Por Fernando Balcells
Sociólogo, crítico de arte
Fundador del Colectivo de Acciones de Arte CADA
Normalmente, los nombres de los espacios públicos reflejan la historia del lugar y a falta de esta, estampan los ideales culturales o las preferencias políticas de las autoridades municipales.
Los nombres son el reflejo de identidades que ellos mismos reproducen por su sola permanencia. Huérfanos es el resto de un relato que dice que en esa calle hubo un orfanato. Loreto debe consignar alguna aparición de la Virgen o al menos la cercanía de una capilla o una gruta en su recuerdo.
Hay barrios en los que, a falta de historias, se nombra las calles según el modo en que los concejales quieran definir su identidad. En el viejo barrio el Golf, hay un conjunto de calles en los que el municipio de los años cuarenta quiso ostentar el carácter europeo de su cultura. Las calles se llaman Hamlet, El Dante, El Trovador y La Gioconda. Nada histórico salvo que han pasado ya setenta años en que Verdi, Shakespeare y el mismo Dante asoman sus narices en un despoblado que no tiene mayor relación con ellos.
Hermosas tradiciones se forman a partir de nada o de casi nada. Es el caso del índice floral de uno de los barrios de Providencia en que sus calles llevan nombres como Azucenas, Amapolas, Dalias, Jacintos y Petunias que configuran el Vergel que está pronto a quedar sepultado bajo la polvareda de los desarrollos inmobiliarios.
¿En qué lógica cultural se inscribe el monopolio católico en la denominación de los puentes Loreto, Purísima, Pio Nono, Arzobispo…? ¿En qué coherencia de nuestra historia política las calles del el eje norte-sur en el centro pueden llamarse, Ahumada, Estado, San Antonio y Miraflores?
Estamos habituados a que la formalización de nuestras identidades fagocite el pasado borrando la sedimentación de distintas capas etarias y culturales que han dado forma a la sociedad. Un nombre saca a otro nombre como un clavo saca a otro clavo.
Es la visión identitaria y unilateral de la historia que tiene dos vertientes iguales; la que va matando los pasados reemplazándolos por un presente victorioso y la que se aferra a conservar la costumbre que ahora, ante la urgencia de la historia olvida su antigua vacuidad y funda en el hábito un derecho a la exclusividad y a la exclusión.
Este puede ser el momento de cambiar nuestra política de nominaciones y hacer como han hecho las familias desde siempre. Nombrar los lugares con todos los nombres que tengan pertinencia y arraigos válidos. La niña se llamará Matilde, Catalina, del Carmen, en honor a la tía favorita de la madre, a la madre del padre y a la abuela que sobrevive todavía. Ninguna rama de las sensibilidades familiares será la dueña, ni podrá excluir a las otras de la posibilidad de alguna participación en el nombre.
El viaducto se podrá llamar Puente Loreto/Ronald Wood y el segmento de calle tal, se llamará Huérfanos/Jaime Castillo Velasco. Los nombres adquirirán así una densidad que será el reflejo de una intensa maduración cultural reflejada en la política.
Como no hay políticas perfectas, cada municipio deberá establecer límites al listado de los nombres y procedimientos que ayuden a desembarazarse de entusiasmos pasajeros inconfesables como pueden haber sido las calles en honor a Stalin o al Mariscal Petain.
Ahora que los nombres vuelven a poner ante nosotros episodios vivos de nuestra historia, podemos constatar que lo que se juega en ellos es un tipo de identidad excluyente o incluyente, una forma de sociedad abierta a la diversidad o cerrada como botín de un zarpazo histórico.
Lo que hemos vivido en los últimos años, en los cuatro más recientes y en los cincuenta anteriores debería informarnos sobre la fragilidad de nuestras identidades mal avenidas y sobre la necesidad de agregarlas todas sin reducirnos al resultado único de la suma.
Lo mismo que vale para el Puente Loreto, vale con mayor razón para la Plaza Italia/de la Dignidad.