El despertador de Fabián Canales suena a las cinco de la mañana. Se pone las zapatillas, se toma un vaso con tres huevos crudos, como ‘Rocky Balboa’, y sale de su casa en el camino a Farellones para trotar por una hora. Está oscuro. La ruta es sinuosa, con hartas subidas y bajadas. Es el único momento del día en que está solo y puede pensar. En su cabeza suena la música de Canserbero. Se le viene un día pesado, pero es lo que eligió. Fabián Canales tiene 18 años y quiere ser un boxeador de nombre.
“Después del trote llego a la casa, voy a dejar a mi hijo al jardín y me voy a trabajar. Trabajo cortando leña, cinco horas al día, desde las 9 hasta las dos de la tarde. Juego harto con los troncos, me sirve de entrenamiento. He agarrado harta fuerza, al principio me dolía la espalda, los brazos y las piernas no me daban más. Los dos primeros meses estaba para la embarrada. Ahora va todo bien, hago las cinco horas de corrido sin ningún problema”, dice el joven púgil a BioBioChile.
Su jornada acabará cuando asome la oscuridad de la noche y bajo la mirada de Ramsés Sánchez, el entrenador cubano que le contrató la marca Ecko Unltd, complete series de barras, pesas y flexiones de brazo, pula su técnica en el espejo y ajuste los centímetros que lo separan del siguiente nivel. Sánchez, por el parecido físico, lo compara con el multicampeón puertorriqueño Héctor ‘Macho’ Camacho. Él, eso sí, sueña con ser como Mikey García, el estadounidense de origen mexicano que domina en el peso ligero con su sólido juego de pies.
Canales llegó a Santiago siendo un niño. Sus papás desembarcaron en la capital con el deseo de darles una vida mejor a sus hijos. En el sur trabajaban haciendo ladrillos, tenían una hija estudiando psicología en Talca, dos niños chicos en la casa y la plata no alcanzaba para todos. Una tía les consiguió trabajo como cuidadores de una parcela en Farellones. Solo se iba a venir Paulina, su mamá, pero finalmente llegaron todos.
Fabián siempre fue inquieto y, para gastar energías, se puso a practicar karate. Demostró tener condiciones. Se imponía rotundamente en campeonatos nacionales y en un sudamericano en Foz de Iguazú, Brasil, timbró boleto para un mundial. Sin embargo, y pese a las medallas que acumulaba en su casa, sentía que le faltaba algo.
“Me gustaba entrenar fuerte, pero karate es de marcar puntos. No hay contacto real, así que no lo encontraba muy atractivo”, cuenta Fabián, sentado a un costado del ring del gimnasio BXO, envuelto en el sonido de guantes que azotan el saco y gritos que exigen combinaciones más rápidas.
A Fabián lo tentaba el boxeo. Le venía en la sangre. Su familia paterna uso los puños para ganarse el respeto de hombres duros y toscos en su natal Cauquenes. “Mi papá, mi tío y mi abuelo eran muy respetados allá. Mi tío abuelo era tan bueno para pelear, me contó mi papá, que le dieron un hachazo en la cabeza, porque nadie le podía pegar. Estaban picados los que se llevaban mal con él y lo mataron”.
Una alegría efervescente se adueñó de su papá, Alonso, al contarle que iba a probar suerte con los guantes. A su mamá, en cambio, no le gustó y no le dio permiso para practicar. Para ella, el boxeo era solo una coreografía de sombras sufrientes que buscaban aniquilar al adversario. El muchacho dejó pasar unos meses hasta que se metió escondido a entrenar en el gimnasio municipal de Lo Barnechea. Un ojo en tinta lo delató. Pese al reto que se tuvo que comer, siguió practicando. Entendiendo que cualquier oposición sería inútil, lo terminó autorizando con una promesa: “si lo vas a hacer, tienes que ser el mejor”.
A Canales, con 15 años, le tocó debutar contra uno de 20. En el camarín sentía los nervios palpitantes y los músculos tensos. Antes de que lo devorara la ansiedad, se acordó que tenía varios sparrings con profesionales en el cuerpo. La imprudencia le pudo costar caro, aunque él solo avanzaba frente a ellos con la convicción de “sacarles la cresta”. Ahora tenía que demostrar que ya había pasado por situaciones peores sin que lo durmieran en la lona.
Lo ganó, bajó raudo del ring, esquivo todos los abrazos menos el de su papá y llego acelerado al camarín para avisarle a su mamá que estaba bien. “¿Y el otro niño está bien?”, le preguntó Paulina, desatando la carcajada incrédula de su hijo. Recién a la sexta pelea, Paulina se animó a ir a verlo: “prefiero ver que te peguen que estar pegada al teléfono”.
El púgil quemó etapas rápido. Dice que nadie sale indemne, pero que por fin siente esa adrenalina que nunca encontró en el karate. Si le meten una mano, quiere devolver tres. Mientras habla mueve las manos como si estuviese lanzando un gancho o un cruzado, aunque no se da cuenta. Ya lleva 31 peleas ganadas y solo cinco derrotas, todas ellas decididas por las tarjetas. Siempre vuelve a aquellos que lo vencieron, no le gusta tener cuentas pendientes.
“Mi tercera pelea fue con un cabro que tenía 28 o 29 años y me ganó, pero yo sentí que fue un robo descarado. Me desmotivé, llegué acá al gimnasio y me dijeron que habían visto la pelea por video y que había sido robo. Así que me puse a entrenar. Empecé a pedir la revancha, insistí mucho. Dos meses después me la dieron. Peleamos en el Club Huemul. El primer round lo dominé completo y ya en el segundo le conecté un uppercut y se le fueron las piernas. El árbitro paró la pelea y el cabro no quiso seguir tampoco, caminó medio tambaleando para la esquina y ahí se acabó”, relata el púgil, acordándose que tiene que apurar la revancha con un gendarme de Talca que le ganó en decisión dividida.
El año pasado, a Canales le avisaron que iba a ir al Campeonato Nacional Juvenil. En la preparación tuvo que enfrentar uno de sus grandes problemas: la dieta. No pudo dar con los 75 kilos y tuvo que competir en 81. “Peleé dos eliminatorias, cuartos de final y semifinal. La final la gané por knock-out en el primer round. Era un tipo gigante, yo estaba muerto de susto. Como a la mitad del round, al minuto y medio se acabó la pelea. Recibió un cruzado, se paró y no quiso seguir”.
Ya habiendo llegado a la cima, al año siguiente le tocaba mantenerse. Con la presión del campeón en sus hombros, sacó la cara. Esta vez lo hizo en su peso y demostrando que ya no era solo un fajador que buscaba el cuerpo a cuerpo confiado en su pegada granítica. “Hice dos eliminatorias, las gané las dos por knock-out, llegué a la final y gané por knock-out en el segundo round también. Pegué, pegué, pegué. No paré nunca. Él me iba a pegar y yo me echaba para atrás para esquivar el golpe y me metía de nuevo a pegar”, cuenta.
Canales, con las palabras apelotonándosele en la garganta, afirma que quiere seguir sumando experiencia como amateur, pero ya mira al profesionalismo. Cree que pronto lo van a llamar a la selección chilena y piensa en ir a un campamento a Estado Unidos. Sus sueños, sin embargo, se suspendieron momentáneamente cuando se enteró que iba a ser papá. Pensó que iba a tener que dejar de boxear para trabajar y estudiar. Estuvo cuatro meses fuera. Las manos le picaban por volver, hasta que no se resistió. Volvió, hizo una pelea y ganó. Sabe muy bien lo que se juegan los boxeadores cuando se suben al ring, sabe lo que puede perder. Su hijo, Yosef, es la motivación para prepararse mejor.
“Como que la vida en sí no te pertenece. Eres tú, pero también tienes que cuidar a tu hijo. Estás corriendo el riesgo de que te pase algo feo y dejar a tu hijo tirado. No sería lindo, pero para eso me entreno, me cuido harto, no soy de carretear, no me gusta tomar”, dice el boxeador.
Fabián tiene que ir a cortar leña. La plata nunca les sobra a los boxeadores. Estuvo estudiando para ser técnico deportivo y, pese al enojo de su mamá, lo terminó dejando para dedicarse solo al boxeo. Lo cuenta con una sonrisa entrecortada. “Me estoy jugando todas las cartas en el boxeo por seguir mis sueños”.