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Murió Mario Vargas Llosa. Y con su partida se reactivó —una vez más— el ritual de canonización que sigue a toda muerte ilustre. Se multiplican los homenajes, se recitan títulos, se citan fragmentos. Todo parece indicar que asistimos a la despedida de uno de los últimos grandes escritores del siglo XX. Pero, ¿lo es?

Por Amanda Durán

poeta

La pregunta puede parecer impertinente. O innecesaria. Pero vale la pena formularla con honestidad: ¿cómo leeríamos a Vargas Llosa hoy si no hubiera sido premiado con el Nobel en 2010 ni acabara de morir en 2025?

La respuesta puede incomodar a muchos. Porque más allá del prestigio acumulado, del protagonismo mediático o de la estatura que le confiere haber sido uno de los pilares del Boom Latinoamericano, su obra —especialmente la más reciente— ha mostrado signos de fatiga, repetición y pérdida de profundidad.

Nadie discute la potencia de su primera etapa: La ciudad y los perros (1963), La casa verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969) no solo marcaron un antes y un después en la narrativa hispanoamericana, sino que colocaron a Perú en el mapa literario mundial con una prosa ambiciosa, estructuralmente compleja y socialmente crítica.

En esas obras, Vargas Llosa fue un innovador. Un narrador dispuesto a tensar el lenguaje, a multiplicar voces, a incomodar con lo que narraba y con cómo lo narraba. Allí se encontraba el escritor audaz, ese que escribía con furia, con hambre de verdad.

Pero a partir de los años 90, y especialmente después de La fiesta del Chivo (2000), algo comenzó a cambiar. La estructura de sus novelas se hizo más convencional. Sus personajes empezaron a responder más a ideas que a conflictos humanos. Sus historias parecían nacer, muchas veces, del deseo de ilustrar una tesis, y no de la necesidad genuina de explorar lo humano a través del arte.

El paso de la narrativa compleja a la novela explicativa fue sutil, pero progresivo. El narrador se fue pareciendo cada vez más al ensayista, al columnista, al ciudadano preocupado por la democracia y el libre mercado, pero menos al novelista capaz de reinventarse a través de la ficción.

Esto no es necesariamente un pecado. Muchos escritores cambian, se tornan más reflexivos o más ideológicos. Pero cuando ese cambio viene acompañado de una pérdida de tensión formal, de riesgo literario, de exploración narrativa, entonces la obra comienza a depender de factores externos para mantenerse vigente: la visibilidad política, los premios, la polémica.

El Premio Nobel de Literatura, recibido en 2010, congeló su figura en el bronce. No por injusto —su trayectoria hasta ese momento era, sin duda, merecedora de reconocimiento—, sino porque el premio funcionó como un blindaje. A partir de entonces, cada nueva novela fue celebrada más como un acto de permanencia que como un verdadero acontecimiento literario.

¿Leeríamos con el mismo interés El héroe discreto o Tiempos recios si no llevaran su firma? ¿Habrían sido igualmente reseñadas, premiadas, traducidas?

Vargas Llosa ha dejado una obra vasta, influyente y, en muchos tramos, brillante. Pero también ha dejado una serie de libros menores, escritos con corrección pero sin deslumbramiento. Y si queremos honrar su legado, debemos poder leerlo con lucidez, sin la neblina del homenaje ni el peso del bronce.

El lugar de un escritor en la historia no lo determina su muerte ni los premios que recibe, sino la persistencia de su obra en el tiempo. Y eso solo lo decidirán los lectores que lo lean —o no— dentro de veinte, treinta, cincuenta años. Por eso, la mejor manera de despedirlo quizá no sea con más medallas, sino con una pregunta abierta: ¿qué Vargas Llosa vale la pena volver a leer?

Y si la respuesta es que solo uno o dos —los primeros, los rabiosos, los que escribían antes que opinaran—, entonces habrá que aceptar que a Vargas Llosa no lo salvó su última novela, sino su pasaporte diplomático al Olimpo de los premiados.

Tal vez su mayor talento no fue narrar como nadie, sino haber llegado a tiempo al aeropuerto de Estocolmo cuando ya nadie discutía su literatura y todos aplaudían su postura.

Murió un Nobel. Pero el lector no está obligado a aplaudir ni a reverenciar. Que descanse en paz. La lectura solo tiene sentido cuando nace del deseo, no del deber. Que vuelva a ser libre, feroz, insaciable.