En menos de dos semanas, Daniel Ortega expulsó de Nicaragua a la embajadora de la Unión Europea (UE), rompió relaciones con los Países Bajos y vetó el ingreso del nuevo embajador de Estados Unidos.
Insultó al subsecretario de Estado Brian Nichols, arremetió contra el presidente Gabriel Boric por haber pedido en la ONU la liberación de más de 200 presos políticos, y abrió una nueva grieta en las tensas relaciones con la Iglesia Católica al llamarla “dictadura perfecta”, apenas días después de que el papa Francisco revelara que estaba “dialogando” con el régimen sandinista.
Irracional para algunos, mesiánico para otros, Ortega cumplirá 77 años de edad gobernando un país donde ha impuesto el silencio tras aplacar a sangre y plomo la revuelta social de 2018, dejando más de 300 muertos, miles de heridos y al menos 100.000 exiliados. En Nicaragua, el terror de ser llevado preso por alzar la voz, domina hoy la vida cotidiana de miles de personas.
¿Por qué el interés de Daniel Ortega y su mujer, la vicepresidenta Rosario Murillo, de enfrentarse con Estados Unidos y los países de Europa? ¿Por qué el mundo “deja hacer” a Ortega y nada lo detiene? Deutsche Welle conversó al respecto con el analista político Manuel Orozco, director de Diálogo Interamericano (DA), un foro de expertos con sede en Washington y dedicado al análisis de las relaciones internacionales.
DW: ¿A qué apuesta Ortega? Por qué esa estrategia de autoaislamiento y radicalización?
Manuel Orozco: Daniel Ortega y Rosario Murillo apuestan a mantener el poder político en Nicaragua de forma indefinida.
Sin embargo, esta perspectiva autoritaria está acompañada de una perspectiva totalizante, similar a la de los regímenes dictatoriales de la Guerra Fría, que más muestra señales de una talibanización del país, toda vez que reprime, elimina el pluralismo e impone prohibiciones sobre libertad de expresión, asociación y movimiento.
El aislamiento internacional es consistente con esa ideología totalizante porque le permite cortar todo tipo de condición, compromiso u obligación con el mundo, ya sea sus compromisos internacionales en materia de derechos humanos, como en cuanto al comercio exterior.
De esta forma, Ortega evita mantener comunicación con el mundo y aísla a Nicaragua de la condena internacional.
¿Qué papel juegan las alianzas de Nicaragua con Rusia, Irán y China? ¿Se atiene Ortega al apoyo que cree podría recibir de esos gobiernos, al punto de llegar a prescindir de Occidente?
Las alianzas son pragmáticas, métodos utilitarios para sostener el control político con otros Estados que generan ruido a Estados Unidos. Rusia es un país cuya conducta internacional sigue esquemas de la Guerra Fría, toda vez que Putin obsesivamente no suelta el nacionalismo ruso como razón de ser del expansionismo.
China es una amenaza comercial para Estados Unidos, pero un irritante en América Latina y el Caribe. Irán es el entorno ideológico que alimenta el extremismo antinorteamericano en la era global.
En conjunto, estos tres aliados son un símbolo de antiimperialismo. No representan una alianza real, excepto que, en el caso ruso, la vinculación militar de Nicaragua con Rusia altera parcialmente el balance de poder.
Aunque estas alianzas son oportunistas, la selección de esos países coincide con la perspectiva antagónica de Daniel Ortega, su resentimiento al modelo de vida moderno en la era global y su filosofía de una vida sin libertad de expresión, asociación, credo o movilización.
Muchos se preguntan por qué la comunidad internacional parece paralizada frente a la tragedia nicaragüense. ¿Por qué nadie puede poner freno a Daniel Ortega?
Nicaragua se ha convertido en otro ejemplo de los retos que supone esta era de cooperación compleja, y en medio de una dinámica global polarizante.
Nicaragua está hoy representada por una élite gobernante que ha criminalizado la democracia y ha utilizado el populismo económico y el uso de la fuerza. Y el resultado es que los actores internacionales han sido golpeados por la magnitud de la represión que genera el régimen, y la respuesta proporcional requiere de mucha movilización y coordinación global, lo que resulta difícil.
Hay en medio de esto un aspecto generacional entre quienes manejan la política exterior y es que muchos no provienen del espectro de la Guerra Fría; en aquella época la defensa moral del modelo de vida occidental, la defensa militar y lo económico eran las tres herramientas a mano. En la medida en que la globalización avanza, lo económico y el multilateralismo se han convertido en una de las fuentes más importantes de presión política.
La defensa moral del modelo de vida ha sido cuestionada por muchos y esta generación está enfrentado dificultades para defender la democracia como forma de vida. Sin embargo, muchos socios económicos y multilaterales son Estados no cooperativos, como las dictaduras, y hace más difícil el trabajo de presión internacional desde adentro.
La era del poder blando requiere de un fuerte liderazgo con carácter moral que muestre firmeza en defender el modelo de vida democrático y la habilidad para usar las presiones económicas y multilaterales para corregir la conducta del Estado paria. Los Estados democráticos están ‘despertándose’ ante esa realidad y poco a poco están reaccionando.
Para ellos, se convierte en un tema contradictorio suspender la cooperación a un país, y Nicaragua es el gran ejemplo, como lo ilustra la ambigüedad en cuanto a por qué no penalizar a Ortega utilizando mecanismos comerciales regionales.
¿De qué depende que aumente la presión internacional sobre Nicaragua, en momentos en que Europa y Estados Unidos tienen puesta su mirada en conflictos mayores, como la invasión rusa a Ucrania o la amenaza nuclear de Corea del Norte?
La presión internacional depende de la precisión del enfoque que se adopte y el propósito. El propósito no es botar al régimen, sino que coopere, y la precisión es difícil de abordar porque se requiere conocer con certeza cuáles son los factores que pueden debilitar al círculo de poder, e intervenir con herramientas que hagan eso.
Excluir a Nicaragua del CAFTA (el tratado comercial de Estados Unidos-Centroamérica) no necesariamente es la solución.
Sanciones sí, pero a otros niveles, institucionales; los préstamos internacionales, sí. La presión de la disidencia interna, también; la lucha contra la desinformación y la censura también.
Pero ante la ausencia de una oposición organizada en Nicaragua, la comunidad internacional carece de una contraparte con la que pueda hacer contrapeso, y esa es la paradoja de todo esto.