La disputa que desató la iniciativa emprendida por el alcalde de la comuna de La Reina en orden a patrocinar cursos dirigidos al adiestramiento de los vecinos de esa comuna en el manejo de armas debidamente inscritas, con miras a protegerse de la delincuencia supuestamente en alza, inspira preguntas atormentadoras.
Y no precisamente de las que se han alzado en el transcurso de la controversia desencadenada por ese discutido programa de auto-defensa municipal. No es solo la cuestión referente a qué hacemos con las armas legalizadas en poder de los particulares de esa comuna precordillerana y de otros muchos ayuntamientos del país. La interrogante más imperiosa es cómo hacemos retroceder e intervenimos el enorme arsenal ilícito diseminado por el territorio patrio y las redes que lo posibilitan.
El Presidente de la República, en alocución reciente, habló de 800 mil armas en circulación dentro de las fronteras nacionales y admitió una “guerra” sostenida contra este flagelo. Sin embargo, las cifras presidenciales remiten apenas a las armas en regla. El medio digital Pauta (2018), observa que la Dirección General de Movilización Nacional (DGMN) anota un total de 753.619 armas inscritas, en lo principal pistolas, revólveres y escopetas. La Subsecretaría del Interior, por su cuenta, reconoce ignorar el destino actual de una fracción considerable de este contingente (alrededor de 200 mil unidades).
Con todo, los datos implicados son mucho más graves y neurálgicos que los anteriores. Ya en 2013 la revista Capital, en un acucioso estudio, mostró que -¡un lustro atrás!- en Chile circulaban, de acuerdo a la Subsecretaría de Prevención del Delito, entre 700 mil y 1 millón doscientas mil pistolas sin registro.
Dada la situación, no es esperable que ese monto mayúsculo se encuentre estancado. En los últimos cinco años, lo más probable es que haya escalado. Si lo hubiera hecho moderadamente –en una presunción conservadora-, digamos en un quinto, el número oscilaría entre 840 mil y 1 millón 444 mil pistolas ilegales. Una suma aplastante por sí misma, igual o muy superior a las expuestas por la presidencia de la República.
Lo más intrigante, no obstante, es el problema del suministro, lo que también incluye la munición correspondiente. Fuentes de la Asociación Nacional por la Tenencia Responsable de Armas consultadas por Pauta hacen ver que el fructífero mercado armamentista chileno se debe en gran manera al contrabando en contenedores y por pasos cordilleranos clandestinos. De allí se surte el poder narco.
Las subametralladoras UZI, los fusiles de guerra y otros aditamentos sofisticados no han sido arrebatados por la delincuencia mediante robo o hurto a la población civil en sus hogares. En las casas de la ciudadanía honrada no hay una clase de artefactos de tal complejidad y poder de fuego; y los que se han extraído desde los recintos militares son todavía ínfimos. Su único origen posible es el tráfico ilegal, bajo la nariz de la autoridad.
Esto nos lleva a una conclusión aturdidora. La “expropiación” de pistolas y revólveres cometidas por los antisociales en los asaltos, o mediante el hurto simple, está lejos de ser la causa del aumento geométrico de las armas en manos de las bandas criminales, como han repetido sin mucha reflexión políticos y periodistas despistados. El origen del mal está en otra parte. Este repunte únicamente puede entenderse por la acción avasalladora del comercio ilícito y la presencia de un ancho mercado negro.
La misma DGMN le reconoció a los inquisitivos sabuesos de Capital cifras sugerentes. Desde el año 2005 a hoy, las armas “extraviadas llegan a 26.933. En el año que corre se habían perdido 995 durante el primer trimestre. En cuanto a las robadas (mediante asalto violento) por la delincuencia desde 2005 a esta parte, ellas ascienden a 21.980. Entre 2015 y 2018, a su vez, 517 han sufrido hurto.
Se entiende que el dígito total de armas perdidas, robadas y hurtadas debe ser aún mayor para el periodo 2005-2108: Una parte considerable de los civiles afectados no declara el hecho por razones distintas.
Estirando los guarismos podríamos especular que son unas cien mil, lo cual parece exagerado. Lo interesante es la desproporción. Este dato, incluso inflando la cifra, se vuelve impotente a la hora de dar cuenta del alza explosiva del armamento ilegítimo. Restaría siempre entre 600 mil y un millón cuatrocientas mil armas de fuego al margen del catastro oficial.
Obviamente la “libre concurrencia” encubierta y los negocios del crimen organizado constituyen factores mucho más incidentes en la elevación de la cifra de fierros sin matrícula alguna.
Mientras, nos resignamos a seguir pronunciando vanamente las preguntas de rigor ¿Cuáles son las políticas públicas enfiladas a desarmar a las bandas de narcotraficantes atrincheradas en las poblaciones periféricas de Santiago y las grandes ciudades de regiones? ¿Qué estrategia hará plausible una reducción drástica de los arsenales clandestinos en manos del crimen común y del organizado? ¿Seremos capaces como Estado de confrontar un poder armado y violento cuya capacidad “bélica” se amplifica sostenidamente y con impúdica fluidez? ¿Quién las responderá? Silencio en el campo.
Son las preguntas que nadie hace en el debate. Parte de las “cosas nunca dichas”, tan propias de esta República. No formularlas ni menos intentar contestarlas nos saldrá, de seguro, muy caro. Cruelmente caro.
Eduardo Téllez Lúgaro
Académico e investigador
Universidad Bernardo O’Higgins