El otro día, creo haber recordado el momento preciso en que debimos haber notado que la sociedad chilena se enfilaba a toda velocidad, con una venda en los ojos, hacia un barranco.

A comienzos de este siglo, Chile se embarcó en una serie de grandes proyectos de obras públicas, que incluyeron la expansión y ampliación de nuestro sistema de carreteras, bajo el gentilmente lucrativo auspicio del sistema de concesiones.

Gracias a ello dejamos atrás los baches en el camino y rápidamente nuestro país comenzó a tener modernos viaductos que nos ponían a la par de aquellos países desarrollados a cuyo club teníamos tanto apuro por ingresar.

Y entonces, alguien arrojó una piedra.

¿Quién podría haberlo pensado? Sobre aquellas autopistas que permitían circular a 120 kilómetros por hora sin culpa alguna, se erigieron grandes pasarelas para el paso de los ciudadanos. Cómo haber previsto que algunos de ellos encontrarían un extraño placer en escalarlas, sólo para comprobar si le acertaban con un trozo de concreto o roca a los parabrisas de los automovilistas.

La situación pasó de incidente aislado a escalada y consiguiente pánico colectivo. Pocas veces los responsables eran detenidos o siquiera identificados. A veces eran niños, otras adultos. Algunas delincuentes esperando recolectar un botín tras un choque, cual buitres, pero en su mayoría, parecían ser ataques sin sentido.

Para las víctimas, las consecuencias se volvieron graves. De sustos o daños materiales, pasamos a personas seriamente heridas e incluso, una mujer que murió en la Autopista del Maipo, tras recibir una pedrada de 2 kilos en la cabeza en 2002.

Asombrados aún por lo surrealista del problema, hicimos lo que toda sociedad civilizada habría hecho: cercar cuidadosamente todas las pasarelas. Desde entonces y por normativa, cada pasarela sobre una autopista debe llevar una malla de protección, para evitar que la gente juegue tiro al blanco con los automovilistas.

Problema resuelto.

¿Pero realmente curamos la enfermedad o sólo ocultamos los síntomas? Nunca pusimos esfuerzo en saber qué llevaba a personas de distintas edades y situaciones a tomar una roca y arrojársela a desconocidos. ¿Eran conscientes del daño que podían provocar? ¿Les importaba? Más importante aún, ¿qué señales de advertencia sobre nuestra sociedad podíamos leer a través de ellos?

En vez de recurrir a psicólogos o sociólogos, arreglamos el problema, literalmente, con alambre.

No es raro que los chilenos arreglemos la televisión dándole de golpes. Durante el gobierno de Frei arreglamos la educación extendiendo las horas de clase, no su calidad. Durante el gobierno de Lagos, privatizamos todo lo privatizable en el convencimiento de que la mano invisible del libre mercado mejoraría todo por arte de magia. Durante el gobierno de Bachelet, resolvimos la pobreza a punta de disparar bonos. Durante el gobierno de Piñera, acabamos con la orgía de violencia de los narco-funerales… custodiándolos.

Y hoy, a menos de una década de la instauración de una de las bases de medición del civismo de una sociedad -el voto voluntario- nuestro Congreso determinó por abrumadora mayoría que el pueblo de Chile es tan inmaduro, que requiere ser obligado a acudir a las urnas. Otra vez.

Curioso, por decirlo menos. Cuando se inició la discusión del voto voluntario, era la derecha política que, calculadora en mano, se negaba a propiciarlo, temerosa de perder a sus votantes más recalcitrantes. Hoy, es la centro izquierda que lo impulsó quien, corriendo en círculos tras su reciente desastre electoral, asume que si no atrae a sus votantes por la razón, será por la fuerza.

Sí. Nunca vi como ayer a tantos políticos en Twitter, celebrando el triunfo de su propia incompetencia.

Desde luego y al igual que con los piedrazos desde las pasarelas, pocos políticos se han aventurado a hacer un mea culpa o siquiera un análisis de las causas tras el desencanto electoral que, elección tras elección, ha hecho caer la participación a apenas un 35% del padrón en 2016.

Al igual que un músico en decadencia, donde el fracaso de su último álbum nada tiene que ver con la decrepitud de sus canciones sino que siempre es culpa de la piratería (¿se han fijado?); hoy, para nuestros políticos, no se vincula aquel desánimo con sus ya incontables escándalos por corrupción y consiguiente impunidad; tampoco que problemas crónicos como la baja calidad de las pensiones, la desprotección al consumidor o el alto costo de la salud, la educación y la vida en general sigan rampantes, gobierno tras gobierno, sin reformas de base.

(En serio, ¿Piñera recién se percató este año que una “meta” del gobierno debía ser que las pensiones básicas no estuvieran bajo la línea de la pobreza? Vaya país OCDE que somos).

Poco importó la señal de que en el Plebiscito de octubre del año pasado, y aún bajo el fantasma de la pandemia, se haya registrado una participación récord de 50,9% del padrón habilitado. Por primera vez en mucho tiempo, la gente sintió que en las urnas había esperanza.

A nuestros congresistas tampoco parece importarles que aunque en nuestra América Latina más de la mitad de los países mantiene el voto obligatorio, en Europa esta cifra sólo alcanza el 8,3%. Los políticos europeos entienden que si la gente no acude a sufragar, es porque algo están haciendo mal, en conjunto. La participación es un barómetro de la salud política de un país, tal como lo reconoce el Democracy Index que anualmente elabora The Economist, donde Chile, alcanza uno de los más altos puntajes salvo en un ítem donde saca nota roja: participación democrática.

No. La solución no es la educación cívica. No son las campañas informativas. No es mejorar la calidad e imagen de los candidatos. La solución es amenazarlos con una multa.

Y debo decir que la moción parlamentaria resulta aún más irónica luego de que el mismo cuerpo legislativo acordara que el pueblo de Chile no sólo exigía, sino que era lo suficientemente maduro como para elaborar una nueva Constitución. Eso sí, a la hora de votar, requieren obligarnos, como cuando nos arrastraban de la mano hasta el colegio.

Por mi parte, de aprobarse finalmente el voto obligatorio, dejaré de ir a votar salvo que una elección realmente me motive a hacerlo. Prefiero arriesgar una multa antes que ceder al capricho de legisladores ciegos, sordos y tozudos, incapaces de comprender su propia incompetencia.

Nuestra generación y las anteriores a nosotros, no arriesgaron en Dictadura la vida -y muchas veces la pagaron- para ahora perder nuevamente nuestra libertad y nuestra democracia, a manos de quienes juraron defenderla y promoverla.

Eso sería, como se diría, darnos un piedrazo en los dientes.