Desde 2010, el cineasta iraní Jafar Panahi está condenado en su país a no dirigir películas y mantenerse alejado de todo lo que tenga que ver con el cine. Sin embargo, para Panahi filmar es una necesidad vital y, desafiando a la ley, ha rodado en la clandestinidad películas que luego logra sacar de Irán para que sean estrenadas en los grandes festivales del mundo. ‘3 rostros’ (Se Rokh, en su título original), en competencia este año en Cannes, es la cuarta que realiza de esta forma y, digámoslo de inmediato, es una maravilla.
En la línea habitual del cine iraní de los últimos treinta años, Panahi filma aquí una historia sencilla que se mueve en el filoso y estrecho equilibrio entre ficción y documental. En la primera escena, veamos a una joven que, con un celular, se graba en un dramático video para reclamar la ayuda de una muy conocida actriz de la televisión iraní, Behnaz Jafari, y poder salir de su remoto pueblo para estudiar actuación.
La grabación llega a manos de la aludida Jafari, quien conmovida, y con el propósito de aclarar la situación, emprende viaje desde Teherán hacia el lejano lugar (situado cerca de la frontera con Turquía) en una 4×4, acompañada por el propio Jafar Panahi. ‘3 rostros’ es el registro de este viaje, en que todos quienes aparecen en pantalla se interpretan a sí mismos y en el que Panahi, a través de esta historia tan sencilla, introduce inteligentes observaciones sobre la falsedad de las imágenes, la represión patente en la vida cotidiana en su país, los roles del hombre y la mujer en la sociedad iraní y, por cierto, la necesaria libertad de ser lo que se quiere ser.
En un relato que, con sus paisajes montañosos, sinuosos caminos y la constante duda sobre la realidad de lo que vemos en pantalla evoca profundamente el cine del maestro Abbas Kiarostami (ganador de Cannes en 1997 con El sabor de la cereza), Panahi incluso pierde el conocimiento omnisciente que posee como creador de la película para quedar aparte de la acción, la que sigue teniendo lugar en lugares que escapan a su punto de vista. Incluso uno de los personajes que rondan la historia (una mujer que fue actriz de cine antes de la Revolución Islámica y que después fue condenada al ostracismo por su comunidad) solo aparece como una sombra, como la evocación distante de un sueño y la evidencia de una penosa marginación.
Con apuntes como ese, el filme de Panahi da a entender que el remoto pueblo del Irán profundo al que llega junto a la actriz está lejos de ser un paraíso bucólico. Las tradiciones se viven con fervor, lo mismo que los tabúes y los prejuicios atávicos. Tanto la fortuna en este mundo como la condena surgen para cada uno de forma determinista, y los habitantes del lugar están sometidos a códigos severos que no pueden cambiar y que les pueden costar la vida.
En ese entorno desalentador, Pahani encuentra una luz esperanzadora en los pequeños gestos de afecto y aceptación que podemos tener los seres humanos. Una idea que está presentada en la breve historia de una anciana lugareña que ha cavado su tumba y espera en ella la muerte acompañada de una lámpara, que ilumine sus últimos días; y que encuentra su resolución en el bello final, despojado de todo artificio, tan diáfano como emotivo.