Seamos honestos: nadie debió esperar que la firma del Acuerdo de paz hace cinco años diera lugar a un proceso perfecto. Que no se asuma esto como una defensa a quienes han incumplido lo pactado, sino como una reivindicación inexorable a la paz, que a pesar de sus flaquezas es la única alternativa posible para Colombia.
Difícilmente haya procesos de paz en el mundo que puedan dar cuenta de la rendición absoluta de las armas por parte de los guerrilleros. Cierto, quedaron grupúsculos rebeldes que no se apegaron a lo negociado, y luego, en el camino del Acuerdo ya firmado, emergieron disidencias y voces belicosas retomando los fusiles en el nombre de la Segunda Marquetalia.
Pero nadie puede olvidar la entrega admirable de casi nueve mil armas por parte de las FARC. Nadie puede ignorar las desmovilizaciones de los ahora excombatientes, quienes creyendo en el fin de la guerra dejaron sus trincheras para buscar una vida civil. De acuerdo con la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos, 9 de cada 10 exguerrilleros se han acogido al proceso de reinserción social.
Algunos fundaron un partido para continuar la lucha política, ahora sobre las bases del juego democrático, y ya tienen presencia en el Congreso. Todo eso forma parte de un Acuerdo que sí le ha ofrecido a Colombia una tregua. No digamos la paz inmaculada que esperaba la mayoría, pero sí un país sin carreteras militarizadas, sin el fantasma perenne del secuestro y el horror de los campos minados. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas ha felicitado a Colombia por los progresos en la implementación, y la Misión de Verificación de ese mismo organismo confirma que hay avances importantes.
No obstante: la guerra no ha terminado, solo está en pausa. La afirmación de que el conflicto armado sigue siendo una realidad en el país subraya, como su prueba más dolorosa, los casi 300 excombatientes que han sido asesinados desde la firma del Acuerdo. Es cierto que, para ellos y sus familiares, el pacto no sirvió. Pero esa es solo la cifra más visible de una serie de incumplimientos que, al cabo de cinco años, han fragilizado la paz.
La reforma rural, uno de los hitos del Acuerdo, no se ha cumplido. Un reciente informe de la Secretaría Técnica del Componente Internacional de Verificación determinó que, desde 2016, solo se han entregado 7,8% de las tierras prometidas a los campesinos víctimas del conflicto. El documento establece que para 2028 se habrán entregado 3 millones de hectáreas. Pero al ritmo actual, llegada la fecha apenas si se superará el 21% de lo estimado. Y esto es fundamental, pues la tenencia de la tierra ha estado desde la génesis en el corazón de la guerra colombiana.
La restitución de tierras a los desplazados también deja cuentas pendientes: sí, comunidades enteras reciben de vuelta los predios que alguna vez les fueron arrebatados, pero el Estado se los devuelve sin proyectos, sin escuela, sin farmacias ni dispensarios, y con unas carreteras insufribles que hacen inviable cualquier forma de comercio con las zonas urbanas. Así no hay progreso.
La violencia sigue siendo un actor importante en el país. Pero no es todo culpa de un Acuerdo cumplido a medias. La firma la hizo el Estado con las FARC, y no se debe olvidar que, además de esa extinta guerrilla, hay decenas de grupos irregulares generadores de violencia que cohabitan a lo largo del territorio nacional.
Con ellos no se negoció nada. Esa es una violencia que nada tiene que ver con el documento que se firmó el 24 de noviembre de 2016: un texto difícil de redactar, que sufrió un descalabro histórico en el plebiscito de octubre de ese mismo año, que un quinquenio después se tambalea, a veces se fortalece, siempre se politiza, pero que más allá de sus vaivenes está obligado a funcionar, porque, sin dramatismos, es la única esperanza de paz durable para Colombia.