La confianza en la democracia se debilita en América Latina; así como avanza el autoritarismo. No obstante, hay motivos de esperanza para el año próximo, según expresa la jefa del departamento de América Latina de la Deutsche Welle, Uta Thofern.
Antes que nada, digámoslo: a los dictadores de la región les va estupendamente.
En Nicaragua, Daniel Ortega iniciará su quinto período de gobierno, tras haber encarcelado a casi a totalidad de la oposición antes de las elecciones y haber acallado al resto. En Cuba, Miguel Díaz-Canel resistió el chaparrón de las inesperadas protestas de mediados de año y logró sofocar otros intentos. Para quienes no están a gusto en la isla, el amigo Ortega ofrece últimamente libre visado; un gesto al estilo Lukashenko, porque la idea es, naturalmente, que los que huyen de Cuba incrementen la presión migratoria en Estados Unidos. Y ahí está también Venezuela, donde el gobernante Nicolás Maduro puede contemplar satisfecho cómo la oposición se desmonta a sí misma. El Parlamento elegido democráticamente en 2015 acaba de autoconcederse una prórroga y volvió a confirmar el mandato del presidente interino, Juan Guaidó. Pero su legitimidad se resquebraja e importantes representantes de la dividida oposición le retiraron su apoyo. Quienes respaldan a Guaidó en Estados Unidos y la Unión Europea sólo pueden esperar que el tema concite poca atención, porque su fracaso sería también un fiasco para ellos.
De todos modos, potenciales o autodesignados dictadores como el presidente salvadoreño, Nayib Bukele -quien entretanto cambió en su cuenta de Twitter ese autoconferido título por el de “CEO”- ya no dan importancia a opiniones vertidas en Europa o Estados Unidos. Bukele, con sus ínfulas machistas, sigue disfrutando de gran popularidad en El Salvador. Aún cuando su introducción del Bitcoin causó protestas, el socavamiento de la división de poderes no llamó tanto la atención.
También en América Latina, el así llamado Occidente constata con una frecuencia cada vez mayor que sus propuestas ya no son tan irresistibles y sus amenazas ya no surten tanto efecto. Dictadores, autócratas, cleptócratas y otros que quisieran serlo, disponen de otros interlocutores, como Rusia y China. Son países que no se interesan por los derechos humanos, la democracia o el Estado de derecho. Países que saben ocultar hábilmente su propio autoritarismo planteando críticas a voz en cuello o poniendo en duda la integridad de la comunidad valórica occidental. Críticas que, por lo demás, a menudo son justificadas; a fin de cuentas, también en las democracias se cometen tremendos errores. Pero, a diferencia de lo que ocurre en Rusia o en China, en las democracias los gobiernos pueden ser desbancados en elecciones.
Y, mientras el sistema social estadounidense sufre una creciente presión migratoria que fomenta la polarización, ni Rusia ni China tienen motivo para temer verse sometidos a semejante prueba. Nadie quiere irse para allá.
Pese a todas las críticas que se pueda hacer a los Estados Unidos, ese es el destino soñado para los latinoamericanos que huyen de la violencia, la injusticia social y la falta de oportunidades. Demasiada gente ha perdido en los últimos años y décadas la esperanza de poder generar cambios positivos en su propio país.
Tanto más potente parece la señal emitida por Chile durante los pasados días (y meses): en una democracia, una sociedad civil despierta puede cambiar muchas cosas; en una democracia, es posible un cambio de gobierno pacífico; una democracia puede incluso dotarse de una nueva Constitución. Lo ocurrido en Chile refuta no solo las dudas en torno a la democracia chilena, sino también aquellas en torno a la capacidad de funcionar de los sistemas democráticos en sí.
El recién electo presidente Gabriel Boric ha demostrado que se puede transformar las protestas en política. Al reconocer rápidamente su triunfo electoral, sus adversarios demostraron lo que es el decoro democrático. La población chilena demostró, con su elevada participación, que se ha sacudido la resignación. Y el resultado de los comicios demuestra que participar vale la pena.
Naturalmente, también Boric tendrá que someterse al examen de la realidad, porque tendrá que luchar a diario por lograr mayorías para llevar a cabo su política. También la nueva Constitución debe ser aún redactada y sometida a referéndum. Los procesos democráticos son más lentos que las decisiones relámpago de los autócratas, pero son más sostenibles.
También la democracia colombiana se suele poner en tela de juicio, y hay buenos motivos para dudar de los valores de algunos representantes de la clase política. Sin embargo, están dadas las bases para efectuar cambios por la vía electoral. Colombia conoce la alternancia pacífica en el poder y el presidente Iván Duque es leal a la Constitución. No desbarató el acuerdo de paz con las FARC sino que lo siguió implementando, aunque en forma vacilante e imperfecta.
Las elecciones parlamentarias y presidenciales de 2022 podrían convertirse en un nuevo plebiscito sobre cómo seguir actuando con el acuerdo de paz, que aún carga con el lastre del fallido referéndum de 2016. Estos comicios también podrán dar voz y mandatos a la parte pacífica del movimiento social de protesta de los últimos meses, y demostrar así que la violencia no es un requisito para el cambio.
Brasil será el siguiente test para la democracia que, bajo el gobierno del presidente ultraderechista Bolsonaro, tan autocrático como impredecible, se ha mostrado capaz de sobrevivir. Los comicios parlamentarios y presidenciales de octubre de 2022 demostrarán cuán fuertes son las corrientes democráticas y qué influencia tiene la sociedad civil. El expresidente izquierdista Luiz Inácio “Lula” da Silva tiene buenas posibilidades, en vista de sus alianzas con otros sectores políticos, pero ya no representa un verdadero nuevo impulso. Sin embargo, Lula podría velar, como hombre de transición, por un refortalecimiento de la fe en la democracia en Brasil.
Probablemente los brasileños tengan que ir otra vez más a las urnas para obtener una política que plantee alternativas a la disyuntiva entre el “Estado benefactor” o el “capitalismo depredador”, y proporcione al país un modelo económico sostenible y autosustentable.
En la última década, más de dos millones de brasileños dejaron su país, como millones de otras personas, ya sea de México, Honduras, Guatemala, Haití, o de dictaduras como Venezuela, Cuba y Nicaragua. En situaciones difíciles, que se aguarde en espera de cambios es pedir demasiado. Generar cambios es arduo y toma tiempo. Pero en una democracia eso es más factible que en una dictadura.