Habían pasado unos minutos de las seis de la tarde cuando entró Alberto Fernández al despacho presidencial. Aunque conocía el lugar a la perfección, aquel fue un momento único para él.
Lo primero que hizo fue acomodar, en una pequeña mesa detrás del escritorio, la foto que le había mandado a imprimir el histórico fotógrafo de la Casa Rosada, Víctor Bugge: era una imagen de él junto a Néstor Kirchner. Los que vieron este momento dicen que Fernández se emocionó mucho y hasta lagrimeó. “Estate cerca y acompañame que me hace falta”, dice el Presidente cada vez que lo recuerda.
Esta escena en su despacho ocurrió el 10 de diciembre de 2019, cuando aún no había terminado el primer día del nuevo gobierno. De aquel momento hoy se cumple un año: en ese entonces Alberto no podía suponer lo que iba a llegar a necesitar la presencia de su difunto amigo.
Es que el Frente de Todos cumple sus bodas de papel en un momento complejo: la economía, azotada por la pandemia, está en un estado preocupante, casi tan grave como la estabilidad de la coalición oficial que ya se dobló y que por momentos amaga con romperse.
A eso se le suma la oscilante figura presidencial, que llega a su primeros 365 días con varias idas y vueltas sobre el tipo de mandatario que quiere o puede ser, mientras que Cristina Fernández, avalada por la fuerza de los votos, se niega a perder presencia y marca el terreno.
Empantanado
Un histórico dirigente peronista porteño recordó, viendo las imágenes del funeral de Diego Armando Maradona, una anécdota que le contaron de pequeño y que tiene como fuente al último médico de Juan Perón, Carlos Seara.
Es sobre los días finales de la tercera presidencia del General, cuando también estaba, como Alberto, a punto de cumplir un año de gobierno. En aquellos momentos el fundador del movimiento acababa de sufrir un edema, y por eso Seara le había pedido permiso para colocarle unos tacos de madera abajo de las patas de cabecera de la cama, con la idea de mantener al paciente en posición semisentada.
En eso estaba en la Quinta de Olivos cuando la cama se le escapó y el enfermo cayó al suelo con brusquedad. Perón, que estaba a semanas de morir pero que mantenía el olfato político intacto y sabía que su gobierno se venía derrumbando, exclamó despatarrado desde el piso: “A la mierda, se nos cae hasta la cama”.
“Y nuestro gobierno está igual: se nos complica hasta armar un funeral”, concluye el hombre, cercano a Fernández, parafraseando a la última humorada del General.
Es que el escándalo que desató el frustrado velorio al ídolo futbolístico golpeó en uno de los lugares más sensibles del Gobierno, que viene sufriendo varios cachetazos a lo largo del año y que cada vez se resiente más: la confianza de todos los que integran el oficialismo sobre el rumbo del Frente.
Es una zona sensible, difícil de medir en números o con la matemática, que tiene que ver más con el lado humano que tienen todos los políticos, donde habitan sus miedos y aspiraciones.
Es en el mismo rincón donde viven los fantasmas de Vicentin, de la reforma judicial, o el de la desprolija resolución del conflicto con la Policía Bonaerense, entre otros: es el fantasma de un gobierno que quiere pero que no puede, ineficacia especialmente sensible para una administración peronista, que se supone que es exactamente lo contrario.
“A trazo grueso no estamos tan mal, teniendo en cuenta el año imposible que nos tocó y el desastre que dejó Macri, pero en el trazo fino somos tan elegantes como un elefante en un bazar”, sintetiza un diputado albertista. Es evidente: la confianza en Alberto Fernández es hoy un bien escaso puertas para adentro del Gobierno, aunque Argentina es un país impredecible y todo puede cambiar para el próximo aniversario.
Cristina
Esas incertidumbres son el iceberg bajo el cual se empiezan a estirar las diferencias entre los distintos componentes del Frente. Uno de ellos es Alberto, en lo que el presidente de la Asociación Argentina de Consultores Políticos, Augusto Reina, llama “la oportunidad perdida de Fernández”.
El politólogo apunta a que cuando el Presidente logró construir una identidad propia, en el peor momento de la pandemia en los que tejía lazos con la oposición y con otro sector de la sociedad, el hombre llegó a su nivel de aprobación más alto. Pero de eso sólo queda la memoria: con el paso del tiempo Fernández se fue replegando, a veces por necesidad y otras por apremio de CFK o de su tropa, sobre el núcleo original del kirchnerismo, y, diría Calamaro, fue perdiendo imagen a su lado.
Este es uno de los grandes ejes del primer año del Frente: Fernández no pudo o no quiso distanciarse de Cristina, mucho menos romper, aunque ella sí demostró que puede distanciarse de él.
En esta situación de empate hegemónico, en términos del sociólogo Juan Carlos Portantiero, en los que una fuerza no es suficientemente poderosa para imponerse sobre la otra pero sí para empantanarla, está clara para todos dentro del Frente.
Por eso es que los que estaban en el funeral de Maradona dentro de la Rosada siguieron con especial atención la primera y breve reunión pública que se dio entre CFK y Alberto luego de 72 días: los que lo vieron dicen que fue un encuentro frío y protocolar.
Aunque Fernández está más activo desde que dejó el aislamiento en Olivos y volvió a trabajar diariamente a la Rosada -incluso dejó dicho a los suyos que no fantaseen con unas vacaciones de más de tres o cuatro días en el verano, “como hacía Néstor”-, la compleja relación con su vicepresidenta es un tema que lo tiene a maltraer.
“Es que en un punto te cansa que te enteres lo que ella hace o dice por los medios”, se sincera un colaborador cercano del Presidente.
Lo resume el politólogo Ignacio Labaqui: “Fernández no quiso construir una base de poder propia inicialmente para no dar motivos de pelea con Cristina, pero esa política de apaciguamiento no parece haber sido exitosa. No estamos ante ‘la audacia y el cálculo’ (tomando prestadas las palabras de Sarlo) de Néstor Kirchner”.
Tridente
El que podría alterar el cuadro del empate es la misma persona que lo hizo el año pasado: Sergio Massa.
Aunque su fuerza es minoritaria dentro de la coalición -y es el oficialista que más viene desinflándose en de las encuestas-, tiene el suficiente peso para definir el partido electoral, como sucedió en 2019. Y como podría suceder, por ejemplo, en un futuro.
Dentro del Gobierno, la comidilla de estos días fueron las intrigantes maniobras del presidente de la Cámara de Diputados: su mujer, titular de Aysa, está en tratativas con su histórico amigo, Horacio Rodríguez Larreta, para desarrollar las cloacas en el norte de la Ciudad, donde el jefe porteño fantasea con un emprendimiento polémico -y muy resistido por el FDT en la Capital- en Costa Salguero, y también se difundió que Nicolás Massot, íntimo de Emilio Monzó, a su vez íntimo de Massa, empezó a caminar Tigre.
¿El ex diputado tiene el aval del esposo de Malena Galmarini para arrancar una campaña en su pago chico? Si así fuera, en ambas maniobras se observa cómo Massa juega pensando a futuro. Sin embargo, esta semana el hombre estuvo lejos de ser el centro de las broncas gubernamentales, que estuvieron orientadas al secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, que denunció al Gobierno porteño por la represión en el funeral de Maradona.
“Siempre lo mismo Horacio, cada vez que se mete es un tiro en el pie”, decían con bronca desde Olivos, porque volvió a poner en agenda un tema que prefieren olvidar.
2021
Desde la Rosada cuentan que pronto se vienen cambios de Gabinete, y que serían antes de fin de año, con la mirada puesta en las elecciones legislativas.
“Tiene sentido: Alberto está rodeado por una serie de asesores que lo envían a poner temas peleados con la opinión pública, como el de los presos, el aborto, o la reelección de intendentes”, explica el consultor Jorge Giacobbe. Es que en esas votaciones de medio término Fernández se juega todo: la historia argentina está repleta de ejemplos de gobiernos que se fueron a pique después de perder legislativas.
Alberto va a necesitar el cuadro con la imagen de su amigo cerca.