No cabe la menor duda del proceso sistemático de inmigración que vive nuestro país a partir de las últimas dos décadas, proceso mayormente gatillado por la progresiva estabilidad económica de Chile y su consecuente aumento de la oferta laboral (claramente percibida así por los sujetos que deciden migrar al país).
Este proceso, cuyas consecuencias no están aún bien ponderadas, ha implicado comenzar a concebir el escenario nacional en el marco de relaciones interculturales no exentas de conflictividad, a partir de la existencia de diversas nacionalidades y/o identidades específicas que residen en Chile. La presencia de inmigrantes en nuestro país viene determinando ciertamente una variada gama de políticas gubernamentales destinadas a la mejor incorporación de estos en ámbitos socioeconómicos específicos; trabajo, residencia, educación, salud, etc. Pero, al unísono, problematiza el escenario de convivencia sobre la base del respeto a la diversidad y la tolerancia, en función de la necesidad de fomentar el respeto a los derechos humanos mas elementales.
Lamentablemente, y a pesar de que nuestro país ha vivido históricamente variados procesos de inmigración, la sociedad chilena expresa cierta reticencia y odiosidad hacia haitianos, dominicanos, colombianos, ecuatorianos, venezolanos, entre otros. De hecho, asistimos regularmente a prácticas discriminatorias o de violencia física ante la indolencia complaciente de muchos chilenos que perciben al extranjero de forma negativa sobre la base naturalizada de prejuicios y estereotipos, entre ellos, la falsa idea de que vienen a quitar el trabajo, a imponer costumbres deleznables o simplemente en considerar que la diferencia fenotípica es sinónimo de inferioridad sociocultural.
Los medios de comunicación con cierta regularidad ponen en evidencia reiteradas prácticas de agresión sobre inmigrantes, objeto de la indiferencia de las instituciones públicas o de la violencia explícita que los denigra en su condición de personas humanas. Solo recordar al haitiano acuchillado o a su compatriota lleno de mayonesa en la cara, o a la mujer de la misma nacionalidad que murió tras cuatro horas de esperar una ambulancia. Los acontecimientos mencionados muestran que gran parte de la sociedad chilena no ha podido asumir o incorporar una actitud decididamente en clave intercultural.
Ello implica un proceso permanente de relación, comunicación y aprendizaje entre personas, grupos, conocimientos, valores y tradiciones distintas, orientada a generar, construir y propiciar un respeto mutuo, y a un desarrollo pleno de las capacidades de los individuos, por encima de sus diferencias culturales y sociales. En sí, la interculturalidad intenta romper con la historia hegemónica de una cultura dominante y otras subordinadas y, de esa manera, reforzar las identidades tradicionalmente excluidas para construir, en la vida cotidiana, una convivencia de respeto y de legitimidad entre todos los grupos de la sociedad.
A la luz de lo señalado se torna necesario discutir y reflexionar seriamente sobre las condiciones en que se esta y se estará desarrollando le educación nacional –con énfasis en la capital, lugar de concentración de la mayor cantidad de inmigrantes- y de allí considerar nuevos planes y herramientas curriculares aplicados a estos nuevos escenarios educativos plurales.
Sin lugar a dudas, la educación es uno de los medios axiales a través de los cuáles pueden generarse cambios en las formar de representar y concebir la presencia de inmigrantes en todos los aspectos que involucra la vida cotidiana. La tradicional idea de homogeneidad que acompañó el desarrollo educativo y el ejercicio curricular no calza hoy con la realidad, con las manifestaciones diversas que dan cuenta de una heterogeneidad que ni la sociedad ni la escuela pueden obviar y que la era de la información y conocimiento ayuda a visibilizar.
La educación, por tanto, no puede estar al margen de tales exigencias en la medida que los temas que subyacen en ese desafío están directamente vinculados con la construcción de ciudadanía, el binomio inclusión-exclusión social y la valoración y aceptación del otro distinto. En este sentido, los desafíos que deberá enfrentar la educación son múltiples. Dentro del conjunto de responsabilidades de la educación formal y del profesorado básico, secundario y con implicancias en la educación superior, está incluir la interculturalidad como elemento básico del sistema educativo, asumiendo la diversidad cultural desde una perspectiva de respeto y equidad social, una perspectiva que todos los sectores de la sociedad tienen que asumir hacia los otros.
Esta perspectiva tiene que partir de la premisa de que todas las culturas tienen el derecho a desarrollarse y a contribuir, desde sus particularidades y diferencias, a la construcción del país. Debemos recordar el tiempo histórico que nos ha tocado vivir, caracterizado por la libre circulación de personas y la presencia de espacios cosmopolítas que demandan actitudes democráticas frente a un mundo globalizado.
Es fundamental advertir de que se trata de un proceso irreversible por lo que debemos superar fundamentaciones nacionalistas, ya que, la realidad más íntima nos lleva a pensar que las relaciones sociales que mantendremos como sociedad de aquí en adelante estarán configuradas por una red heterogénea de valores, costumbres e identidades. Con todo, y como sostienen diversas investigaciones recientes, la educación intercultural deberá afrontar tres grandes temas; el reforzamiento sistemático de los derechos de grupos étnicos, culturales o minorías nacionales, la lucha contra el prejuicio racial y las formas de integración intercultural y la adecuación del sistema educativo y de la propia pedagogía a las exigencias de un mundo transnacional.
Germán Morong
Director Centro de Estudios Históricos
Universidad Bernardo O´Higgins