Francisco Molina siempre recordó esas largas y tenebrosas caminatas en que sus piernas se hundían en la nieve. Tenía nueve años y junto a sus padres y hermanos tuvo que huir del pequeño pueblo de Suria, en Cataluña, hacia el sur francés. La Guerra Civil en España había terminado, Francisco Franco tomó el poder y desató una brutal persecución contra los que habían estado del otro lado. La familia Molina Simón era vinculada con los republicanos y, ante el acecho de las sombras de la muerte, no le quedó otra que huir. Un rastro rojo sobre el suelo blanco y varios cadáveres los acompañaron en su viaje.
“Los niños caminábamos en una fila, unos metros más allá lo hacían los jóvenes. Había una fila de mujeres, otra de ancianos y otra de hombres. Así evitábamos que los que nos ametrallaban se dieran un festín”, le contó el ex seleccionado chileno a El Mercurio en 2015.
Logró llegar a Francia con los suyos y los metieron a un campo de refugiados. Por ser españoles exiliados, los trataban “terriblemente”, según Molina. Los guardias a cargo del lugar pronto se dieron cuenta que el niño era bueno para el fútbol y lo invitaron a jugar a cambio de comida. “Estuvimos unos seis meses en ese campo, pasando hambre y frío, pero la pelota nos ayudó”, dijo.
Estando en territorio galés oyeron hablar de un barco que atravesaría el atlántico con los refugiados republicanos. Se llamaba Winnipeg y fue gestionado por Pablo Neruda, cónsul chileno en ese entonces. Al preguntarle qué significaba el poeta para él, “Paco” respondió: “Mucho, él nos sacó del infierno. Nunca dejaré de agradecerle”.
El viaje fue penoso. El temor a un torpedo de algún submarino alemán y a enfermedades mortales carcomía a los pasajeros. Molina no libró y fue uno de los cuatro niños que contrajo tifus en el trayecto. Dos fallecieron en altamar, otro en un hospital de Valparaíso. Solo él sobrevivió. “Un doctor se sentó en mi cama y me dijo: ‘Paco’, tus amigos se fueron, pero tú no vas a morir. Me han pasado tantas cosas que he olvidado, pero siempre recordaré al doctor Vizcarra”, afirmó.
Llegó a Valparaíso el 3 de diciembre de 1939. Con los suyos, se instaló en el Cerro Mariposas y lo matricularon en la Escuela Pública N°4. Le costó mucho encajar. “Me agarraba todos los días a combos, porque el profesor de historia dejaba mal a los españoles, que habían hecho esto y lo otro, que habían matado a Caupolicán…”, rememoró.
El fútbol, tantas veces acelerante del nacionalismo y la xenofobia, lo ayudó a llevar mejor la vida. Todos querían en su equipo a la joya española. Se curtió en los bravos campeonatos porteños jugando para el Roberto Parra y paralelamente, con el deseo de ser profesional, se incorporó a las divisiones inferiores de Santiago Wanderers. En 1942, se nacionalizó.
Con el elenco caturro debutó en 1948 como volante derecho. Su carrera avanzó a ritmo vertiginoso. Poco tiempo duró en el elenco wanderino, Universidad Católica lo fichó en 1951 y en el 53’ ya se preparaba para disputar el Sudamericano de Lima con la Roja adulta conducida por Luis Tirado.
“Tenía pie de señorita (calzaba 38), pero convertía la pelota en un obús”, comentó sobre “Paco” el mítico Julio Martínez.
Chile cayó rotundamente ante Paraguay en el debut del Sudamericano, pero se sacudiría de sus pesares ante Uruguay merced a un Molina pletórico. No muchos pueden decir que le convirtieron un triplete a los siempre ásperos hombres de celeste, él sí. “La garra charrúa era puro pegar patadas. Recuerdo que anoté el primero, y todos los uruguayos fueron a putear al central que me tenía que marcar, quien me fue a encarar a mí para quedar bien con sus compañeros. Lo mismo en el segundo gol. Ahí le dije: ‘Si me seguís jodiendo, te voy a hacer otro’. No lo podían creer”, declaró.
El jugador de origen catalán, que le embocó dos a Brasil, acabó como goleador del torneo con siete tantos. “Quise agradecerle así a Chile por todo el apoyo que me brindó, por la ayuda que nos dieron para salir de una dictadura y de una guerra que gestó un imbécil, como Franco, que quiso manejar el país, pero que sólo llevó a la gente a las puertas del infierno”, contó el futbolista.
Varios clubes de Europa lo pusieron en su radar. El Atlético de Madrid fue el que mostró más interés y se lo llevó finalizado el torneo. Molina volvía a la tierra de la que había sido desterrado a punta de morteros.
“Yo no era un goleador nato. Era un volante que remataba desde lejos con ambas piernas, sabía que destacaba por eso y una vez me atreví a pedirle a un técnico -que ya ni recuerdo cómo se llamaba- que me ubicara más adelante. Pero me señaló que no. Me dijo que si aceptaba, el equipo no iba a aprovechar mis precisos pases en profundidad. Después de ese consejo, sólo me dediqué a perfeccionarme como un ‘cerebro’. Y ahí me quedé. Como un jugador que asistía de todas las maneras y que, cuando tenía la oportunidad y el espacio, le daba con todo al arco”, comentó en una entrevista concedida a La Tercera en 2014.
No padeció vértigo en Madrid y estuvo a la altura con los rojiblancos. Anotó 39 goles en 67 partidos de liga y copa. Una vez, la prensa le hizo una sesión de fotos para la que se tuvo que vestir de frac y llevar una pelota en la bandeja, una analogía de los pases con los que alimentaba a sus compañeros. Tras acabar su contrato, tenía todo acordado para seguir.
“Cuando terminó el primer vínculo, cerramos otro por escrito, con una cláusula especial: que mi padre volviera a España, a reunirse con mi madre y mi hermana, quienes habían podido acompañarme en Madrid. De esa forma, aseguraba un contrato de tres años más y podría reunirme de nuevo con mi familia. Sin embargo, no se pudo dar esa opción. Mi papá no regresó, quizás Franco pensó que él era un ladrón, un revoltoso o algo como eso, y ni siquiera sabía de política…”, evocó.
Tuvo que pegar la vuelta a Chile en 1956. Al año siguiente, fue campeón con un Audax Italiano en el que solo había chilenos y repitió el título con la Católica en el ’61.
Sus últimos días como profesional los pasó en Coquimbo Unido. Tras el retiro definitivo, estuvo en las bancas de Antofagasta, Deportes La Serena, Unión Española, Colo Colo y Everton. Su mejor campaña fue en O´Higgins, al que metió a semifinales de la Copa Libertadores en 1980.
“Me acuerdo que una vez, jugando en Bilbao, tuve que ir a vomitar. Ahí empezó ese lío del estómago, el cual siguió acá y terminó con mi retiro. Fui técnico, pero en realidad no era lo mío, preferí el comercio”, relató.
El último miércoles, Molina falleció a los 88 años en Antofagasta, la ciudad en la que se refugió después del fútbol. Tras conocer su muerte, el Atlético de Madrid declaró tres días de duelo, en los que su bandera ondeará a media asta. Santiago Wanderers, Audax Italiano y Universidad Católica también dedicaron palabras para un goleador que con una pelota coloreó el destierro.