Hace más de 30 años, me sorprendí al ver un libro de fines del s. XVIII que daba indicaciones precisas sobre qué torturas y en qué casos aplicarlas a acusados. Había sido escrito para nuestra América bajo dominio español.
Veníamos saliendo de una larga dictadura, prolífica en torturas y en la violación masiva y sistemática de muchos otros Derechos Humanos. Quedé impactado con la elegante y bien cuidada publicación.
Andrés Domínguez, abogado de la Comisión de Derechos Humanos y propietario del valioso libro, me contradijo. Sostuvo que el libro había sido una buena medida en su momento, porque evitaba mayores abusos. Limitaba el actuar desbordado de psicópatas, sádicos y “entusiastas”, fijando límites claros. Una relación entre torturas y gravedad de las acusaciones.
Don Andrés, además, agregó que la ley del “ojo por ojo, diente por diente”, que me parecía tan “bárbara” -por supuesto, afloraba mi cultura cristiana de poner la otra mejilla- había sido, también, un gran avance. Ella estaba destinada a frenar que jueces aplicarán sanciones proporcionalmente mayores a los delitos cometidos. Como condenar a muerte a alguien que robara.
En este punto, vale pensar si, en determinadas sociedades, un robo es solo eso o, además, atenta contra el sistema de funcionamiento y de relaciones dentro de ella. Pero ese es otro tema.
Ojo por ojo, la Ley de Talión
“Ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.” (Éxodo 21:24-26, Reina-Valera. www.biblegateway.com).
“Fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente; la misma clase de defecto que le cause al hombre, eso es lo que se le debe causar a él” (Levítico 24:20. www.jw.org)
Talión, palabra derivada del latín que significa igual pena a igual delito, da origen a la que posiblemente es la primera ley que incluye la presunción de inocencia al permitir a las partes aportar pruebas. Funcionaba, además, como una barrera o contención a la venganza. Esa que inflige penas mayores -a veces mucho mayores- a los delitos o daños producidos.
La Ley de Talión está presente en el Código de Hammurabi, escrito el año 1.750 antes de Cristo (hace 3.775 años aproximadamente), por el homónimo rey de Mesopotamia.
Pude entender y reconocer que Don Andrés Domínguez tenía razón. La ley del Talión, al igual que el libro que regulaba las torturas, por brutal que parecieran habían sido grandes avances en sus tiempos. Para el contexto histórico en que habían sido hechos.
Lo que no esperaba en esos años, y me cuesta entender hoy, es que retrocediéramos. Que, en la práctica, tanto la Ley del Talión como ese libro fueran desechados para volver a prácticas de tiempos anteriores.
La Ley de Dios versus las leyes humanas
La Ley del Talión es una ley humana, hecha y aplicada por seres humanos, como lo eran el rey Hammurabi y sus súbditos de la corte de Babilonia. O, para otros, es una ley hecha por Dios para los hombres.
Sin embargo, en el mismo Antiguo Testamento, Dios y sus seguidores no respetan la Ley del Talión. De su lectura se desprende -o eso, humanamente, entiendo- que ella no aplica cuando se trata de asuntos de Dios, ni rige para su propio pueblo cuando se enfrenta a otros pueblos. Así, en su nombre y en el de su pueblo, les está permitida la venganza, pueden cometer masacres, diezmar al enemigo, perpetrar genocidios. A los “otros” se les puede imponer hambrunas, expulsarlos de sus tierras, y por supuesto destruir los templos dedicados a sus “dioses falsos”.
Ilusión
La Ilustración, valores como “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, los Derechos Humanos con sus derivadas como son los derechos de los niños, o el derecho internacional, son construcciones culturales. Pareciera que estas queridas construcciones son tan frágiles como ciertas culturas, sujetas a ser avasalladas, borradas.
Frente a todo el andamiaje “civilizatorio” anterior, ha regresado con toda su fuerza avasalladora la Ley de Dios. Esa de arrasar -con las siete plagas, con masacres, bombardeos indiscriminados o lo que sea necesario- todo lo que se oponga a Él y su pueblo.
“El siglo XXI será espiritual o no será”, André Malraux.
Parece que el filósofo francés tenía razón. Al menos hasta ahora. Lo que no nos dijo Malraux -o no vislumbró- es que esa espiritualidad iba a ser fanática. Y se iba a expresar, enceguecida, más que de manera espiritual, a través de las armas, de las violencias.
A menos que, en lo que queda, se termine la barbarie de los dioses sanguinarios y sus seguidores para llegar a una espiritualidad de la paz, de la convivencia, del aceptar diferencias y aprender a convivir con ellas.