Han pasado seis meses desde que Rusia lanzó su invasión de Ucrania.
Muchos ucranianos han tomado las armas. Millones de refugiados, en su mayoría mujeres y niños, se han visto obligados a huir del país. Y los que no se fueron al extranjero o se unieron a la lucha tuvieron que acostumbrarse a la vida en tiempos de guerra, con la amenaza constante de los bombardeos y el permanente aullido de las sirenas antiaéreas.
Tres personas cuentan a la Deutsche Welle sus experiencias y dificultades en esta guerra en Europa.
“No quiero volver a ese infierno, pero es imposible no ir”
Un miembro kievita de la Guardia Nacional ucraniana cuyo nombre mantiene en reserva, pero es apodado “Budista”, lucha en la región oriental del Donbás: “Antes de la guerra, trabajaba como traductor en una exitosa empresa de informática. Ya tenía el rango de jefe teniente junior, ya que en la universidad me había especializado para ser traductor militar. Al igual que muchos habitantes de Kiev, durante los últimos ocho años, la guerra en el Donbás me parecía lejana; no me preocupaba demasiado lo que ocurría tan al este del país”.
Así fue “hasta que la mañana del 24 de febrero escuché las sirenas, los ataques aéreos y el estruendo de los misiles rusos explotando sobre la ciudad. Fue entonces cuando salí a la calle y me uní a los chicos que estaban cavando trincheras y levantando un puesto de control. Las fuerzas de defensa territorial nos daban armas mientras estábamos de servicio, y nos íbamos a casa a dormir durante los descansos”.
“Entonces me enteré de que los rusos habían arrasado el pueblo de mi abuela, en la región de Zaporiyia, y que la ciudad natal de mi padre, Nikopol, estaba siendo bombardeada. Comprendí que tenía que ir a luchar”, expresó.
Desde su experiencia, ha notado que “sólo cuando nuestros cañones y morteros callan y los ataques aéreos cesan, la infantería enemiga ataca. Y entonces todo vuelve a empezar. Había olvidado la última vez que había dormido bien, aunque llegué a un punto en el que podía dejarme caer y desconectar durante horas. Y entonces me despertaba de nuevo por las ondas expansivas, las detonaciones ensordecedoras, y volvía a asumir la guardia. Nos dejaron allí, sin alivio, durante un mes y medio.
“Hoy, no queda mucho de nuestra compañía. Lástima por los jóvenes, que murieron con 20 o 25 años. Pero teníamos que mantenernos firmes allí, porque retirarse significaría renunciar a nuestro país. Me ofrecí como voluntario para ir al frente, aunque ahora no quiero volver a ese infierno. Pero es imposible no ir. Creo que con algo de terapia podré enderezar un poco mi cabeza, recuperarme de una leve contusión y volver a luchar”, manifiesta el uniformado.
“Me siento agotada, emocionalmente quemada”
Svitlana Bohachenko, artista y voluntaria, en Kiev: “Mucha gente que conozco abandonó Kiev el 24 de febrero, pero yo no podía abandonar a los civiles que se habían unido a las fuerzas de defensa del territorio sin chalecos, cascos, sin ropa interior térmica ni otros suministros. La única esperanza eran los voluntarios”.
“Nunca se me pasó por la cabeza la idea de escapar a zonas más seguras de Ucrania o a otros países; simplemente no había tiempo para ello. Ni siquiera tenía energía para dormir bien o preparar una comida”, asegura Stivlana.
Según relata la voluntaria, “a mediados de marzo, durante la defensa de Mariúpol, murió un amigo muy cercano. Era instructor del batallón de Azov, Bahva Chikobava. Después de eso, recibía noticias sobre la muerte de soldados a los que había ayudado, que se habían convertido en mi familia, en mis amigos, casi una vez por semana. Era muy triste”.
“Pero, ahora, si consigo encontrar un camión cargado de gasóleo para nuestros chicos, enviar unos cientos de torniquetes, vendas estériles para cirugía, coagulantes, medicamentos para quemaduras para las tripulaciones de los tanques, mi ánimo se eleva enormemente”, manifiesta. “Ahora mismo, me siento agotada, emocionalmente quemada”.
“Los invasores rusos nos quitaron la libertad”
Alina Kovailova, una refugiada de Mariúpol que vive cerca de Hamburgo desde abril: “Durante los últimos seis años, trabajé en el departamento de publicidad de un gran centro médico de Mariúpol. Nuestro hijo, de 9 años, estaba en cuarto grado. De los 31 niños de la clase de Oleksandr, cuatro o cinco permanecen aún en Mariupol”.
“Queríamos mucho a nuestra ciudad. Nunca pensamos en irnos a ninguna parte”.
Según narra, tras su escape desde Ucrania se asentaron el 29 de abril en Alemania. “Vinimos en automóvil: ocho días a través de la Crimea ocupada, Georgia, Turquía, Bulgaria, atravesando media Europa. Lo más importante es que estamos seguros aquí, y nuestro hijo ya no ve el infierno de la guerra. Es difícil construir una vida en Alemania; todo lleva mucho tiempo. Seguimos viviendo en un hotel, porque no encontramos un apartamento, a pesar de enviar decenas de solicitudes cada día”.
“Es muy difícil encontrar un lugar sin tener un trabajo. Pero no podemos trabajar, porque todavía no tenemos permisos de residencia. Y una vez que los consigamos, seguirá siendo difícil encontrar un trabajo sin saber el idioma. Aun así, estamos agradecidos a Alemania por aceptarnos”, expresa Alina.
“Lo peor”, estima, “es que los invasores rusos nos quitaron la libertad. Éramos gente libre en Ucrania”.