A medida que se acerca el día del plebiscito de salida para decidir sobre la propuesta de nueva Constitución, afloran miedos y, con esto, se van cayendo caretas. Se extreman posturas y asoman verdaderas identidades. No siempre es un espectáculo agradable.

Amenaza a la integridad territorial

Entre los puntos más controversiales, están el “Estado Plurinacional” y un sistema regionalizado fuerte.

¿Qué amenazas hay en ello? Se da, entre otros, el argumento que, de aprobarse la propuesta de Constitución, se tendría “un verdadero estatuto de ventajas frente a los chilenos y chilenas que no pertenecen a los pueblos indígenas” (Amarillos por Chile). Y se critican las autonomías territoriales -indígenas y regionales- porque pondría en peligro la integridad del país y llevaría a la fragmentación institucional.

En síntesis, creo, surge el temor de fragmentar la patria, romper su unidad. Sentir que bo somos uno, sino varios. Que no somos monolíticos, con una identidad única, fuerte. Son miedos antiguos, que periódicamente afloran con fuerza desde la Independencia.

Independencia

Los miedos me retrotraen al Chile de principios del s XIX (y de ahí en adelante). Un país con serios problemas de identidad, de autoestima. Chile dependía, hasta su Independencia, de España. Esa era su referencia cultural e identitaria. Con la Independencia, el país debía diferenciarse, adquirir una identidad (y voz) propia. Como un preadolescente que necesita independizarse y renegar de sus padres para asumir una individualidad propia. Entonces, la élite -siendo muy simplista- se debatía entre ser o parecer franceses, ingleses o norteamericanos (los de aquellos tiempos, los de la Independencia).

La Aurora de Chile se debate entre referencias francesas y norteamericanas. Todavía no había posibilidades de voces originarias.

Así, nuestros primeros símbolos patrios estaban inspirados en la Revolución Francesa, en la Ilustración. Queríamos ser parte de una América libre pensadora, lejana y “contraria” a esa España conservadora y todavía con tanto de feudal.

Pero luego, con la ascensión de José Joaquín Prieto -con Diego Portales en la tramoya-, nuestros símbolos cambian. El nuevo Escudo se inspira en los de la nobleza española e inglesa (ambas monarquías), se diferencia del resto de los nacientes países latinoamericanos y se elimina toda referencia a pueblos indígenas. Y en la bandera se elimina la estrella mapuche que había incorporado Bernardo O´Higgins.

Si los conservadores aman las tradiciones, mantener la estructura social, cambiar lo menos posible (ser una especie de aristocracia con privilegios que se transmiten por vía sanguínea), los liberales de la época miraban, básicamente, a Francia, un país que concentra el poder en París. Con una élite parisina que trata de uniformar y que transforma la racionalidad y la Ilustración en algo absoluto. Entonces, todo lo que no fuera “progreso”, racionalidad y control, era visto como algo indeseado, bárbaro y peligroso (baste leer a Benjamín Vicuña Mackenna respecto a sus ideas urbanas para Santiago o sobre la Ocupación de la Araucanía).

Chile quiso ser un adolescente que crece sin pares, sólo mirando -de lejos- unos referentes lejanos e inalcanzables (en tiempos donde pocos podían viajar).

Esos miedos, esa falta de seguridad interna, ha llevado a creer o tratar de crear ese “Chile uno solo”, con la cueca como baile nacional, por ejemplo. Todos, desde Arica a Punta Arenas, vestidos -disfrazados- como latifundistas de la zona central. O como sus empleados

Un Chile uno solo basado en la élite del Chile de la zona central. Una élite minúscula, cerrada, encapsulada en privilegios y formalidades. Donde ellos se han (auto) erigido en los grandes modelos. Mientras, en forma paralela, no han dejado de viajar a Europa -y luego a Estados Unidos- para buscar, con algo de angustia, modelos de cómo ser, vestirse, hablar. Qué música escuchar, qué leer y algunas frases hechas en francés e inglés.

Para maquillar o compensar lo anterior, han creado una serie de elementos “culturales” locales, que han tratado de arraigar a la fuerza. Elementos más bien formales que salen a colación para fechas puntuales, como las Fiestas Patrias.

Culturas indígenas

En el caso de los indígenas, se les ha obligado a vivir en contextos y culturas ajenas. Con valores que atentan, muchas veces, contra sus creencias. (Eso, sin considerar los múltiples y documentados abusos que han sufrido de manera sistemática).

Los abusos no sólo han sido las usurpaciones de tierras (realizadas hasta tiempos recientes), también ha pasado por prohibir usar sus lenguas en ámbitos públicos, prohibir la tenencia de sus propios cementerios y eliminar lugares importantes para sus ritos, entre otros.

Chile no es uno solo

Chile no es uno solo en términos culturales. Parece obvio, pero hay amplios sectores -en especial los más acomodados y élites intelectuales- que se niegan a ello. Como si reconocer algo evidente los pusiera en peligro, en cuestión. Como si reconocer a unos otros distintos u otras formas de pensar, de mirar y de vivir, los desautorizara o debilitara las grandes poltronas donde están cómodamente sentados.

¿Es lógico que en la Patagonia haya “huasos” y no gauchos (como en Argentina, Uruguay, Paraguay y Brasil)? ¿Es razonable que se crea que todos somos “iguales” culturalmente si vivimos en condiciones geográficas y medioambientales tan diversas? ¿Si en términos humanos no somos una población homogénea?

¿Cómo no entender que los mapuche pertenecen a una cultura distinta, propia? Son diferentes, con una cultura propia, distinta a la de “nosotros” los de un “Chile uno solo”.

Si admitimos lo anterior, parece lógico, que los pueblos originarios, que son parte de nuestro país, tengan las condiciones básicas para mantener y desarrollar sus culturas. Eso, sin embargo, requiere de un contexto, esto es, de territorio. Un territorio donde puedan vivir de acuerdo a sus culturas. Una cultura que gran parte de nosotros no conocemos (y otros no quieren conocer).

Si la cultura la entendemos como valores, forma de vida, de producción y de consumo -y no sólo como producciones artísticas e intelectuales-, entonces es necesario otorgarles territorio, autonomías que, no cuestionando la unidad territorial nacional, les permita vivir de acuerdo a sus necesidades.

Indígenas privilegiados y chilenos de “segunda clase”

El argumento que el texto propuesto para la nueva constitución generaría chilenos de segunda clase, teniendo a los pueblos indígenas como privilegiados es notable. Pensar o postular que los pueblos originarios puedan tener ciertos derechos significa que el resto sería de segunda clase, es no preguntarse qué buscan esas iniciativas.

Este argumento asume el temor de ser de “segunda clase” (una especie de “lucha de clases” donde habría que luchar contra los privilegios de los pueblos indígenas). Sin embargo, desde la conquista y con fuerza desde la Independencia, la “clase privilegiada” en Chile ha sido, en realidad, un grupo limitado de familias con bastantes pocos cambios en su composición. Esas familias son las que han concentrado buena parte del poder y privilegios de todo tipo.

Y de ahí, para abajo, se han dado una serie de clases o divisiones sociales, donde en la escala más baja han estado, desde la Conquista, los indígenas (y las mujeres, dentro de ellos).

Generar condiciones especiales para que los grupos indígenas puedan tener condiciones de vida y de desarrollo similares al resto de los chilenos no es un privilegio. Es hacer justicia, es tratar de nivelar. Son requisitos mínimos, más si pensamos en el daño sistemático -incluido despojos, discriminaciones, estigmatizaciones- de la que los hemos hecho víctimas.

Entiendo que, mirado desde los centros de desarrollo de Occidente, las culturas indígenas son inferiores y todas las declaraciones (de Derechos Humanos, y otras) no son sino de “buena crianza”. Porque para que sean reales y efectivas, se debe abandonar el lugar de privilegio, el “europeocentrismo” que nos caracteriza. Y entender que lo que necesitamos es un país con diversos centros y culturas coexistentes que se pueden enriquecer y potenciar en sus relaciones y convivencia.

Es hora de vivir en el s XXI.