En sus 16 años de gobierno, Angela Merkel marcó la política exterior alemana. El papel de Alemania en el mundo ha ganado relevancia y también han aumentado los desafíos internacionales.

Casi nadie fuera de Alemania conocía a Angela Merkel cuando se convirtió en canciller, en 2005. Pero pronto asumió en gran medida las riendas de la política exterior en sus propias manos, y ya en 2007 actuó con toda propiedad como anfitriona de los gobernantes del G8 en la cumbre de Heiligendamm.

Retrospectivamente, podría decirse que el mundo aún estaba, en cierta medida, en orden.

La crisis del euro

Pronto comenzaron, sin embargo, las turbulencias. En 2008 se desató la crisis financiera internacional y el euro, uno de los principales símbolos de la integración europea, se vio bajo presión. “Si fracasa el euro, fracasa Europa”, advirtió la canciller alemana.

Casi a regañadientes, la principal potencia económica de la Unión Europea, bajo la conducción de Merkel, asumió un papel de liderazgo en Europa. El gobierno alemán impuso a los países más endeudados una estricta política de ahorro y reformas. En Grecia hubo incluso críticos que hicieron paralelismos con la ocupación alemana durante la II Guerra Mundial.

Por otro lado, Merkel aprobó amplios paquetes de ayuda económica y Alemania asumió más garantías para las deudas de otros.

El hecho de que el resto de la UE aceptara en términos generales el nuevo liderazgo alemán se debió también a la sensibilidad con que se presentó Merkel. Ella asocia la “cultura del recato” con la “cultura de la responsabilidad”, dice a Deutsche Welle el politólogo Johannes Varwick, de la Universidad de Halle.

El vínculo ya no tan estrecho con Francia

El creciente papel de Alemania alteró en cierto grado el equilibrio de poder con Francia. Merkel siempre destacó expresamente la relación con el más estrecho aliado europeo, y, durante el gobierno de Nicolas Sarkozy, algunos medios de prensa hablaron incluso de una dupla “Merkozy”.

Pero no atendió las demandas de diversos presidentes galos, incluyendo a Emmanuel Macron, de profundizar la integración de la UE creando, por ejemplo, el cargo de un ministro de Finanzas europeo.

Fue una “oportunidad desperdiciada”, según Henning Hoff, de la Sociedad Alemana de Política Exterior. Varwick habla de un “progresivo distanciamiento” de Francia, e indica que Merkel no tiene “grandes visiones” en lo tocante a la profundización de la integración europea.

Fascinación por China

Por lo demás, la canciller siguió la línea de política exterior de sus antecesores. Una política desapasionada, carente de grandes gestos, en lo posible, basada en consensos, con los intereses económicos alemanes siempre en la mira.

Y eso rindió dividendos. El intercambio comercial con China aumentó rápidamente. Merkel viajó varias veces a ese país, con el que parecía fascinada, y solo abordó cautelosamente el tema de los derechos humanos allí.

Sobre todo los estadounidenses advierten de la otra cara de la medalla: de una creciente dependencia de China.

A juicio de Hoff, “durante mucho tiempo Merkel subestimó o minimizó los peligros que emanan de sistemas autocráticos, como China y Rusia, que apuestan por instrumentos de poder geoeconómicos, desinformación y por un debilitamiento de Occidente”.

Generosa política de asilo

Si Angela Merkel hubiera dejado el gobierno a comienzos de 2015, su período, exitoso en términos generales, habría caído rápidamente en el olvido. Pero no fue así.

Nada la hizo mundialmente tan conocida, ni polarizó tanto dentro y fuera del país, como la decisión que tomó, a fines del verano europeo de ese año, de mantener abiertas las fronteras alemanas a los refugiados y migrantes que llegaban.

Lo fundamentó con sus valores cristianos y también con la experiencia que tuvo como ciudadana de la antigua RDA, con fronteras inexpugnables.

Algunos la veneraron por ello casi como a una santa. La revista Time la eligió “Persona del año” ese 2015, e incluso la denominó “canciller del mundo libre”. Otros, sobre todo en los gobiernos de Europa del este, le reprocharon intentar imponer su generosa política de asilo a toda la UE. Desde entonces, el populismo de derecha ha aumentado perceptiblemente en Europa.

Enfriamiento con Washington

Merkel era una ferviente partidaria de las estrechas relaciones transatlánticas. Siendo aún líder opositora, apoyó al presidente George W. Bush en su guerra contra Irak, cuando la mayoría de la población alemana la rechazaba.

Pero las relaciones se enfriaron, debido también a que, con Bush y su sucesor, Obama, se enfocaron cada vez más en Asia. En 2013, en tiempos de Obama, quien calificó posteriormente a Merkel como su principal socia de política exterior, se supo públicamente que el servicio de inteligencia estadounidense había espiado por años a la canciller alemana. Merkel se mostró indignada y dijo que el espionaje entre amigos era inadmisible.

Las nubes borrascosas ensombrecieron en muchas ocasiones el panorama internacional. Rusia anexó la península de Crimea en 2014, los británicos votaron a favor del “brexit” en un referéndum en 2016 y, poco después, Donald Trump llegó a la presidencia de Estados Unidos.

Decepcionada, Merkel constató en 2017, en referencia a Washington, que “los tiempos en que podíamos fiarnos plenamente el uno del otro han quedado atrás”.

Merkel entendió su gobierno como un factor de estabilidad en tiempos turbulentos. Hening Hoff le atribuye “la excepcional capacidad de mantener en diálogo a la Europa y Occidente con las partes en conflicto”. No siempre tuvo éxito.

Pero las relaciones con Estados Unidos mejoraron de nuevo notablemente con la llegada de Joe Biden a la presidencia. Merkel fue la primera gobernante europea que visitó en julio en Washington al nuevo mandatario, que alabó su obra política calificándola de “histórica”.

¿Cuál es su legado en materia de política exterior? Quizás las palabras que pronunció en 2019 en la Universidad de Harvard lo resuman: “Nada es obvio. Nuestras libertades individuales no son obvias. La democracia no es algo obvio, como tampoco la paz y el bienestar”.