepoblados, los pobres chilenos no podían darse el lujo de quedarse en casa. Al final, la pobreza, el hacinamiento y una fuerza laboral informal masiva superó la respuesta del gobierno. Hoy, Chile tiene una de las tasas de infección per cápita más altas del mundo, y su alguna vez aplaudido ministro de Salud fue obligado a renunciar.
Pero lo que resulta más interesante sobre la situación chilena es que el gobierno de Piñera, a pesar de realizar una miríada de estudios basados en informes y datos, no tuvo el sentido común que se requería para darse cuenta de que su respuesta ante la pandemia era incompatible con la vida diaria de la mayoría de los chilenos. Respondiendo a los periodistas de Bloomberg, Diego Pardow, presidente ejecutivo de la fundación Espacio Público, declaró: “Si el gobierno va a tomar decisiones sobre un mundo que no conoce, entonces debería incluir a personas de ese mundo en la toma de decisiones. El problema con este gobierno es que simplemente se rodea de su propia gente”.
Desde luego, este tipo de crítica podría aplicarse a cualquier tipo de élite desconectada. Pero existe un mundo de diferencia entre el gobierno de Piñera y, digamos, la aristocracia del siglo XVIII a la que Burke destaca en sus Reflexiones. Mientras que las élites tradiciones están vinculadas a sus tradiciones locales y crean lazos con comunidades específicas, Piñera representa un nuevo tipo de gobierno tecnócrata que no se acerca ni cultural ni socioeconómicamente a la gente que gobierna.
Mientras que la pandemia ciertamente debería hacernos reflexionar sobre la importancia del liderazgo científico, el espantoso estado de las cosas en Chile nos sirve como un duro recordatorio de que tras el velo de los gráficos y las planillas de cálculo, gobernar sigue siendo un asunto profundamente político que requiere capacidades de estadista, no habilidades abstractas.
En La República, Platón propone criar a los hijos e hijas de los “guardianes” de la ciudad junto con todos los demás niños. De esta forma, dice Platón, gobernados y gobernantes compartirán las mismas referencias culturales y experiencias de vida. Mientras que no necesariamente debemos estar todos de acuerdo en lo que Karl Popper llamó el “plano totalitario” de Platón, las aspiraciones del filósofo griego de formar generaciones de líderes enraizados en las tradiciones de sus comunidades deberían inspirarnos para liberarnos de todo tipo de sueños tecnocráticos.
Mathis Bitton
Bachelor en Artes, Filosofía y Ciencia Política de la U. de Yale
Pasante editorial en National Review