Fidel Castro se distanció tanto como pudo del repudiado “imperio”. Pero al momento de su muerte había un crucero, aviones comerciales, un hotel, oleadas de visitantes y hasta una bandera oficial de Estados Unidos ondeaba en la isla.
Castro falleció en un momento de histórica aproximación entre los viejos enemigos de la Guerra Fría. Una paradoja en la larga vida de un hombre que convirtió a Estados Unidos en su obsesión.
En 1958, en plena campaña guerrillera, el exmandatario prometió en una carta a Celia Sánchez, su mano derecha, que le haría “pagar bien caro a los americanos” su apoyo al dictador Fulgencio Bastista, a quien derrocó menos de un año después.
Juró entonces que le haría la guerra a ese país: “Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero”. Cuando cumplió 90 años, el 13 de agosto, escribió un artículo en el que evocó los “planes maquiavélicos” de Estados Unidos para eliminarlo. Según la inteligencia cubana, escapó a 634 complots.
“A juzgar por sus declaraciones públicas, Fidel no estaba totalmente convencido de que el acercamiento entre Cuba y Estados Unidos fuera una buena idea”, comentó a la AFP Jorge Duany, director del Instituto de Investigaciones Cubanas de Universidad de Florida.
Antes de su cumpleaños ya le había espetado a Barack Obama: “No necesitamos que el imperio nos regale nada”, a propósito de la histórica visita que realizó en marzo el presidente de Estados Unidos a La Habana.
“Un poco incómodo”
Castro montó un régimen comunista en las narices de Estados Unidos (a menos de 200 km de Miami), que sobrevivió a la caída de la Unión Soviética a inicios de los noventa.
Una enfermedad lo obligó a cederle el poder a su hermano Raúl en 2006. Sin apartarse del socialismo, el nuevo mandatario flexibilizó el modelo económico de corte soviético y logró lo imposible en la era de Fidel Castro: reconciliarse con Washington.
En un régimen tan cerrado como el de los hermanos Castro, las discrepancias, si las hubo, no se ventilan. Ante el mundo Raúl y Fidel aparecían como un solo puño.
Pero tampoco es “secreto que Fidel no fue muy entusiasta con los cambios de política impulsados por su hermano. Estaba un poco incómodo”, señala Michael Shifter, presidente del centro de análisis Diálogo Interamericano.
Trump a la vista
En sus últimos meses el padre de la Revolución asistió, desde su casa de retiro en La Habana, al esplendor de la presencia estadounidense en la isla. En agosto de 2015 la bandera estadounidense ondeó de nuevo en la isla, tras la reapertura de la embajada.
Lo propio ocurrió con la insignia cubana en Washington.
Este año regresaron a la isla los cruceros y los vuelos comerciales desde Estados Unidos; la cadena Sheraton abrió su primer hotel y todavía se sienten los ecos de la visita de Obama paseando sonriente por La Habana.
Todo esto mientras una ola de estadounidenses arriba a la “isla prohibida” aprovechando la flexibilización de las restricciones del embargo dispuesta por Obama. De enero a julio, 136.903 estadounidenses visitaron Cuba, un incremento del 80% con respecto al mismo período de 2015.
“La muerte de Fidel (…) coincidió con el acercamiento diplomático y comercial entre Cuba y Estados Unidos después de más de cinco décadas de aislamiento y confrontación. Durante todo ese tiempo Fidel pareció oponerse a una “normalización” de las relaciones y mantuvo sus sospechas antes las intenciones” de Washington, comenta Duany.
Aun así, el exmandatario cubano no alcanzó a ver la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca. El presidente electo bien podría dar forma a sus sospechas.
Trump, que llamó a Fidel un “dictador brutal” el día siguiente a su muerte, ya amenazó con desandar el camino de Obama si Raúl Castro no accede a sus aspiraciones en materia económica y de derechos humanos.
“La fuerte retórica anticastrista del presidente electo podría ser un obstáculo al avance de las relaciones entre los dos países”, según Duany. Quizá a Fidel Castro le hubiera gustado enfrentar a un enemigo así.