La humillación que acaba de sobrellevar Bolivia en La Haya no tiene precedentes. Para buscar su equivalente habría que remontarse al fallo de la Sociedad de las Naciones de 1921.
Sí, aquella vez en que ese foro rechazó de lleno la demanda boliviana de revisar el tratado de 1904. Pero el alcance de este antiguo revés careció entonces de reverberación pública. Tal episodio estaba condenado de antemano, vistas las limitantes culturales de la época, las del telégrafo y los diarios, a quedar confinado al medio ambiente diplomático, a los comentarios comedidos de las cancillerías y a los manuales de derecho internacional.
El mundo de hoy –el de Evo y García Linera- no es el de la Ginebra de la primer posguerra. En pleno imperio de la “aldea global”, del poder tecnotrónico y de la dictadura sarcástica de las redes sociales, una derrota como la del 1 de octubre, dada la expectativa sembrada por el propio Evo y su gobierno populista, solamente puede tener alcance universal. O sea, escenario planetario.
Es lo que el cabecilla de La Paz quería. Presuponía una victoria épica (puesto que era ante el mundo) sobre Chile… sin guerra. Antofagasta, llegó a desvariar, volverá a ser boliviana. Y nadie iba a quemar un solo cartucho en esa certera operación de reconquista.
La porfiada verdad es que Chile aplastó A Evo Morales Ayma en La Haya. Allí, en la arena de la liza, quedó lo que lanzó a ella: una siembra altamente demagógica de esperanzas, la deformación a sangre fría de la historia científica y una audacia tan maquinal como irresponsable. Todo esto, aderezado con una arrogancia y un exhibicionismo medial rayano en lo patológico.
Pero hay que reconocerle méritos a Morales. Debemos ser buenos hidalgos. Evo fue capaz de ensanchar las fronteras de la política populista a cotas inimaginables por el populismo mismo: trasladar la odiosidad y el frenesí por lo contencioso a un Foro-Mundo.
El resultado queda a la vista: hundimiento hasta el mutismo en la delegación altiplánica y depresión nacional profunda en la (correctísima) ciudadanía del país hermano. Mientras, las portadas y flashes de los noticieros de todo el orbe analizan y repasan las anécdotas de esta debacle sin precedentes.
Las redes sociales, de tanta incidencia en la expresión de opinión pública –era predecible- extendían sus pullas y chanzas impúdicas (hasta el mal gusto) a costa del caudillo paceño.
Así y todo, no hay que concentrarse exclusivamente en la maltrecha figura de Evo. Hay tres responsables directos del desastre que ameritan un comentario. Han sido sus corifeos (en el sentido helénico del término). A saber:
-Álvaro García Linera, el locuaz vicepresidente del Estado Plurinacional, que secundó eficientemente el despliegue comunicacional insidioso de su Presidente, quizás con mayor nivel hiperbólico y provocador (una semana antes se había burlado de la diplomacia chilena, supuestamente atribulada frente a la inminencia “de una derrota catastrófica”).
-Carlos Mesa Gisbert, historiador de pergaminos que sirviendo su cargo de vocero oficioso disipó su capital tratando de dar sustancia académica a una demanda improvisada y chovinista, subordinada a intereses electorales (los de Evo).
-Eduardo Rodríguez Veltzé, jurisconsulto que, al tenor del pronunciamiento de los jueces se abocó todos estos años a fabricar pruebas, mediante el expediente impresentable de transformar notas y textos diplomáticos reservados entre plenipotenciarios y cancillería en documentos jurídicos y “actas de obligación”.
Nos lamentamos por el pueblo boliviano, víctima de malabarismos retóricos y proposiciones incumplibles, que ve, una vez más, herido su sentimiento y honor nacional y su aspiración a una salida al Pacífico sur con soberanía plena. No se merecía semejante Gólgota mediático.
Más, en esto, los chilenos no debemos jamás equivocarnos: Bolivia, ese digno pueblo andino, es mucho más que su mandatario.
Eduardo Téllez Lúgaro
Académico e investigador de la Universidad Bernardo O’Higgins