En la mañana del 6 de agosto de 1945, Keiko Ogura, que entonces tenía ocho años, fue sacada de su sueño por una mano en el hombro. “¡Keiko! Necesito hablar contigo”, le susurró su padre. La niña abrió los ojos con pena: acababa de pasar una noche terrible. Ella y toda su familia habían tenido que dormir en un refugio antiaéreo, los ataques de la aviación estadounidense no habían parado en toda la noche. “Keiko, prefiero que no vayas a la escuela hoy. No es seguro. Tengo un mal presentimiento…”, le dijo su padre.
La niña dejó el refugio para volver a casa. Al llegar, a las 8:15 de la mañana, fue cegada por “un inmenso resplandor blanquecino –metálico– que cruzó el cielo. Hubo una gigantesca explosión, tan fuerte que la tierra tembló. Entonces una terrible explosión me tiró al suelo. Mi cabeza golpeó una roca. Me desmayé”.
Un silencio de muerte, una ciudad devastada
Keiko estaba precisamente a 2,4 km del punto de impacto de la bomba atómica. Cuando recuperó la conciencia, vio que todo a su alrededor estaba devastado. “Casas de madera habían sido voladas en pedazos. Árboles habían sido arrancados. Empezaba a quemarse por todas partes. Sobre todo, no había ni un sonido, como si la vida se hubiera detenido. ¡Y estaba todo muy oscuro, aunque fuéramos en pleno día! Estaba aturdida, no podía levantarme.”
Un poco más tarde, Keiko oyó gritos: “¡Mamá! ¡Mamá!”. Era su hermano mayor llegando a casa en pánico. “Esa mañana, él y otros niños de la escuela estaban fuera cosechando papas en un campo no muy lejos de nuestra casa. Me dijo que escuchó un bombardero B29 acercándose y luego lo vio soltar una bomba. Se tiró al suelo antes de que explotara, lo que le salvó la vida: se quemó pero sólo por la espalda, así que logró levantarse. En el camino a casa, me dijo, vio ‘una horrible nube en forma de hongo’ elevándose en el cielo. Entonces, rompiendo a llorar, gritó: ‘¡Mi pequeña Keiko, todo nuestro pueblo está en llamas! ¡Hiroshima está devastada!’. Estaba completamente aterrorizada”.
En las horas que siguieron, los habitantes del centro de la ciudad huyeron, y muchos se dirigieron hacia el barrio donde vivía la familia Ogura, situado al pie de una colina. “La mayoría de la gente tenía heridas y quemaduras terribles. Era horrible. Huían en silencio. Todo lo que podías oír eran sus gemidos. Y esas palabras, también, que volvían siempre: ‘¡Agua! ¡Agua!’. Fui al pozo de la casa a buscar agua. Dos de los heridos murieron ante mis ojos mientras bebían el agua que les acababa de traer. De hecho, nunca hay que dar de beber a las víctimas de quemaduras: puede ser fatal. ¡Pero no lo supe hasta mucho más tarde! En ese momento, no lo sabía: ¡era sólo una niña! Así que, pensando que estaba haciendo lo correcto, maté a esos hombres que intentaba ayudar. Tuve pesadillas sobre eso durante años…”.
Un tema tabú, un fuerte estigma
En total, el bombardeo de Hiroshima y luego de Nagasaki tres días más tarde les costó la vida a 214.000 personas, la gran mayoría de ellas civiles. Siete décadas después, Keiko Ogura, ahora de 83 años, todavía recuerda el olor del “humo negro que cubrió la ciudad durante mucho tiempo, con todos los restos por quemar y las piras funerarias erigidas por todas partes. En tan sólo dos días, en la pequeña plaza al lado de nuestra casa, mi padre y los vecinos se despidieron de 700 personas del barrio que habían muerto por la bomba atómica”.
Keiko también vio morir a muchos de sus parientes, incluyendo a su hermano mayor, al que quería tanto. Pero ella se salvó. “¿Por qué no morí ese día? ¿Y por qué no pude salvar a nadie? Estas dos preguntas me atormentan”, dice la octogenaria. Sintió durante mucho tiempo “un inmenso sentimiento de culpa” por haber sobrevivido a la bomba.
Hablar de ello, poner palabras a sus sentimientos ciertamente la habría ayudado. Pero eso no fue posible. “En primer lugar, durante la ocupación estadounidense, las víctimas de los bombardeos atómicos fueron silenciadas por la censura militar: era realmente el tema tabú por excelencia. Luego, cuando la ocupación terminó, muchos de los sobrevivientes prefirieron callarse: hablar era arriesgarse a ser estigmatizados”.
Porque la mayoría de los “hibakushas” –como se llama a los sobrevivientes de los bombardeos atómicos en japonés– fueron acusados de dramatizar su estado de salud para poder beneficiarse de la ayuda estatal. También se decía que eran incapaces de dar a luz a niños sanos. Su descendencia sufriría inevitablemente las secuelas de su irradiación: malformaciones, riesgo de cánceres, etc. Como resultado, muchos sobrevivientes del bombardeo nunca lograron casarse.
“Una fuente de preocupación constante”
Sin embargo, Keiko Ogura logró hacerlo y tuvo dos hijos, que más tarde la convirtieron en abuela. Pero “durante todo mi embarazo, me consumía la ansiedad”, recuerda. “¿Mis hijos iban a nacer normales? ¿No iban a terminar con cáncer o leucemia… por mi culpa? Quiero decir, ¿a causa de mis radiaciones atómicas, en agosto del 45? Hasta el día de hoy, es una fuente de preocupación constante para mí, en relación con mis nietos”.
Para Keiko Ogura, eso es precisamente lo que hace que las armas nucleares sean “éticamente inaceptables”. Porque repercuten no sólo en la salud de quienes han sido víctimas de ellas, sino también, potencialmente, en la salud de todos sus descendientes. “Es una carga que condena a generaciones enteras a la angustia”, resume la anciana.
El hecho de que, 75 años después, estas armas aún no hayan sido prohibidas en todo el mundo la “aterroriza” y “desespera”. El propio Japón, debido a que vive bajo la protección del paraguas nuclear de su poderoso aliado norteamericano, se niega a firmar el tratado de la ONU de 2017 para la prohibición global de las armas atómicas. “Me enoja muchísimo”, reacciona Keiko Ogura.
Las encuestas muestran que seis de cada diez japoneses quieren que Tokio ratifique el tratado. Pero sólo el 5% de los sobrevivientes de Hiroshima y Nagasaki creen que las armas nucleares serán prohibidas antes de que fallezcan.