Febrero del 2002. Joaquín Lavín Infante -“ideólogo del cosismo”- arriba a Cuba con el afán de conocer el modelo Castro-comunista tras una década de resistencias ante la debacle del campo socialista. De un lado, el líder de la UDI cumplía un rol opositor en los tiempos de los pactos transicionales y, de otro, como autor de la “revolución silenciosa” se había transformado en una “figura bisagra” de la nueva derecha. Pero ahí estaba su sello fundacional, que casi le permitió llegar al poder ante Ricardo Lagos (2000). Un mago, o bien, un gestor de la espectacularización de la política. Un articulador elasticado, ubicuo. Y para muchos, incluido el propio gremialismo, un ideólogo desleal a las bases ideológicas del “milagro chileno” (1976-1981).
Pero hay un hito inolvidable en la liturgia transicional que fue sellada en un acto fundacional que por estos días (Déjá vu) aún se resiste a marchar. La campaña del NO fue un epitafio al “capitalismo alegre” de nuestra “modernización galáctica”. Aludimos a un dispositivo publicitario que hizo de la “diferencia” un “lugar turístico” abriendo el espacio para una tecnología de los acuerdos, consagrando una modernización complaciente, y aplacando los anhelos insurgentes del movimiento popular. Toda disidencia fue diferida y excluida desde un modelo comunicacional “sin centro ni vértice”. La conjetura aquí es que la producción de espectáculo transicional no fue más que un dispositivo orientado a la producción de una “curandería visual” donde el shows en “horario premium” fue una dimensión primordial en la épica realista. El “saber práctico” de Lavín haciendo aparecer objetos imposibles en lugares imposibles fue una vanguardia comunicacional.
A su modo el Edil -y eterno resurrecto- fue un lector de una modernización nihilista cuando administró un conjunto de “objetos psiquiátricos” para una ciudad de consumos y montajes. Fue el tiempo de los semáforos en el centro de Santiago. Tardes de verano en los “café con pierna”, y meses donde mágicamente caía lluvia, agua de mar y nevaba en Santiago centro. Todo bajo la aprobación de una cultura transexual que anticipó el travestismo de nuestra política institucional. En aquellos años sus gestiones municipales se prestaban a mofa en ciertos elencos elitarios de la Concertación pero sin embargo era un gestor radical de un Chile sin “complejos de edipo” (Las Argandoñas y nuestro presentismo radical) y de la política de matinales (Pancho Vidal y la miseria cognitiva del progresismo). Cabe admitir que en su dimensión pro-activa fue capaz de identificar mediantes escenas, a ratos bufonescas, el bacheletismo-aliancismo (el mismo duopolio que en otra clave denunció la protesta social) alentando un mayor comercio cognitivo, cultural y político que desdibujó las fronteras de sentido entre conservadores y progresistas. La invitación del momento se sentía venir por aquellos años: todo es posible. “Concertación, bacheletistas, “Opus Deis”, conversos, liberales, progresistas y ahora “social-demócratas” se podrían religar en el único mundo posible: el Neoliberalismo. Todo vestigio mítico sería transparentado; esoterismo, fuego, amazonía, pulsiones, idiomas de la oscuridad, junto a la astrología, la creencia en el niño de Atocha, santos y duendes, la lotería Nacional, y tantos otros imaginarios del milenio son posibles de combinar. ¡Y sin magia qué aburrido sería nuestro valle cuando esos asesores del management reaccionario quieren limitar la modernidad a un mundo sin las afecciones de Dovstoiesky y el Fausto, la pintura de Bosco, los análisis de Carlos Peña, y los laberintos de Octavio Paz. En suma, Lavín un “ecualizador de lo exótico!
Y es que a la hora de un racconto cuando nos preguntamos por la estrategia discursiva y el orden visual de la pos-transición nos encontramos con algo muy similar a los guiones del Clinic. Aludimos a la administración de un imaginario que trataba de complacer a las élites con una semiótica chascarrienta y para/estatal, pero muy útil a la hora de neutralizar los discursos que impugnaban la “liturgia” de la post-dictadura. Tal desdibujamiento comprendía una modernización pinochetista alegorizada (refrendada por la propia élite), y con ventas exponenciales en aquellos tiempos donde ya irrumpía un target ludópata. Ese Chile dio lugar a un paisaje compuesto por lacayos cognitivos, pederastas clericales. Adustos y aciagos, guionistas de lo grotesco, menesterosos de la barrialidad, los pedófilos de la esperanza. Los lóbregos, los conversos mercenarios, los proxenetas de las estafas piramidales, los ominosos de las carteras vencidas, los explotadores del raitil, los afásicos del orden, los sodomizadores de los matinales. ¡Y todos ellos en Santa Jauría!
En este sentido Lavín es el fin de la historia. El Fukuyama que anuncia que la alborada que se inició con la campaña del arco iris (1988) ha llegando a su fin, so pena de la propia insistencia Lavinocentrista por ficcionar una liturgia para bipolares, donde todos tendrían un lugar en la escena de repartos. En suma, el autor de “La revolución silenciosa” se ubica como la última extensión del progresismo. Es la consumación de un futuro imposible porque de aquí en más no es viable ninguna distancia crítica frente a nuestra modernización. Es más, hay un gesto socarrón en el texto Lavinista cuando recordamos esa ficcionada polémica entre “autocomplacientes y auto-flagelantes”. Por la vía de un realismo sin retóricas, apoyado en un pragmatismo que suspendía de golpe fastidiosas hermenéuticas políticas, el Alcalde de Santiago (“madre de todas las batallas) y Providencia develaba la inoperancias de las ideologías.
Con todas las audacias hasta aquí descritas, y sin ceder a la caricatura pastoral sobre el Alcalde de Las Condes, es un personaje imposible. Pese a su afán por reponer “un centro litúrgico”, vertebrar un horizonte fugaz y desafiar a las audiencias térmicas, al final fracasa en su anhelo por asaltar a la contingencia. Ya no es posible administrar la impostura de la “razón gerencial” o sostener un Chile escoltado por “expertos indiferentes” e impotentes a la hora de develar la revuelta de octubre.
Por fin Lavín mató a Pinochet. Y a su pesar es el último sobreviviente de una masacre gatopardista que administró un “dominio cognitivo” que fue derogado por la revuelta de Octubre (18/0). Un mago que oscila entre un centro sin proyecto, las gramáticas pardas que impiden diferenciar progresismo y social-democracia. Y por sobre todo, un emblema de la “simultaneidad generacional”. Pero también una agonía que no acusa recibo de su propia derogación por cuanto ya no es confiable ninguna restitución de élites bizarras. El sujeto de marras es también una “tragedia infinita” -bajo el tiempo del capital- que se entremezcla con algunos rasgos de colombianización de la política chilena.
Y todo ello ocurrió cuando la “disrupción nómade” del imaginario popular (18/0) solo fue posible en ausencia de izquierdas.
Mauro Salazar J.
Académico y ensayista. Analista político.
Investigador en temas de subjetividad y mercado laboral (FIEL/ACHS)
mauroivansalazar@gmail.com