Hace ocho años que el cineasta coreano Lee Chang-Dong no dirigía una película. En 2010, obtuvo en Cannes el premio al Mejor Guion por su filme Poesía (Poetry) y desde entonces había guardado silencio. Por eso, su retorno al festival francés era esperado con alta ansiedad por la comunidad cinéfila mundial.
Y las expectativas se cumplieron. Burning, su nuevo largometraje, basado en un cuento del reconocido escritor japonés Haruki Murakami, es una obra excepcional, realizada con una dirección tan fina como formidable.
La historia comienza con el reencuentro en Seúl de dos jóvenes, Jong (Ah In Yoo) y Haemi (Jong-seo Jun) que no se veían desde la infancia que compartieron en el campo. Él, Jong, es un poco tímido y tiene sueños de ser escritor: ella, Haemi, es más desenvuelta y extrovertida. Ambos pasan un rato juntos y Jong queda enganchado.
Luego, Haemi se involucra en una relación con Ben (Steven Yeun, conocido por su trabajo en la serie The Walking Dead), enigmático millonario que tiene un departamento de lujo y se pasea en un Porsche último modelo. Jong, entretanto, ha regresado a su humilde hogar familiar en el campo, ahora vacío, y mantiene su cercanía con Haemi y confiesa estar enamorado de ella, pero no es correspondido.
Viene entonces (al acercarse la mitad de los 168 minutos de metraje) una de esas escenas de antología, que solo los grandes cineastas como Lee Chang-Dong saben filmar. Haemi y su indiferente enamorado Ben deciden visitar a Jong en su casa rural. Jong no los ha invitado pero la pareja se deja caer a toda velocidad en el auto deportivo.
La casa está muy cerca de la frontera con Corea del Norte y en la lejanía se escuchan los parlantes de ese país que difunden propaganda hacia los vecinos sureños. Los tres jóvenes conversan un rato y contemplan la puesta de sol. Enseguida Ben saca un pito de marihuana y los tres fuman. Haemi se pone especialmente alegre y se saca la blusa para bailar en topless con el crepúsculo de fondo. Baila al ritmo de la trompeta de Miles Davis en la banda sonora de Ascensor para el cadalso, y el momento que se produce es sublime, al punto que esta puede la mejor de todas las escenas vistas en la competencia del presente festival.
El jazz de Miles Davis anuncia el tono sombrío de la segunda mitad del relato, pues la conversación se prolonga mientras llegan las sombras de la noche, momento en que Ben hace una confesión inesperada: le gusta quemar invernaderos. Ese gesto de hacer arder tales construcciones de fierro y plástico –abundantes en el campo surcoreano- es lo único que lo remece de verdad y como él mismo dice, le hace sentir un golpe en el pecho que lo estremece hasta los huesos.
En la frialdad cotidiana y distancia emocional de Ben, en la imposibilidad de saber de dónde viene su fortuna, en su tedio constante ante todo lo que no sea la quema de invernaderos, Burning proyecta una lapidaria mirada hacia el sistema capitalista y sus efectos deshumanizadores.
Pronto Haemi desparece de la vista de todos y el misterio sobre su paradero provoca que Jong, aún enamorado, emprenda su propia investigación para encontrarla.
Con serena maestría, Lee Chang-Dong plantea toda la cinta desde la perspectiva de Jong y es desde allí que el espectador va atando cabos, analizando personalidades, revisando objetos, dándose cuenta de lo que falta. Porque lo que no vemos, lo que no está, lo que la cámara nos escamotea, es esencial en la construcción de este filme que combina la historia de amor con el relato detectivesco.
En su manejo virtuoso del fuera de cuadro, el cineasta teje una suerte de teoría cinematográfica del conocimiento. ¿Cuánto podemos llegar a saber de un hecho que nunca vimos? ¿Cuándo podemos decir que es momento de actuar respecto a un suceso sobre el cual no tenemos certeza?
Como trabajo de dirección de cine y como reflexión brillante sobre la sociedad contemporánea y nuestras limitaciones a la hora de percibir la realidad que nos circunda, Burning es sin duda la película más poderosa de la competencia del Festival de Cannes 2018.