Esta es una historia vieja, de 1985. Con muchos actores, en circunstancias difíciles, en lugares complejos. Fue en la población La Legua y en el Campus San Joaquín, de la Pontificia Universidad Católica de Chile. La historia, para que no sea tan dispersa, estará centrada en el pianista Roberto Bravo.

Un contexto sombrío

A mediados de 1985, un grupo de estudiantes de arquitectura y arte, de la Universidad Católica, fuimos a pintar un mural en un jardín infantil de la Población La Legua. Fue durante un fin de semana. Una serie de malas coincidencias y peores interpretaciones, provocaron la airada reacción de Nelson Murúa, alcalde de San Miguel. Todavía no se creaba la Comuna de San Joaquín. Hizo borrar el mural con pintura blanca, con los niños presentes, muchos de los cuales se pusieron a llorar a mares. Y despidió a una o dos funcionarias del establecimiento, incluyendo a la hermana de un estudiante de arquitectura, que fue la que nos invitó a pintar esa pandereta gris.

En ese contexto, una acción puntual por mejorar un jardín infantil de un sector empobrecido, donde funcionaba al menos una olla común, se transformó en un trabajo de varios meses…

Roberto Bravo en la capilla de La Legua

Luego de las medidas tomadas por Nelson Murúa, hicimos varias actividades “reparatorias” y de solidaridad. Muchas veces con la presencia, vigilante, de hombres de negro, con anteojos de Sol, en vehículos sin patente. Una de ellas -no recuerdo cómo surgió ni quién gestionó- fue organizar una presentación del pianista Roberto Bravo en la capilla de La Legua.

La parroquia San Cayetano era una construcción sencilla, ubicada frente a la plaza, cerca de un colegio y al costado de la Casa de la Cultura. Su cura era el sacerdote belga Guido Peters, una persona muy comprometida tanto con los fieles como con los pobladores. Un hombre valiente y decidido.

El día de la presentación, un sábado en la tarde, la parroquia estaba repleta, con vecinos de todas las edades. La expectación era sobrecogedora. Era como si, como un regalo del cielo, llegara un gran artista de otro mundo.

Entonces, sin aspavientos, llegó Roberto Bravo, sencillo, sin una figura imponente. Pero con una sonrisa, una fluidez y naturalidad, que hizo que todo se relajara. Guido Peters facilitaba, llamando personas, dando indicaciones, sin dar pie a que el foco estuviera en otro lado, solo en el pianista.

Roberto Bravo probó el piano -que no sé de dónde salió- luego llamó a los niños a sentarse en el suelo, cerca de él. Para que vieran y escucharan mejor. No sé si era una estrategia, empatía o una forma de dejar libres sillas cuando éstas se hicieron pocas. O todo lo anterior. Pero el que los niños estuvieran ahí, cerquita, hizo que éstos, de tan diversas edades, traviesos, escucharan todo el concierto atentos, casi siempre en silencio.

Roberto Bravo tocó en especial para los niños. Los miraba y, hablando a todas las personas que asistieron, tenía palabras y preguntas especiales para ellos.

El repertorio

Tenía temor, es cierto, no solo de los hombres de oscuro. ¿Qué música podía ser apropiada, en ese lugar, para ese público? No lo sabía, pero Roberto Bravo sí. Fue un transitar armonioso de composiciones cortas que fueron desde lo clásico -con Chopin, eso creo recordar- hasta llegar a temas populares.

Lo que hizo Roberto Bravo fue mostrarles “su” música de pianista clásico como interpretar música que los pobladores consideraban de ellos. Hizo un puente entre distintos géneros, épocas, mostrando que están conectadas, que forman parte de nuestro espíritu como Humanidad. Durante esa hora, que es lo que debe haber durado su presentación, los pobladores y todos los presentes, nos sentimos parte de una gran comunidad. Es difícil expresar lo que eso era en esos tiempos, en esos momentos, en ese lugar.

Roberto Bravo en el Campus San Joaquín

“No hay primera sin segunda”, podríamos decir para no invocar dichos populares soeces. Lo cierto es que el “éxito” de la actividad nos entusiasmó. Además, punto central en esta historia, la oposición a la dictadura, a los gremialistas de Jaime Guzmán y compañía, había ganado la Federación de Estudiantes de la Universidad Católica (FEUC). En las urnas, con voto directo. Algo inédito e inesperado por las autoridades. Como lo fue años más tarde el triunfo del NO en 1988.

Entonces, si nosotros habíamos ido a La Legua, ¿por qué los pobladores no podían ir a la UC? Entonces, la idea fue replicar la presentación de Roberto Bravo en el auditorio del Campus San Joaquín. Fue un día de semana, cuando se empezaba a poner el Sol.

Hubo una micro para llevar pobladores, pero fue insuficiente. El resto nos fuimos en lo que parecía una “marcha” sin lienzos ni gritos de consignas, sino con la alegre conversación previa a un gran evento. Una alegría que no se vio reflejada en muchos estudiantes de la UC al ver llegar esta “poblada”, tan desordenados, alegres y ruidosos.

El auditorio era mucho más formal que la parroquia, con un escenario “de verdad”, con graderías e iluminación profesional. Entonces, con un repertorio de características similares al anterior, Roberto Bravo dio un concierto impecable. Un concierto “como es debido”. Sin niños “revoloteando por ahí”.

¿Quiere un helado… o un yogurt?

Todo salía de maravillas. Los pobladores estaban emocionados, tanto por la música como por estar en la Universidad Católica, un lugar tan cerca y tan lejos para ellos. Estaban AHÍ, escuchando a un gran maestro.

Pero los niños son niños. Y -más estando en grupo- son inquietos, revoltosos. Además, en ese ambiente tan formal, se debe estar bien sentaditos y calladitos… Eso no era para esos niños, menos tan lejos de Don Roberto.

En algún momento, se acercaron unos de esos niños para decirnos: “Tío, ¿quiere un helado… o un yogurt?”

Pocas veces se me ha quebrado un mundo de forma tan estrepitosa, pasando de una ensoñación a una emergencia absoluta, a un peligro mayor.

Estos “angelitos”, aburridos -no de la música sino de la forma de escucharla- salieron a conocer, a recorrer y explorar este mundo maravilloso, tan distinto a su población. En ese recorrido, descubrieron que había una cafetería que había dejado de atender, pero que no estaba cerrada, sino abierta. Sin nadie a la vista y con todos sus productos a la mano.

¿Alguna vez habían vivido eso? ¿Algo que se pareciera un poco a eso? La tentación fue irresistible. Comieron de todo. Para ellos era una Fiesta, así, con mayúscula, y como en toda buena fiesta había que invitar para que fuera aún más grande. Más Fiesta. Entonces, lo más silencioso posible, fueron ofreciendo a los que estábamos escuchando a Roberto Bravo lo que habían sacado de la cafetería. Que resultó ser TODO. Porque no dejaron nada.

Sólo unos pocos nos pusimos muy pálidos y, transpirados, empezamos a pensar cómo explicar este desastre, cómo íbamos a pagar por lo sustraído y por posibles daños. Y, peor, cómo íbamos a zafar de sanciones, que en esos tiempos solían ser muy duras y, en especial, arbitrarias.

Un robo “cristianamente” pasado por alto…

¿Qué pasó? Nada. Sí, no pasó nada. Nadie de la administración, de la rectoría, dijo nada. Sucede que desde hacía poco Juan de Dios Vial Correa había reemplazado como rector a Jorge Swett Madge, Vicealmirante de la Armada. Swett era directo, claro, sin dobleces, como quien pilota un barco. Juan de Dios era político, estratégico, calculador. Uno era marino, el otro parecía de la curia.

Sospechamos que, para Juan de Dios Vial Correa, era más “barato” pagar los productos sustraídos y los daños (si es que los hubo), que aparecer en la prensa con un escándalo. No tanto por el robo como por la visita masiva de pobladores, de La Legua, a la UC, en esos años.

El pianista terminó su presentación. Hubo una ovación, todos de pie. Roberto Bravo saludó en repetidas oportunidades, y se fue. Creo que nunca supo lo que pasó en paralelo, en simultáneo, o de manera complementaria.

Desde entonces, cada vez que veo una imagen de Roberto Bravo o al escucharlo, no puedo sino sentir alegría, una luz de esperanza en la humanidad.

(PS: Este relato es fiel a mis recuerdos, aunque confío poco en la exactitud de ellos).