El impacto que la pandemia de COVID-19 ha tenido en la economía sudamericana, una de las más afectadas del mundo, es la principal fuerza que empuja a miles de migrantes -principalmente haitianos pero también cubanos, venezolanos y extracontinentales- a cruzar la peligrosa jungla del Darién.
En el pasado mes de junio, fueron 11.000 los migrantes registrados por Panamá llegados al país desde Colombia tras atravesar una jungla en la que arriesgan la vida sorteando montañas y precipicios, barro y caídas continuas o súbitas crecidas de ríos, a lo que se suma la presencia de grupos criminales que les asaltan y les violan.
Ante esta situación, Médicos Sin Fronteras (MSF) inició actividades el mes de mayo en Bajo Chiquito, la primera población panameña a la que llegan los migrantes una vez superado el Darién y en las cercanas Estaciones de Recepción Migratoria (ERM) organizadas por Panamá en San Vicente y Lajas Blancas.
De allí surgen los siguientes relatos del camino, que la ONG recopila.
“La selva te envuelve, no te quiere dejar ir”
Juan es un cubano de 59 años. Su familia sigue en La Habana. Salió de Cuba hace 3 años y trabajó en Brasil y Uruguay. “En la siembra, en la construcción, como chófer. Pero la situación económica y el ser migrante, que te atropellan, me decidieron a salir hacia Estados Unidos (EEUU)”.
No esperaba lo que se encontró en el Darién.
“Éramos un grupo de unos 20. Caminas de las cuatro de la mañana hasta las siete de la noche, siempre embarrado, los pies siempre mojados, con arena, no te quitas las botas y acabas sin poder caminar. Hay montañas enormes, la Loma de la Muerte, inmensa. Hay ramas por todas partes, mojadas, te resbalas todo el rato, precipicios y barrancos, ríos, rápidos y crecidas súbitas, animales que escuchas toda la noche…”.
Juan llegó a Bajo Chiquito, hambriento, sediento, con los pies destrozados y la piel comida por insectos. “Te lo advierten desde EEUU, ‘no lo hagas, es terrible’. Pero la necesidad está y entonces piensas, si él lo ha hecho, ¿por qué no voy a poder hacerlo yo? Pero de verdad, no lo hagan, es terrible”.
Nadine, dominicana de 40 años, viajó desde Chile acompañada de su hija de seis años y de su compañero. “La vida en Chile, sin papeles, es muy difícil. Yo trabajaba en una residencia de ancianos, pero se hacía cada vez más difícil. Pensamos que cruzar el Darién sería cuatro días. Fueron once. Te quedas sin fuerzas. No puedes avanzar. Ves cómo los ríos se llevan niños, familias, mucha gente muere”.
Oscar, colombiano afincado en Bolivia, de 40 años, corrobora: “tengo que ayudar a la familia, mi padre está enfermo. Pero esto es una pesadilla con 1.001 demonios. He visto un niño arrastrado por el río, se soltó de las manos de sus padres. He visto muertos, ahogados, cuatro. He olido cadáveres en descomposición barranco abajo”. Oscar anduvo 14 días perdido en el Darién, siguiendo los rastros de grupos anteriores, “pero es confuso, te desorientas”.
“La selva te envuelve, es como si no quisiera dejarte ir, no sabes qué camino elegir, cuál será el bueno, eliges uno y al rato vuelves a estar donde saliste. No te suelta, no te quiere dejar ir”.
El venezolano Alejandro, de 49 años, salió hace tres meses de su país. En Colombia, en Medellín, comenzó a considerar la posibilidad de migrar al norte. Tardó diez días en cruzar la selva y en el trayecto hizo amigos, de los que se separó y que ahora espera, con ansiedad, ver llegar vivos a Bajo Chiquito.
Tamara es de Haití. Tiene 39 años y está embarazada de seis meses. Con la pandemia, no le queda otra que migrar al norte y, con su marido y cuñados, pensaron que lo hacían con todas las garantías: pagaron 2.600 dólares para que una agencia los llevara a EEUU. Les enviaron billetes para volar a Colombia en primera clase.
En teoría, les cruzarían la selva del Darién en helicóptero. Se dieron cuenta de que los habían estafado demasiado tarde. “Nos dieron una bolsa con galletas y ya en la selva nuestros supuestos guías nos atracaron. Nos dejaron en la montaña sin comida, sin nada. Nosotros nunca hubiéramos puesto nuestras vidas en peligro. Esto no debería suceder. No puede ser que haya gente muriendo ahí. Deberían poder salvar a la gente o impedir que se acceda. Tienen que avisar de que no se haga ese camino”.
Los asaltos y las violaciones
Juan relata episodios crudos de crímenes sexuales. “Nos asaltaron al segundo día, un grupo de unos 7 u 8 hombres, con fusiles, con machetes. Te registran y te quitan el dinero, los celulares, la comida, incluso la olla para cocinar. A las mujeres, las registran en sus partes íntimas, las amenazan, las separan del grupo y las violan. A algunas, repetidas veces”.
Oscar, por su parte, detalla que “unos iban vestidos de negro, con escopetas, otros llevaban pasamontañas, fusiles y cuchillos. De 7 mujeres de nuestro grupo, violaron a 3. Nos asaltaron en dos ocasiones, gente diferente”.
Solange, cubana de 21 años, llevaba 3 años viviendo sola. Su madre y su padrastro estaban en Argentina, pero ya su economía no daba para enviar remesas a Cuba. Solange se unió a ellos en el país trasandino para iniciar un camino por el Darién el cual retrata con “muchas montañas, lluvia todo el rato, ríos crecidos. Ves muertos, pasas hambre y te violan”. A ella no la violaron porque cuando vio que su grupo iba a ser asaltado, salió corriendo. Se separó de su madre entonces.
“Les quitaron todo, dinero, celulares. Luego se llevaron a las muchachas detrás de unas matas. En el grupo escucharon los gritos (de una de las violadas)”. Llegó a Bajo Chiquito dos días antes que su mamá: “todas estas picadas de mosquitos y bichos son de las horas y horas que he estado junto al río, esperándola”. En el centro de salud donde trabaja MSF atienden a la madre, envuelta en una manta. Solange habla, pero no le quita ojo. Los pies de la madre están destrozados. Se abrazan, sonríen, lloran.
Mohammed es de Sierra Leona. Dice que calmó a la gente de su grupo ante el asalto, “dónde van a correr, no saben dónde ir, no hay dónde ir”. Les desvalijaron, apenas se quedó con la documentación. “Nos registraron todo. A las mujeres también. Vi con mis propios ojos cómo a tres venezolanas y dos haitianas se las llevaron, las llevaron a los violadores”.
Nadine explica que a su grupo los asaltaron dos veces. “Nos quitaron la comida, el dinero. A mí me registraron y me tocaron. Tenía la menstruación y me dejaron en paz. Fue todo muy agresivo, muy sucio. A una jovencita de unos 20 o 25 años la violaron toda la noche”.
“Nadie espera, nadie ayuda a nadie”
Si algo habita las pesadillas de los migrantes una vez han logrado cruzar el Darién es la gente que se queda atrás, los que con los pies inservibles, con heridas abiertas por fracturas, por cansancio y debilidad extrema se abandonan a la selva, algunos sin esperanza, otros confiando en reponerse con la ayuda de los que van pasando o a la espera de un rescate incierto.
Angel es un venezolano de 19 años que salió de su país a los 15. Trabajó en Cali, Colombia, hasta que ya no pudo más y busca llegar a EEUU. “Vi al menos 10 cadáveres, pero lo peor es la gente que se queda atrás, las mujeres que no pueden subir las lomas, que se resbalan con la lluvia y el barro. Es una ruta en la que nadie espera, nadie ayuda a nadie. En la Loma de la Muerte vi caer a una chica. La gente gritó, pero nadie hizo nada, no se puede hacer nada. Ves gente sentada, herida, que tal vez llevan días ahí, esperando la muerte. Eso es lo peor, no tener nada con que ayudar”.
Daniel es un haitiano de 33 años. Cruzó el Darién con su mujer y sus dos niñas, de tres años y de cuatro meses. Él cargaba a la mayor. Su esposa, a la pequeña. “Trabajé en Brasil desde 2015, en la construcción. Pero el sueldo no daba para más, para solo pagar el alquiler. Por eso salimos”. Tardaron en cruzar 12 días. “En el camino vimos a una mujer que pedía ayuda, tenía la pierna rota. Estaba sola, desde hacía seis días, dijo. Pedía un machete para cortarse la pierna. No la pudimos ayudar, no la podíamos cargar”.
Nadine no sabía que apenas le faltaban un día y medio de camino para salir del Darién. Pero ni ella ni su hija Ania, de seis años, podían dar un paso más. Ambas tenían los pies en carne viva, hinchados. El compañero de Nadine decidió dejarlas y salir del Darién como fuera y pedir ayuda. Nadine y su hija estuvieron solas tres días.
De hecho, ellas forman parte de las pesadillas de otros migrantes que las pasaron y les dieron algo de comer, algo de ánimos. “Pensé que íbamos a morir. Rezamos mucho y lloramos mucho”. Su compañero y gente de la comunidad de Bajo Chiquito organizaron el rescate en piraguas.
El futuro
En Bajo Chiquito, Tamara se queja de la falta de atención en el pueblo, con agua escasa, sin posibilidad de ducharse o de acceso a aseos dignos en la localidad. Angel recoge algo de basura para congraciarse con las autoridades y que le faciliten el pasaje en piragua hacia la Estación Migratoria (ERM). Alejandro y Nadine esperan con los pies en alto para reducir la inflamación. Ania dibuja, alguien le ha prestado un bolígrafo y un papel. Alejandro está contento porque su amigo ha llegado, por fin. Algunos suben una lomita donde hay algo de conexión para poder telefonear a sus familiares.
En todos, la incertidumbre es la norma. Porque aunque todos serán trasladados a los campos de San Vicente y de Lajas Blancas, para salir de ahí deberán pagar el pasaje en autobús que les permite seguir su camino al norte. No todos cuentan con el dinero o con la nacionalidad apropiada para ello: los sudamericanos (colombianos, ecuatorianos, bolivianos) son retenidos para su proceso y posterior deportación. Otros, si tienen pendientes procesos administrativos o judiciales (pedir refugio en Panamá o ser testigos en casos abiertos por tráfico de personas, por ejemplo), también permanecerán semanas o meses en las ERM, donde las quejas por comida o techo inadecuados o por falta de agua y duchas o por falta de mecanismos para comunicar con las familias, son constantes.
No están solos: la semana pasada, unos 8.000 migrantes estaban atrapados en Necoclí (Colombia) a la espera de iniciar su viaje por el Darién.
MSF sigue siendo testigo del enorme flujo de migrantes que arriesga su vida para cruzar a el Tapón del Darién y de las graves consecuencias de la violencia a la que están expuestos. El organismo tacha de “inaceptable” que la criminalización y la falta de opciones para asegurar una migración ordenada a través de rutas seguras que no exponga a los migrantes a ataques sistemáticos y agresiones sexuales en el camino.
Por lo tanto, demandan a los gobiernos de Colombia y Panamá que busquen alternativas para garantizar el paso entre los dos países y desplieguen los mecanismos de protección necesarios en su territorio para evitar más muertes y sufrimiento en la ruta a través del Darién.