El 45 aniversario del Golpe de Estado de 1973, generó un inusual flujo de notas periodísticas, entrevistas, artículos y polémicas en torno al quiebre institucional más violento y criminal de nuestra breve historia republicana.
En ese abundante material político se toma nota de dos interpretaciones contrapuestas de ese periodo histórico. De una parte, están quienes apoyamos al Presidente Salvador Allende, o que condenaron la violencia golpista y el derrocamiento del gobierno constitucional y, de otra parte, los que respaldaron la conjura, aplaudieron la muerte del Jefe de Estado y la entronización de la dictadura.
Del lado de los demócratas, con su amplitud y diversidad, está el rechazo a la pérdida del Estado de derecho, la condena de los crímenes y de las violaciones de los Derechos Humanos, el respeto a la memoria de los caídos, y el compromiso con un Chile fraterno y solidario, sin la estructura de desigualdad que dejó el ideologismo neoliberal y el terrorismo de Estado.
Del lado de los conjurados se repite el cinismo de siempre, y a pesar de la cantidad de años transcurridos y de la ninguna evidencia para ello, desde la derecha se vuelve a decir que “el país había zafado de una dictadura comunista que era verdaderamente inminente” como resumiera ese punto de vista, el senador Allamand, el sábado 8 de este mes, en La Tercera. Se trata del perenne afán de eludir una vergonzosa responsabilidad histórica.
La experiencia indica que son dos formas de pensar inconciliables, que tienen su lógica heterogeneidad interna y variedad de expresiones, pero son dos concepciones de la vida y de la sociedad que permanecerán como hoy, enfrentadas y opuestas mientras la historia y la política existan y se conciban como hasta ahora.
Usar la fuerza militar para aplastar al que se odia por incitación de la propia propaganda, como hizo en 1973 el afán oligárquico de la derecha, o luchar por la libertad sin someterse a la opresión como fue la voluntad de quienes nos opusimos a la dictadura.
Así, la derecha cuando tocan sus intereses repudiará la democracia y estará dispuesta a desecharla, la avidez de poder le hará abolir la libertad. Las demás fuerzas, no obstante sus diferencias e intereses específicos, van a bregar por la democracia para defender y representar las demandas de los suyos, la libertad es su ambiente y no están en condiciones de propiciar conjuras golpistas.
En efecto, la desestabilización tiene su raíz en la voluntad de derribar la propuesta de “la vía chilena” que inspiraba el gobierno de la Unidad Popular, esta no se apoyaba en las armas, ni en un Ejército paralelo ni en nada parecido. Hasta hoy no se encontró ningún miembro de esa tan mentada estructura castrense.
Por el contrario, el Presidente legítimo del país, Salvador Allende, mantuvo una permanente interpelación a la tradición de respeto irrestricto a la Constitución y la ley de las Fuerzas Armadas.
La derecha empezó a conspirar el mismo día de la elección de Salvador Allende. Como entonces no existía segunda vuelta en caso de no haber mayoría absoluta, el primer plan fue que el Congreso Pleno nombrara a Jorge Alessandri, segundo en los resultados, que este renunciara y luego se hicieran nuevos comicios presidenciales.
El pacto de garantías constitucionales suscrito entre los partidos de la Unidad Popular y la Democracia Cristiana bloqueó la acción de la derecha y conformó la mayoría parlamentaria necesaria para hacer fracasar esa maniobra.
De inmediato se embarcaron en la aventura que terminó, en Octubre del 70, con el asesinato del Comandante en Jefe del Ejército, general René Schneider, ejecutado por un comando ultraderechista de familias de la plutocracia, cuyas redes se anudaban con desleales mandos del estamento castrense. Y después, con el Presidente Allende en La Moneda, se ejecutó la desestabilización del gobierno propiamente tal, hasta concluir la conjura quebrando la institucionalidad, con el golpe de Estado.
La derecha derribó la democracia y no le importó la República, lo que queda en evidencia en los dichos de Carlos Cáceres, último ministro del Interior del dictador, que señaló en el mismo matutino: “el bombardeo a La Moneda fue necesario”, lo más increíble es que sostiene que fue por culpa del Presidente derrocado, por su “decisión de mantenerse en La Moneda”.
Las confusas divagaciones de Sebastián Piñera en El Mercurio, sobre la enfermedad de la democracia chilena al final es el mismo ejercicio, el culpable es la víctima, el victimario a lo sumo es prisionero de ingratas circunstancias.
Es decir, los sátrapas que asaltaron el poder, destituyeron el gobierno constitucional, lanzaron por Chile la caravana de la muerte, organizaron la DINA, el Comando Conjunto y la CNI y que ocuparon militarmente el país no tienen la responsabilidad, en el perenne cinismo de la derecha la víctima es la culpable, sobre quién se descargó un grado de violencia nunca habido en la historia de Chile, recae la responsabilidad definitiva.
Ese cinismo hipócrita hace imposible que puedan conciliarse los puntos de vista y explica el porqué gente como los llamados “conversos” asumen la perversa idea del “montaje” en lo relativo a los Derechos Humanos, en el fondo es lo mismo, para ellos el terrorismo de Estado fue un hecho histórico sin responsables, que simplemente “ocurrió”, pero ante el cual gente como ellos “decente”, “honorable”, no tiene responsabilidad, porque ellos no pueden tenerla, son los dueños de la riqueza y el poder, y lo que les corresponde es quedar exculpados, porque si, porque son ellos.
La derecha jamás aceptara su responsabilidad política en la tragedia vivida en Chille, desatada por la dictadura que ella patrocinó. El balbuceo de autocrítica por disolverse como partido nacional después del golpe de Estado es la misma coartada ante su silencio de década y media mientras se cometían las peores tropelías contra la dignidad de la persona humana. Ellos no existían, estaban “disueltos”.
No hay que caer en la trampa que la derecha llama de la “falsa superioridad moral”, de la izquierda, los hechos son como son y nada ni nadie podrá removerlos.