Los rickshaws salen de un campo de refugiados rodeado de alambre de púas, el más grande del mundo. Es el punto de partida de una red de tráfico de personas en Asia que cuenta con bandas de extorsión en alta mar, policías corruptos y narcotraficantes.
En estos rickshaws se esconden hombres, mujeres y niños rohinyás que lo arriesgan todo para escapar de la miseria en la que está sumida esta minoría musulmana procedente de Birmania. Viven hacinados en barriadas del campamento de Cox’s Bazar, en la costa sur de Bangladés.
A principios de este año, Enamul Hasan, de 19 años, se escondió en uno de los pequeños vehículos que lo llevaron a la costa. Después se subió a una embarcación que lo trasladó a un barco pesquero más grande anclado en la Bahía de Bengala, donde esperaban cientos de rohinyás para ir a Malasia.
Se gastó todos sus ahorros. Los traficantes “me aseguraron que podría terminar mis estudios y ganar dinero para sacar a mi familia de la pobreza”, cuenta a la AFP.
Pero tras ser golpeado por la tripulación y haber visto morir a muchos de sus compañeros de viaje durante seis semanas en el mar, el barco lo trajo de regreso a su punto de partida en Bangladés. Y a la miseria.
“Nunca olvidaré lo que he vivido. Los traficantes, la brutalidad de los marineros, (…) nunca volveré a hacer eso”.
La Agence France-Presse habló con Enamul Hasan para una investigación sobre estas redes de traficantes durante la cual realizó decenas de entrevistas con refugiados en Bangladés e Indonesia, donde cientos de ellos desembarcaron este año después de pasar meses en el mar. También habló con pescadores implicados en este tráfico, policías, políticos y cooperantes humanitarios.
La indagatoria reveló un sistema complejo y en constante evolución en el que hay millones de dólares en juego y miembros de la comunidad rohinyá implicados.
En los campamentos -tanto en Bangladés como en Indonesia- el tráfico está principalmente en manos de rohinyás, pequeños intermediarios refugiados o líderes de bandas. En el mar, la tripulación de los barcos suele estar formada por budistas birmanos y también por pescadores indonesios.
La red moviliza arrastreros de bandera tailandesa que pueden transportar a 1.000 personas, teléfonos vía satélite, una armada de pequeñas embarcaciones de aprovisionamiento y funcionarios corruptos en el sudeste asiático e incluso en el campamento de Bangladés.
“Es un gran negocio bajo la tapadera de motivos humanitarios”, explica Iskandar Dewantara, cofundador de la Fundación Geutanyoe, un grupo indonesio de defensa de los refugiados.
En realidad, la violencia es omnipresente.
La tripulación de los barcos, con frecuencia birmana, tiene poca estima por los rohinyás y hace cuanto puede por ganar la mayor cantidad de dinero posible. Desde propinar palizas a bordo hasta amenazas de muerte si los familiares se niegan a pagar más de lo previsto, según varios testimonios.
También golpean y maltratan a los “pasajeros” a bordo, lo que fue captado en imágenes por Enamul Hasan.
En éstas, un traficante golpea a hombres con el torso desnudo con algo que parece una cadena ante la mirada de niños demacrados y mujeres.
El marinero dejó el teléfono cuando abandonó el barco, cuenta el joven rohinyá.
Novias
La minoría musulmana rohinyá ha sido perseguida durante décadas en Birmania, un país mayoritariamente budista, que no les otorga la ciudadanía. Estas redes que permiten que se escapen por tierra o por mar existen desde hace tiempo.
La represión del ejército birmano en 2017, que dio lugar a atrocidades calificadas de genocidio por la ONU, provocó que unos 750.000 rohinyás huyeran al vecino Bangladés. Se instalaron en el gigantesco campamento de Cox’s Bazar, de donde Enamul Hasan quería huir.
La mayoría quiere ir a Malasia, un país musulmán relativamente rico. Unos 100.000 rohinyás viven allí, al margen de la sociedad, y trabajan ilegalmente en la construcción u otros sectores que buscan mano de obra barata.
Uno de los principales motores del tráfico son los rohinyá de Malasia que pagan a los traficantes para que traigan a sus familias o esposas después de un matrimonio concertado, según las oenegés y testimonios de varias mujeres.
Este año, las autoridades de Malasia han rechazado la mayoría de estos barcos por miedo a contagios por el coronavirus.
Con todo, unos 500 rohinyás llegaron a Malasia en 2020 después de tres desembarcos, según un recuento de AFP.
Desde junio, unos 400 rohinyás han atracado en el norte de Indonesia porque no pudieron llegar a Malasia, lo que representa la mayor ola de llegadas a este país en cinco años.
Pero cientos de refugiados han muerto en el mar, de hambre, sed o por malos tratos, según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Y este año gran parte de los refugiados que llegaron a Indonesia son mujeres.
Como Janu, de 18 años. Dice que su familia había concertado su matrimonio con un rohinyá que trabaja en Malasia.
“Llevaba dos años esperando en el campamento, valía la pena correr el riesgo” para intentar estar con él, cuenta a la AFP en el campamento de Lhokseumawe, en la provincia de Aceh, donde desembarcó. Sigue esperando pasar.
Escaparse
Para escapar de los campamentos en Bangladés, hace falta pagar un adelanto que puede alcanzar el equivalente a 2.000 dólares. Normalmente los paga el marido de una refugiada o un familiar en Malasia, a través de una aplicación bancaria móvil.
Después los candidatos al viaje reciben una llamada de teléfono.
“Me llamaron al cabo de unos días y un hombre nos pidió que fuéramos a la parada de los rickshaws del mercado principal del campamento”, cuenta Julekha Begum, de 20 años, que se casó con un rohinyá de Malasia por videoconferencia.
Los traficantes suelen contratar a conductores de rickshaws para hacer pasar a los refugiados en los puestos de control mediante un soborno.
Después de varias horas llegan a uno de los puntos de la costa donde se juntan miles de barcos pesqueros que zarpan por la noche.
Los rohinyás esperan a que una de estas embarcaciones se llene. Los llevan entonces a barcos mucho más grandes en alta mar, a veces arrastreros de dos pisos con capacidad para más de 1.000 pasajeros.
Estos barcos están equipados con GPS, teléfonos móviles y reserva de agua y alimentos. Ponen rumbo a Malasia y en el camino reciben provisiones de pequeñas embarcaciones.
“Muchos barcos de pesca llevan actualmente personas a alta mar donde grandes barcos esperan a las víctimas” de este tráfico, describe un comandante de policía del campamento de Cox’s Bazar, Hemayetul Islam.
Pero “cuando vamos a inspeccionar estos barcos, vemos redes y material de pesca. Es muy difícil para nosotros distinguir entre los verdaderos pescadores y los traficantes”, añade.
Los refugiados rohinyás entrevistados por la AFP dicen que les prometieron que llegarían a Malasia en una semana. En realidad los que llegaron tardaron meses.
Los refugiados que llegaron a Indonesia dicen que los golpearon, torturaron, recibieron raciones que apenas les llegaban para sobrevivir y que después los secuestraron para obtener más dinero de sus familiares.
Según varios testimonios, los refugiados estuvieron cautivos a bordo de grandes barcos frente a la costa de Malasia antes de ser trasladados a barcos más pequeños. Solo desembarcaban si alguien pagaba el rescate.
Los traficantes “golpean a la gente si los familiares no pagan o no pueden pagar más”, describe Asmot Ullah, un joven de 21 años que desembarcó en septiembre en Lhokseumawe (Indonesia).
Otro, Mohammad Nizam, dice que no le dejaron subir a un barco pequeño porque no podía pagar más. “Pedían más dinero de lo acordado, pero mis padres no podían pagar”, explica el joven de 25 años. Pero “si pagabas más te llevaban a Malasia”.
Según las autoridades, un barco de unos 1.000 pasajeros clandestinos puede generar hasta tres millones de dólares a los traficantes.
Falso “rescate”
Era junio. Primero los pescadores indonesios afirmaron que habían rescatado un barco que transportaba alrededor de 100 rohinyás.
Pero este supuesto “rescate” era en realidad una operación organizada por los traficantes, para esquivar los estrictos controles en Malasia, afirmaron posteriormente las autoridades indonesias y los pescadores.
“Esta historia de que los pescadores encontraron (a los refugiados) después de que su barco volcara es una invención”, explica el director de la policía criminal de Aceh, Sony Sanjaya.
“Pero no llegaron aquí por casualidad”.
Una vez en Indonesia, los traficantes esperan llevar clandestinamente a los rohinyás a Malasia a través del estrecho que separa los dos países, según las autoridades locales. En la práctica, la mayoría queda bloqueada en el campamento de Lhokseumawe.
Tres pescadores de esta localidad fueron detenidos en octubre junto con otros traficantes tras el desembarco de junio.
Preguntados por la AFP en la celda donde están detenidos en Aceh, estos hombres afirman que un rohinyá que vive en Indonesia -también arrestado- los reclutó para alquilar una embarcación e ir a buscar un barco lleno de refugiados.
Los traficantes proporcionaron a los pescadores las coordenadas en el mar de los refugiados y les dijeron que, como señal, mostraran paquetes de cigarrillos, según la policía.
“Necesitaba desesperadamente dinero, así que acepté este trabajo”, dice Faisal, uno de los pescadores, padre de seis hijos.
Compasión, codicia
En los campamentos de Bangladés, los que dirigen los hilos de estas redes clandestinas de traficantes, estrechamente vinculados al narcotráfico, intervienen por una mezcla de compasión, desesperación y codicia.
La región es un eje de fabricación de yaba, una especie de metanfetamina barata popular entre los pobres de Tailandia y en otras partes del sudeste asiático.
La AFP habló con un rohinyá de 25 años, nacido en uno de los campamentos más antiguos y que comenzó a trabajar a los 14 años para uno de los jefes de bandas de su comunidad.
“Trabajé para él durante dos años y logré hacer pasar al menos 200 rohinyás a Malasia, lejos del horror de estos campamentos”, explica Mohamed, que solo quiere ser identificado por su nombre. Encontrar candidatos para el viaje le permitía ganar unos 500 dólares al mes.
Las fuerzas de seguridad de Bangladés mataron a su jefe y desde entonces ha estado buscando la manera de reanudar su actividad como intermediario para ganarse la vida. “Estoy buscando una oportunidad y si no volveré a empezar utilizando mis propios contactos en el extranjero”, asegura.
Para otros rohinyás involucrados en el tráfico en Cox’s Bazar, es un deber moral.
“Es ayuda humanitaria, no un crimen”, afirma Mohamad Taher, de 34 años, responsable de organizar la huida de refugiados en rickshaw a través de los puestos de control, hasta los primeros barcos.
“Si alguien quiere salir de este infierno, como hermano mayor compasivo, creo que es mi deber ayudarlo”.