La migración no tiene por qué ser una tragedia. Pero, en nuestro continente, lo es a causa de sus dirigentes. El drama migratorio que padece América Latina es el resultado de una desafortunada conjunción: un puñado de autócratas y una banda de políticos incapaces que, por estos días, conducen al descalabro los destinos de la región.
Los primeros responsables son los dictadores. Son apenas tres, confesos y descarados, pero hacen un daño descomunal. Me refiero a Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Miguel Díaz-Canel.
Sus regímenes han plagado a Venezuela, Nicaragua y Cuba de terror, miseria y violencia. Sus ciudadanos andan regados por el continente como huérfanos, sin un Estado que los represente ni los asista en sus necesidades más elementales.
Algunos no pueden obtener ni siquiera un pasaporte, viendo vulnerado uno de los derechos humanos más fundamentales: la identidad. Sin papeles, sin títulos apostillados, sin ahorros ni planes, se van profesionales y obreros a repartir comida en bicicleta para sobrevivir en Lima, Santiago o Buenos Aires.
Fracaso y corrupción de los gobiernos
Esos tres bandidos, primeros tiranos del nuevo milenio, son el origen del drama de millones de latinoamericanos. Pero los déspotas no son los únicos culpables. El fracaso de los gobiernos de América Central, henchidos de corrupción e incapaces de contener el imperio de las pandillas, empuja a miles de familias a buscar la ruta hacia el norte.
A eso se suma en Sudamérica otro rosario de incompetentes. La élite política ecuatoriana, preocupada por proteger sus privilegios históricos, no logra revertir el desempleo y frenar la pobreza. Las luchas por el poder en Perú sumen a un país maravilloso en una sempiterna inestabilidad.
Bolivia, el legado del masismo, ahora heredado por Luis Arce, en lugar de ofrecer soluciones se ha enfrascado en una cacería de brujas para limpiar la reputación de Evo y escribir en la historia que sí hubo un golpe de Estado, aunque esto será siempre mentira.
En Colombia, la administración de Iván Duque, si en algo tuvo éxito, fue en bombardear el Acuerdo de paz. A cinco años de la firma, los colombianos transitan entre reportes de violaciones de derechos humanos, más de 90 masacres en 2021, cientos de activistas, exguerrilleros y líderes sociales asesinados, y cuatro atentados terroristas en los últimos seis meses.
Cierre a la migración legal
Lo anterior ofrece un resultado: miles de sudamericanos andan, con sus morrales a cuestas, buscando la frontera con Estados Unidos. A esto se suma una última desdicha: he conocido migrantes a los que, tras ocho años viviendo en Chile, nunca les dieron un permiso de residencia ni condiciones para que se establecieran, estudiaran o trabajaran.
Al otro extremo del continente, he conocido migrantes en México a quienes les piden sobornos de hasta dos mil dólares para otorgarles una visa. En conclusión, de punta a punta, los gobiernos de la región le cierran la puerta a la migración legal. En ese sentido, Colombia es una excepción admirable, regularizando a cientos de miles de venezolanos indocumentados.
Por lo demás, las trabas burocráticas de los Estados, la mezquindad imperdonable de los xenófobos y la aporofobia de los insensibles, impulsa a esta ola de desfavorecidos a emprender una aventura monumental: atravesar la aridez de Atacama, sobrevivir violaciones y bestias salvajes en el temible Tapón del Darién, internarse en las fauces de pandillas criminales y bandas traficantes de personas en América Central y México. Todo para llegar al río Bravo y toparse con la hermética patrulla fronteriza.
La mayoría no logra cruzar. Pero algunos sí lo hacen, y esa victoria de pocos alimenta el sueño de todos los demás, convenciéndolos de que sí vale la pena arriesgar la vida por llegar a Estados Unidos, porque allá estarán mejor, porque allá serán felices, porque allá los espera el mañana. Porque, a causa de nuestros gobiernos, nada puede haber peor en el mundo que ser migrante en América Latina.