“¡Esto es Afganistán!”, grita con alegría un combatiente talibán mientras se sienta en un barco pirata con algunos de sus camaradas de armas en un parque de atracciones al oeste de Kabul. A carcajadas, disfrutan de la atracción.
Con su Kalashnikov o su ametralladora MP4 en bandolera, los soldados se aferran a los bancos de acero multicolores que se mueven hacia delante y hacia atrás, con sus pañuelos y turbantes al viento.
El lanzacohetes, que uno de ellos mecía minutos antes en sus brazos, se quedó finalmente en el suelo. Por precaución.
Los talibanes están contentos seis semanas después de la llegada del movimiento islamista a la capital afgana y su regreso al poder, dos décadas después de haber sido expulsados por una intervención internacional liderada por los Estados Unidos.
Desde entonces, la población teme un retorno al régimen fundamentalista impuesto en los años 1990, cuando la mayoría de los entretenimientos -como la música, la fotografía y la televisión- estaban prohibidos.
Los islamistas tratan de tranquilizar a los afganos y a la comunidad internacional, afirmando que serán menos estrictos que en el pasado. Pero sus promesas dejan escépticos a los observadores.
Estos talibanes, de entre 18 y 52 años, disfrutan del parque de atracciones situado cerca del lago Qargha, en las afueras de Kabul. Por lo general, el lugar atrae a familias y niños que vienen a divertirse en los carruseles.
Desde que tomaron el poder, miles de talibanes de todo el país, a menudo procedentes del campo, han llegado a Kabul.
Dentro de este pequeño grupo de combatientes, la mayoría descubre por primera vez un parque de atracciones. Al final de la vuelta de tres minutos, aplauden y sonríen. Y el lanzacohetes vuelve a los brazos de su dueño.
En las pintorescas orillas del lago, otros talibanes suben a bordo de botes de pedales con forma de cisne, mientras que el sol comienza a esconderse detrás de las colinas circundantes.
Sin abandonar nunca sus armas, parten de a dos hacia el centro del lago en sus pequeños botes rosados, azules, verdes o amarillos, riendo cuando chocan entre ellos.
Algunos vestidos con trajes de camuflaje, otros con ropa tradicional, posan -con un fusil automático en la mano- para fotos tomadas por sus amigos en la orilla pedregosa.
Mientras tanto, una decena de talibanes mayores aprovechan el momento para rezar en el muelle donde depositaron su chal en el suelo, entre dos botes.