En una trinchera en el frente, a través de la aspillera se ve en el horizonte un campo de hierba quemada por el sol, alambradas y una hilera de árboles. El territorio enemigo, Azerbaiyán, está ahí, a menos de cien metros.
La tarde está en calma en esta parte de la línea del frente de Nagorno Karabaj.
En otras zonas, Armenia y Azerbaiyán han reanudado los bombardeos, cada uno acusando al otro de haber violado una nueva tregua humanitaria.
En la trinchera, toca relevo.
Kalashnikov en mano, un soldado de la unidad separatista armenia comienza su turno de guardia, tras haber subido algunos escalones para acceder al estrecho puesto fortificado de observación.
En el reducido espacio, sólo hay sitio para un hombre, de pie, con la mirada fija en el territorio hostil.
En otro puesto de guardia, se ven algunos casquillos de kalashnikov por el suelo, señal de que se dispararon balas recientemente.
“La noche [del sábado al domingo] fue relativamente tranquila. Pero el espíritu de combate y la moral de los soldados son muy buenos”, asegura el mayor Vladimir Nazlukhanyan, comandante de la unidad. Por razones de “seguridad”, pide a los periodistas de la Agence France-Presse que no mencionen el lugar donde están apostados.
La trinchera en forma de V, de unos tres metros de profundidad y bastante amplia, fue construida justo después de la primera guerra (1988-1994) con Azerbaiyán, que intenta recuperar esta región poblada mayoritariamente por armenios, que se separó hace treinta años.
Hileras de cemento recubren el sinuoso camino. Los bordes del laberinto son de tierra, a veces reforzados por grandes neumáticos apilados.
La zona de acantonamiento, bien ordenada, es de piedra. En un pequeño búnker hay instaladas algunas camas de hierro con colchones y sacos de dormir, donde descansan los soldados tras las guardias.
Fuera, justo al lado, toallas y camisetas secan sobre una cuerda. Una cacerola limpia se encuentra junto a un fregadero incrustado en una mesa de piedra.
Soldado a los 61 años
Alambres espaciados, con botes de conservas oxidadas enfilados en vertical como perlas, cuelgan de principio a fin de la zona ocupada por la unidad. Una especie de cascabel de advertencia.
A la salida de algunos túneles, hay dispuestos bustos de maniquíes en los lados, ataviados con chaquetas militares. Uno de ellos es el de una mujer, con gafas de sol, gorro color caqui, pintalabios y chaqueta bastante desabrochada.
La mayoría de los soldados son jóvenes, desde 18 años.
Lendrush Geghamian, con 61 años, es sin embargo la excepción. Jubilado, combatiente voluntario llegado de Ereván, luce chaqueta militar, barba y pelo gris, y zapatos negros de ciudad poco lustrosos.
“Combato a los azerbaiyanos desde los años 90. Y de nuevo, lucho contra ellos. Sus pies malvados no pisotearán nuestra tierra Armenia”, asevera.
“Da igual de cuántos países hagan llegar mercenarios. Nadie puede vencer a un soldado armenio […] Nadie puede entrar en nuestro suelo armenio”, añade, con una penetrante mirada.
Pero lo que más temen los soldados son los drones, como el que acaba de sobrevolar la zona, que les ha obligado a ponerse a cubierto.
“Los llamamos los ‘kamikazes’, los que detectan objetos en movimiento, se acercan y explotan al tocar el blanco, dispersando pequeñas bombas”, explica el soldado Armen Assatrian, de 18 años.
“La mayoría de las víctimas son causadas por estos drones. La mayoría de las operaciones [de Azerbaiyán] durante esta guerra se hacen con drones”, añade.
En la parte de acantonamiento, encima de las cajas de municiones, un pequeño santuario alberga varias cruces armenias, una vela, y una oración impresa sobre una especie de pergamino.
“Nuestros soldados están listos psicológicamente y profesionalmente para contraatacar”, insiste el mayor Vladimir Nazlukhanyan.