Tradicionalmente se considera a las “ramadas” o “fondas” como uno de los espacios socioculturales y gastronómicos que por antonomasia han expresado la variante más característica de las tradiciones de la chilenidad, visibilizadas con mayor ahínco en cada septiembre, momento de celebración de las fiestas patrias.
Este espacio de divertimento nacional es territorio culinario de prácticas atávicas que evocan el sistemático esfuerzo estatal por materializar una nacionalidad homogénea, impuesta a todo el territorio político-administrativo con fines de naturalizar un imaginario de la chilenidad coherente con la extensión de su división política.
Estas prácticas de chilenización del espacio soberano -sobre rasgos de la zona central que se tornaron canónicos- fueron parte de un contexto histórico específico, en que el Estado nación decimonónica dispuso de una serie de registros (la cueca, el rodeo, las empanadas, el volantín, las ramadas, entre otros) para materializar lo estrictamente “chileno”.
Durante el siglo XIX, e incluso tras la Guerra del Pacífico (1979-1883), la conciencia nacional se vio fortalecida y todos los registros de nacionalidad fueron extendidos y exportados a latitudes distantes, territorial y culturalmente hablando.
La eficacia de esta imposición, durante décadas, puede ser evidenciada en la representación constante del rodeo y de la cueca en una ciudad como Arica, cuyo Club de Huasos constituye el orgullo local a pesar de que sus tradiciones ancestrales estén relacionadas a una doble adscripción: primero la aymará y luego la peruana.
Con todo, históricamente una tradición de la zona central como la “ramada” ha sido llevada a territorios culturalmente distantes para escenificar en territorio chileno una tradición del centro del país, a veces ajena a una dinámica local e identitaria de más larga data.
Lo cierto, es que hoy por hoy la existencia y práctica de estas tradiciones -vehiculizadas con acusado interés por el Estado- son indicativas de esas mismas fracturas, tensiones y resignificaciones que en los espacios donde se practican les han asignado.
No debe asombrar que en el caso de las ramadas, estas vayan mostrando las dinámicas híbridas y asimilatorias de distintos registros culturales, regionales y latinoamericanos de quienes las visitan y habitan con peculiar interés.
En este sentido, han sido una serie de influencias culturales regionales y extranjeras las que han ido sistemática y progresivamente performando una identidad nacional cargada de influencias culinarias y musicales ajenas. A mediados del siglo pasado fueron las rancheras las que otorgaron un sentido novedoso al folklor nacional, luego las cumbias y hoy las bachatas (incluso algunos hablan de “perreo andino”).
Así, la cueca y su lugar, las ramadas, hoy exhiben un caleidoscopio de bailes estrechamente relacionados al arsenal musical que portan los inmigrantes y los resabios de tradiciones regionales (Arica, Chiloé, etc.) a los cuales se les ha ido otorgando legitimidad y presencia.
La existencia de bailes y prácticas festivas distintas presentes en las ramadas no solo reflejan la existencia indiscutida de migrantes en Chile, sino la capacidad flexible y dinámica de la cultura material que la vive y articula.
Por ejemplo, el Mercurio de Antofagasta publicó hace unos días la inauguración de la Fonda Multicultural de la mentada ciudad, que reunió a un porcentaje no despreciable de extranjeros residentes allí. La nota destacó que en esta fonda se podrá disfrutar de diversas actividades, entre ellas, una muestra gastronómica y juegos provenientes de Colombia.
El intendente de la ciudad mencionó que junto con las clásicas ramadas de la ciudad se integrarán los inmigrantes con sus tradiciones pero también asumiendo y viviendo las propias de nuestro país. Paralelamente, grupos de descendientes de atacameños fueron también incorporados como parte del conjunto de tradiciones patrias. Esta situación puede observarse en diversas regiones del país con fuerte presencia de inmigrantes.
Si se analizan etnográficamente cada una de las expresiones actuales de la chilenidad en el espacio fondero, podemos ver una serie de elementos culturales que se dan la mano no sin tensiones y asimilaciones contradictorias y conflictivas, pero que expresan el contenido híbrido de sus productores.
Esta realidad -que en absoluto es nueva- viene a sostener una verdad ineludible, que parece un doble movimiento y que pone en tensión la transparencia cristalina de un elemento típico chileno; por un lado, asistimos a la mezcla de bailes y comidas extranjeras que se imbrican creativamente con las expresiones “nacionales” al respecto y, por otro, la capacidad de muchos inmigrantes residentes de apropiarse de la cueca y las ramadas como un lugar idóneo para reproducir la cultura de origen.
Como he advertido en algunas columnas de opinión anteriores referidas al problema de la interculturalidad, me parece que las tradiciones nacionales están abiertas a la recepción de nuevas prácticas culturales que van recreando la naturaleza propia de nuestro continente que se sostiene por un complejo y dinámico proceso de mestizaje.
Germán Morong Reyes
Centro de Estudios Históricos (CEH)
Universidad Bernardo O’Higgins