Alrededor de seis años demoró la académica Macarena García en dar forma a “Enseñando a sentir. Repertorios éticos en la ficción infantil” (Metales Pesados, 2021), una investigación que ahonda y cuestiona los contenidos de la literatura para niños desde sus usos hasta sus motivaciones y clichés.
“Lo que motiva este texto, el libro en sí, es más bien dónde surge la instrumentalización de la literatura y de la ficción infantil en general, para educar las emociones. Y eso empieza a parecer de forma muy clara hace unos 15 años, 20 quizás, y esto cada vez se ha ido intensificando más, sobre todo en la primera infancia”, cuenta a BioBioChile la doctora en Antropología Social y Estudios Culturales de la Universidad de Zúrich.
¿Para qué leen los niños? ¿Qué entendemos por “leer por placer”? ¿Por qué existen lecturas “aptas” que se celebran? ¿Cómo, supuestamente, se tiende a crecer a través de la lectura? Todas estas son interrogantes y catalizadores de una investigación que encara a títulos consagrados del subgénero, como “El monstruo de colores” de Anna Llenas, e incluso a intocables de la filmografía infantil, como “Intensa-mente” de Pixar.
El principal problema con estos dos títulos y sus sucedáneos, según García, es el siguiente: “La idea es que este tipo de textos les enseñen las emociones a los niños y las niñas porque ellos tienen que aprender a nombrar lo que sienten. En esa lógica se enseñan ciertas emociones, no otras, y se estructura una jerarquía de emociones: están las emociones positivas y las negativas, y finalmente esta instrumentalización de la lectura para educar las emociones termina siendo muy acrítica, en donde se educa para cierta emocionalidad específica y se intenta una y otra vez que los conflictos se solucionen y se solucionen de una manera feliz”.
Un ejemplo de lo anterior: la rabia, una emoción y estado recurrente en los niños pocas veces tratado en la industria cultural infantil, generando que esta deje de “tener una funcionalidad, por decirlo así”.
El formato predilecto para este tipo de títulos es el “libro-álbum”, artefacto común en las librerías que se jactan de una “sección infantil”. “Estos libros que son ilustrados y muy bonitos son especialmente para la primera infancia, pero no necesariamente. Son libros para educar las emociones y para hablar de ciertos temas difíciles de los que pareciéramos no saber hablar”, detalla.
Aquí, una de las primeras premisas de su diagnóstico: “En los adultos pareciera que hay temas que no sabemos tocar. Siempre está la idea de, bueno, entonces te voy a crear un libro de la muerte, o te voy a traer un libro que habla de la guerra, de los refugiados o de migración. Temas de los que no nos sabemos hacer cargo, y le pedimos a ciertos libros que lo expliquen de forma, en muchos casos, muy limitada”.
En su diagnóstico, estamos ante una oferta editorial en su mayoría “acrítica, de un uso muy plano de la literatura, donde se pide enseñar y sentir pero sin sentir, ojalá sintiendo poco. Entonces hay una limitación: ponerle límite al sentir”.
(P): Hablas una la “política de la felicidad” que impera en estos libros y parte de la industria. ¿Cuáles son los riesgos y las consecuencias de este fenómeno en los niños?
(R): Ese es un término que se lo saco a Sara Ahmed, que es una filósofa feminista pesimista podríamos decir (risas). Ella tiene un término que lo traduzco como “aguafiestas”, pero donde ella se autodenomina la “feminist killjoy”. Ella tiene varios textos que hablan sobre ciertos usos o ‘disciplinamientos’ de lo emocional, y tiene un libro que se llama “La Promesa de la Felicidad” y ahí explica esta política de la felicidad, que es el hecho de que siempre te estén prometiendo una felicidad futura si tú haces ciertas cosas y dejas de hacer otras.
Y siempre es un futuro, un futuro que se te promete una y otra vez y para los que te tienes que orientar de cierta manera. Y ella lo ve en la estructura de la sociedad neoliberal capitalista en la que tienes que ir consiguiendo siempre ciertas cosas para ser feliz más adelante, y te alienas de la forma en que dejas pensar tu presente y te compras que la felicidad son aquellas cosas que te están vendiendo para ser feliz. Y me pareció interesante traer (el concepto) para pensar en las formas que reproducimos discursivamente en el espacio de la infancia y la educación en específico, porque sobre todo la educación está súper cruzada por esa idea del futuro: siempre está esa idea de que los niños y las niñas tendrían que aprender algo para el futuro. Entonces, una y otra vez vamos postergando cosas, y cuando hablamos incluso de calidad en educación muchas veces no tienen que ver ni con un presente ni con un bienestar.
(P): ¿Debieran los padres desechar la idea del uso instrumental de la lectura para que sus hijos “aprendan” el sentido de las emociones? ¿Se debiera desechar la idea del libro como un “manual emocional”?
(R): Bueno, es que ahí hay varias preguntas en una. Un manual emocional así, plano, sí. Por otro lado sí creo que efectivamente la literatura, si le quitamos que la literatura infantil está muy normada, es un espacio de disidencias y de afectos y de afectos no normados, entonces en sí no es un espacio de normativas. Diría yo que no es una respuesta de blanco y negro, sino que es un espacio muy rico para explorar lo emocional si es que le quitamos, sobre todo, las formas en que circula la literatura infantil.
La propuesta es, si uno no norma las emociones, si uno las deja más libres, si dejamos de tratar que sea un manual, será efectivamente un campo muy rico y muy complejo para experimentar y significar lo emocional. Más bien se trata de pensar los usos de una forma más compleja. Se tiende a ver como un binario. Se dice: ¿la literatura infantil debería servir para algo? Entonces tiene que servir para que aprendas lenguaje, cierto contenido, o para que aprendas ciertas emociones y para que aprendas a nombrarlas. En la otra vereda está la literatura infantil que no tiene que servir para nada, porque cualquier función la vuelve aleccionadora y didáctica. Lo que trato de mostrar aquí es que, no es ni blanco ni negro. No podemos desechar la idea del uso de lo estético; está ahí, el uso de lo estético siempre ha estado.
(P): Le dedicas un capítulo a “Intensa-mente”, la película de Pixar, que también intenta “educar” al niño-espectador. ¿Qué sacaste en limpio después de este análisis?
(R): Las películas de Pixar tienen mucho de filosofía, no he visto la última porque parece que no se está preguntando tanto por el orden del mundo (“Soul”). En general, las películas de Pixar me parecen muy interesantes para pensar cómo es que se reproduce discursivamente la infancia. Ahí es que uno va viendo cómo van avanzando y cómo van asumiendo ciertos temas, cuáles son los temas que entran y cuáles son los que no. Es muy interesante para ver la producción de un cierto consenso “progresista” en relación a la infancia. Esta película en específico tiene que ver con las emociones, aunque todas las películas tienen que ver con las emociones.
En este caso es cómo las emociones ven las emociones… El libro que más se lee en castellano hoy es El Monstruo de Colores, que es este libro sobre este monstruito que tiene que aprender a diferenciar las emociones y guardarlas en un frasquito de vidrio, y que las emociones son distintas unas de otras y hay toda una jerarquización también que ocurre ahí. Ese libro se lee muchísimo, y la lectura de ese libro, la fascinación que tenía por parte de padres, por parte de profesores, el uso, fue algo que me motivó a la investigación, de hecho. Fue uno de los gatillantes de que “aquí está pasando algo que hay que mirar”. Intensa-mente hace lo mismo, también se usa mucho en las escuelas, en las aulas de pre-escolar con esta misma idea de educar las emociones. También me interesó mucho porque en un momento estuve apoyando un trabajo de etnografía de mi escuela, y me di cuenta que la usan también las psicólogas: tenían los monitos de Intensa-mente pegados en la oficina y cuando llega un niño o una niña, les preguntan con cuál de estas emociones se identifican. Es una película que refleja y al mismo tiempo produce este orden de lo emocional, refleja esa cultura que tenemos de lo que ahora se llama la “positividad tóxica”.
(P): ¿De qué trata la positividad tóxica?
(R): Es un término que se está instalando ahora pero cuando empecé a ver esto todavía no aparecía: es “la alegría por sobre todo”. Y la película se supone que trata de problematizar esto, porque la alegría se tiene que dar cuenta que tiene que tomar en cuenta a la tristeza, y sola no lo va a conseguir. Y la alegría tiene que parar un poquito y atender las otras emociones. Pero aunque haya un poquito de ese juego, la lógica de la película sigue siendo la alegría por sobre todo y de orientar todo positivamente hacia la alegría, como si las otras emociones sólo estuvieran para molestar un rato, no fuesen productivas en sí, o no hicieran cosas buenas, por decirlo así.
(En la película) las otras emociones son algo que tenemos que aprender a manejar porque no podemos reprimirlas, pero no es que hagan cosas buenas. Intensa-mente me pareció muy interesante porque permitía ver esta producción de la cultura de las emociones para la infancia desde un lugar de mucho consenso. Además, son películas que suelen ser éxito de taquilla, de crítica, a los padres les encantan y a los niños también. Entonces, permite ver cómo se produce ese acuerdo de qué es lo que es bueno.
(P): Citas a Enrique Lihn en “Porque escribí”: “No se trata tanto de ser feliz, pero tener raras certezas e ilusiones”, dices. Y hablas de la literatura (infantil) como un “espacio de construcción”.
(R): Sí, la literatura como un espacio de construcción, un espacio de duda y de prueba, y de posibilidad diría yo. Creo que se trata sobre todo de eso, de un espacio de posibilidad. Esa cita vino de ese poema en donde él dice, básicamente, escribí porque no podía hacer nada más, entonces era lo único que podía hacer. Y lo pienso también en por qué uno lee. Tiene mucho que ver con eso, porque es en el lugar que parece que se puede ser, e incluso eso tiene que ver con la norma. Cuando afuera todo lo otro puede estar normado, de pronto la literatura, las artes en general, dan y abren esos espacios. Son espacios mucho más porosos, mucho más complejos, mucho más ricos.
(P): Esa idea ronda toda la investigación…
(R): Me vino mucho a la mente porque, en el libro no aparecen mucho, pero hicimos distintos estudios de la política pública de fomento lector, documentos que se hacen y se distribuyen a las escuelas para fomentar la lectura. Y en esos documentos aparece de forma muy clara todo “lo bueno” que pasa si lees, y entre las cosas buenas dicen, estos documentos, explícitamente, si lees “vas a tener un mejor trabajo en el futuro”. Y ahí tienes por una parte esa promesa del futuro. Si lees aprendes a poner acentos, aprendes a redactar mejor, qué sé yo, eso tal vez. Pero de ahí a tener un mejor trabajo, me parece que es algo muy difícil de calzar con la experiencia poética, podemos decir, de la disidencia y de ese lugar que habla en el poema Enrique Lihn, de no poder estar en ningún otro lugar. Porque escribo, porque no tengo otra forma de ser. Y también eso tiene algo que ver con leer: leo porque no tengo otra forma de ser, no tengo otra forma de estar. Entonces, es muy raro que aparezca el fomento lector tan vinculado al estudiante ideal, cuando la literatura y las artes, son espacios de disidencias que difícilmente van a encajar con el estudiante ideal.
(P): En el sentido estricto, esta investigación es pesimista respecto a la oferta literaria infantil actual. ¿Dónde uno puede escapar de esta “política de la felicidad”?
(R): Por una parte, claro, en los libros- álbum hay esta política de la felicidad (Oliver Jeffers, por ejemplo). Pero también en el libro-álbum, probablemente a propósito de la ilustración y la escritura, hay obras maravillosas y hay ilustradores que se han venido a refugiar en ese espacio porque les permite una forma de hacer arte. Entonces diría que sí encontramos muchas cosas muy interesantes y claro, el problema yo diría no es tanto en la edición misma sino que tal vez en la circulación: hay cosas que cuesta mucho más encontrar.
Por ejemplo, un libro del que yo hablo. y que a mí me gusta mucho es La Isla, un libro súper duro, de este autor suizo radicado en Australia, Armin Greder, en el que llega un hombre a una isla desnudo y el resto se une en contra de él. Y al principio el texto dice que lo acogen pero siempre lo tratan muy mal. Y al final, estos pueblerinos que no saben qué hacer con él, lo arrojan de vuelta al mar. Básicamente el libro termina ahí, en que matan al recién llegado. Y ese es un libro que en principio, nadie se lo daba a los niños, un libro que le costó tanto hacerse camino y que hoy vemos recomendado en muchas de las listas de recomendación en distintas partes del mundo. Es un libro que el Ministerio de Educación reparte a las escuelas con mayor número de estudiantes de familias migrantes; es un libro que logró cruzar esa barrera en que algo no sería apropiado. Yo no sería tan pesimista, está lleno de muy buenos libros dando vuelta, hay editoriales interesantes, se hacen esfuerzos por salir de lo más superficial (ver recuadro con recomendados de la autora).
(P): ¿Es la edad un factor al momento de recomendarle un libro a un niño o a un joven?
(R): En general hago el esfuerzo de salir de la lógica de las edades, de que hay libros para ciertas edades. No sólo yo sino que los distintos comités que seleccionan y recomiendan libros, por lo menos los que hacen un trabajo más interesante, están tratando de salir de la recomendación por edad, porque la edad es sólo una de las variables de por qué le puede gustar o no le puede gustar un libro. Con los adultos uno no hace eso, ¿qué le regalo a una persona de 41? ¿Qué le regalas a una persona de 60? ¿A una de 25? Y ahora una de las variables que está siendo más clara es la de género. Si uno va a una librería, te dicen ¿es un libro para una señora o un señor? (risas) Pero con los niños tendemos a pensar que la variable más importante es la edad.
Algunos títulos libros infantiles recomendados por Macarena García:
“La peor señora del mundo”, de Francisco Hinojosa (FCE).
“El pequeño libro rojo”, de Phillipe Braseur
“Abuelo”, de Lilja Scherfig y Otto Dickmeiss
“Los días felices”, de Bernat Cormand.
“Cigarra”, de Shaun Tan.
“Un diamante en el fondo de la tierra”, de Jairo Buitrago y Daniel Blanco.
“Madre medusa”, de Kitty Crowther.
“Un mundo raro”, de María José Ferrada.