Al frente desde 1994 de esta exrepública soviética enclavada entre la Unión Europea (UE) y Rusia, el presidente bielorruso redobló esfuerzos en las últimas semanas para frenar el ascenso de Svetlana Tijanóvskaya, denunciando un complot con la complicidad del Kremlin para precipitar su caída.
Lukashenko, quien en 2012 se autodenominó “el último dictador de Europa y del mundo”, se ha mantenido en el poder desde la caída de la Unión Soviética, disfrutando de fuertes lazos con Rusia que, sin embargo, se han ido debilitando durante el último año.
A unos días de los comicios, intentó presentar el país bajo su presidencia como un islote de estabilidad, y prometió el jueves combatir el “incendio en el corazón de Minsk” que, según él, sus rivales esperan avivar.
Después de haber sacado del tablero a sus principales contrincantes en primavera y a principios de verano —dos de ellos están encarcelados y un tercero se exilió—, el exdirector de sovjós (granjas soviéticas) de 65 años se enfrenta a Svetlana Tijanóvskaya, una profesora de inglés de 37 años.
La campaña de esta novata en política movilizó a multitudes de simpatizantes nunca vistas en todo el país, que piden el “cambio” y exigen derribar los muros de las prisiones bielorrusas.
Ella misma se presenta como una “mujer corriente, una madre y una esposa”, que remplazó en poco tiempo a su marido, Serguéi Tijanovski, un bloguero que no pudo presentarse a las presidenciales al ser encarcelado en mayo, cuando ganaba popularidad.
Calificada de “pobre chica” por el líder bielorruso, Tijanóvskaya llamó a sus conciudadanos a dejar de tener miedo de la represión, en un país que nunca ha visto surgir una oposición unida y estructurada.
Por ello, la oponente ha unido fuerzas con otras mujeres: Veronika Tsepkalo, la pareja de un opositor exiliado, y Maria Kolesnikova, la directora de campaña de Viktor Babaryko, un exbanquero que fue puesto entre rejas cuando mostró su intención de presentarse.
En caso de victoria, la candidata prometió permanecer en el poder el tiempo suficiente para liberar a “los prisioneros políticos”, organizar una reforma constitucional y nuevas elecciones.
Pero no se ha librado de las presiones. El jueves, su directora de campaña fue detenida brevemente, y sus últimos mítines aún no están garantizados, debido a los obstáculos jurídicos y logísticos levantados por las autoridades.
Temor de fraudes
La votación del domingo se desarrollará igualmente en un ambiente de desconfianza sin precedentes hacia Moscú, de quien Alexandre Lukashenko es a la vez el aliado más cercano y más imprevisible.
Si bien las relaciones entre los dos “países hermanos” siempre tuvieron altibajos, en 26 años las tensiones nunca han sido tan concretas: para Lukashenko, los “marionetistas” del Kremlin tenían la intención de orquestar una “masacre” de común acuerdo con sus detractores, con la esperanza de reemplazarlo por un presidente más dócil y convertir Bielorrusia en un país vasallo.
El presidente ruso, Vladimir Putin, aseguró este viernes que no quiere desestabilizar a su vecino. “La parte rusa tiene interés en que la situación política interna sea estable en Bielorrusia, y que la elección presidencial se realice en una atmósfera de tranquilidad”, dijo el Kremlin en un comunicado.
A finales de julio, las autoridades bielorrusas detuvieron a 33 rusos, presuntos mercenarios del opaco grupo militar privado Wagner, conocido por ser cercano al poder ruso.
Moscú rechazó estas acusaciones, y denunció un “espectáculo” electoral, del que pagaron el precio los 33 rusos, “culpables de nada” y “en tránsito” hacia otros países.
El martes, Alexandre Lukashenko insistió en un discurso que “no abandonará el país” en manos de Moscú. Después, el ejército le declaró su “total apoyo” y se organizaron maniobras militares en la frontera.
La oposición, que dice temer fraudes, previó organizar su recuento de votos, y pidió a los electores que les envíe fotos de sus papeletas. También instó a sus partidarios a llevar una pulsera blanca en los colegios electorales en señal de apoyo.
La Unión Europea también denunció el viernes los obstáculos a la campaña de la oposición y pidió que la elección presidencial sea “pacífica, libre y justa”. La Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), que observa las elecciones en sus Estados miembros, no estará presente por primera vez desde 2001 por no haber sido invitada a tiempo.
Las autoridades bielorrusas justificaron además el número reducido de observadores electorales nacionales debido a la epidemia de covid-19.
Por otro lado, las autoridades bielorrusas anunciaron este viernes, más de treinta años después de la catástrofe de Chernóbil, que cargaron con combustible su primera central nuclear, concebida y financiada por Rusia pese a la oposición de la vecina Lituania.
El autócrata
Alexander Lukashenko gobierna Bielorrusia con puño de hierro desde hace 26 años, pero a pocos días de las presidenciales del domingo la omnipotencia de este hombre implacable y caprichoso parece vacilar.
A los 65 años, tiene cinco mandatos sobre sus espaldas y un parlamento sin oposición. Se le acusa de haber ordenado matar o encarcelar a muchos detractores. Pero desde la primavera algo ha cambiado en este país de 9,5 millones de habitantes: el presidente parece inspirar menos terror.
En las redes sociales y en mítines de cientos o incluso miles de personas, muchos se burlan de él, lo apodan “cucaracha bigotuda” por su bigote o “Sacha 3%”, diminutivo de su nombre asociado con la supuesta popularidad de la que goza según sus detractores.
Él está visiblemente molesto. En un discurso el martes, Lukashenko, sudando la gota gorda, arremetió contra quienes lo critican, a los que considera niños desagradecidos. “¡Yo los he alimentado a todos con mi seno!”, proclamó, presentándose como el padre de la nación.
Inspiración soviética
Un los años 1980 dirigió granjas colectivas y fue elegido presidente en 1994, después de la independencia, con un mensaje populista y anticorrupción.
Rechazó el giro capitalista, prefiriendo un sistema político y económico dominado por el Estado en el que mantuvo la simbología soviética. La oposición sufre acoso, la libertad de expresión está bajo vigilancia y la agencia de seguridad del Estado se llama KGB, un acrónimo que da escalofríos en muchos países.
Hoy en día, Lukashenko sigue reivindicando este sistema y asegura que sin él el país quedaría “a merced de criminales”.
Pero en los últimos meses, hartos de la situación económica y de las acusaciones de corrupción, cientos de miles de bielorrusos se han movilizado para apoyar a opositores, a pesar de las olas de detenciones.
Menos miedo
La nobel de Literatura bielorrusa Svetlana Alexievich estima que Lukashenko se equivocó creyendo que podía seguir “infundiendo miedo” en la sociedad.
“Una nueva generación se ha convertido en adulta y los mayores se han despertado. No es el mismo pueblo que hace 26 años”, afirmó en una entrevista reciente con la radio estadounidense RFE/RL.
El presidente bielorruso, al que le gusta posar en el campo, con uniforme militar o en una pista de hockey, denigra a su rival diciendo que es “poca cosa” o la llama “pobre chica”.
Lukashenko es intransigente. En 2010 hizo dispersar sin contemplaciones unas protestas.
También resistió a años de sanciones europeas, que finalmente consiguió levantar haciendo maniobras gracias a su posición entre la UE y Rusia. Pero este año sus relaciones con el presidente ruso Vladimir Putin se deterioraron considerablemente y Europa no acudió en su ayuda.
Su reputación también se vio afectada por las declaraciones que niegan la gravedad de la epidemia del nuevo coronavirus, a la que calificó de “psicosis”. Frente al virus recomienda trabajo agrícola, sauna y un poco de vodka.
En julio presumió de haber contraído la enfermedad y de haberse curado.
Durante mucho tiempo recibió el apodo de Batka (“padre” en bielorruso) y gozó de popularidad, sobre todo en las zonas rurales y entre las generaciones nostálgicas de la Unión Soviética.
Lukashenko tiene tres hijos y cultiva una imagen de machista. Curiosamente en las urnas le plantará cara un trío inesperado de mujeres.