América Latina podría ser una las regiones más prósperas. Pero su rampante desigualdad social ahoga toda oportunidad. Abolirla no es solo tarea del Estado, opina Uta Thofern, jefa del departamento de América Latina de nuestro medio asociado, la Deutsche Welle.
La desigualdad tiene muchas caras.
La obscena riqueza de unos pocos frente a la pobreza de muchos. La falta de oportunidades educativas para los hijos, no solo de los pobres sino también de la clase media, porque la educación es costosa en América Latina. El racismo latente, la violencia contra las mujeres, los indígenas, los afro-latinoamericanos o los miembros de minorías sexuales, además de la criminalidad. Y como consecuencia de todo esto, la emigración, desde Centroamérica y México hacia EE.UU., así como desde Venezuela hacia Colombia, Chile y Perú.
Las causas de la desigualdad se remontan a la época colonial. La despiadada opresión y explotación de la población indígena y el modelo económico igualmente despiadado del extractivismo y los monocultivos tienen su origen allí. Pero los españoles y portugueses no han gobernado América Latina durante dos siglos; son los Estados independientes de hoy los responsables de la precariedad que sufre la población. Exigir una disculpa a la nación de los antiguos conquistadores, como lo ha hecho el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, es facilista, inútil y solo encubre su propia responsabilidad.
Ningún país de América Latina ha conseguido construir una economía propia y viable. La riqueza de los barones del ganado de Brasil y de los demás países del Cono Sur sigue basándose en la implacable destrucción de la naturaleza. Al igual que los enormes monocultivos de soja o trigo, a menudo modificados genéticamente, que es una industria de exportación que aporta pocos puestos de trabajo y poco desarrollo. Ya sean las plantaciones de bananos en Ecuador, las de caña de azúcar en Honduras o las de palta en Chile, los daños a la naturaleza por el uso de pesticidas, la deforestación o el elevado consumo de agua son inmensos, y los beneficios para la población, comparativamente pequeños.
Un balance igualmente catastrófico vale para la extracción de materias primas, que depende especialmente de la economía mundial. México y Brasil tienen una gran industria automovilística, pero solo como taller para los productos de Estados Unidos y Europa; no hay una industria independiente que valga la pena mencionar. La empresa brasileña de producción de aviones Embraer, fundada tras la Segunda Guerra Mundial, aporta prestigio al país de 211 millones de habitantes, pero solo 18.000 empleos.
A pesar de lo anterior, América Latina cuenta con los mejores prerrequisitos para convertirse en una zona común económicamente fuerte y con una política industrial coordinada, mejor que la que Unión Europea haya podido tener: una enorme zona que habla el mismo idioma, con gigantescos depósitos de materias primas que podrían utilizarse de forma mucho más eficiente y cautelosa en una comunidad que en un marco nacional, además de poseer grandes recursos naturales para la producción de energía sostenible, una población joven y ávida de educación y, por último, pero no menos importante, una historia común en la que hubo guerras regionales pero no catástrofes como las dos guerras mundiales.
Sin embargo, nunca ha habido una gran alianza económica latinoamericana, sino alianzas regionales en competencia ideológica como Unasur, Mercosur o la Alianza del Pacífico.
Pero es evidente que no existe un vínculo convincente entre la línea política y el éxito económico: en Colombia y Argentina, casi la mitad de la población está afectada por la pobreza, aunque un gobierno es de derechas y el otro de izquierdas. Ni el nacionalista y populista de derechas Juan Perón en Argentina, todavía venerado por muchos, ni – más recientemente – los carismáticos populistas de izquierdas Lula en Brasil, Rafael Correa en Ecuador o Evo Morales en Bolivia han conseguido hacer sostenibles las economías de sus países. Y ni hablar de Hugo Chávez y su sucesor Nicolás Maduro en Venezuela.
La oportunidad perdida
Los ingresos del auge de las materias primas a principios de este siglo podrían haber servido para mejorar la competitividad y ponerse a la altura de los mercados mundiales, especialmente invirtiendo en una mejor educación para todos y, al mismo tiempo, en competitividad tecnológica.
En su lugar, ha habido principalmente programas sociales que, aunque han aliviado en algo la situación de los pobres, no les han ayudado a tomar las riendas de su destino en sus propias manos. Para utilizar una vieja imagen, en lugar de cañas de pescar y redes, todos tienen un pez.
Esta forma de política clientelista se ve favorecida por los sistemas políticos que otorgan a los presidentes una fuerte posición de poder y al mismo tiempo la posibilidad de reelección. Cuando las Constituciones limitan el poder del jefe de Estado y de otros órganos políticos prohibiendo la reelección, la corrupción se desborda.
Los que solo tienen una legislatura están naturalmente menos interesados en el desarrollo sostenible a largo plazo y posiblemente más en extraer lo máximo posible para sí mismos en el poco tiempo disponible. Esto no significa que no haya corrupción en otros sistemas: para mencionar solo el escándalo de Odebrecht. Básicamente, el principio de control mutuo de los poderes del Estado en América Latina está funcionando más mal que bien, y la tendencia a socavarlo está aumentando.
El ejemplo más reciente es el del también carismático y autocrático presidente de El Salvador, Najib Bukele, que tras la reciente victoria de su alianza de partidos en las elecciones parlamentarias fue el primero en destituir a los jueces constitucionales, con el aplauso de gran parte de la población.
Décadas de privación sistemática de derechos, o al menos de falta de empoderamiento de la mayoría de la población en América Latina, han provocado obviamente una fatídica costumbre a un Estado fuerte. Y cuando el Estado fuerte ya no funciona, el llamado a un hombre o mujer fuerte no se hace esperar. El principio de la responsabilidad personal no se ha practicado, la coparticipación en el sentido de involucrar a la población en las decisiones y sus efectos tampoco parece haberse aprendido.
Incluso el movimiento de protesta más reciente, emancipador y bien informado de Colombia, dirige todas sus demandas al “Estado”, al que al mismo tiempo rechaza. Pero la gran desigualdad que existe en estos países, como en el resto de América Latina, solo se puede paliar en última instancia con un esfuerzo conjunto.
Esto incluye la participación política a través del diálogo constructivo, así como la voluntad de cofinanciar los gastos del Estado, a pesar de sus errores, a causa de ellos, o justamente para prevenirlos. La petición de aumentar los impuestos a los ricos está más que justificada, pero no hay suficientes ricos para pagar una mejor educación, una mejor asistencia sanitaria, una mejor vigilancia, una mejor infraestructura y, en definitiva, un mejor futuro para todos a largo plazo.
En última instancia, una comunidad no puede sobrevivir sin las contribuciones solidarias incluso de la clase media. Sin una participación política decidida que vaya más allá de la protesta, no se puede construir ese otro Estado que se exige.
“El Estado soy yo” debería aplicarse a todos los ciudadanos hoy en día. Los acontecimientos en Chile han demostrado que muchas personas pueden iniciar el cambio en una protesta conjunta. El proceso constitucional puede convertirse en un modelo para América Latina, si la nueva Constitución sale de un esfuerzo común y luego también es vivida por cada chileno.