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El artista Máximo Corvalán-Pincheira ha evolucionado en sus obras desde la memoria de los detenidos desaparecidos en Chile hasta una crítica que aborda la historia, lo sociopolítico y lo ambiental. Su arte refleja los contrastes extremos del país, desde el desierto de Atacama hasta la Patagonia, explorando la relación entre lo humano y lo natural. En sus obras actuales, como "Costa Seca", aborda problemáticas políticas como el límite entre Chile y Perú. A través de su trabajo, Máximo busca interpelar nuestra relación con los paisajes chilenos, recordando la fragilidad, la belleza y la resiliencia. También aborda la crisis climática y su impacto en la sociedad, instando a un cambio radical en nuestra forma de habitar el mundo. Su uso de la tecnología en el arte amplía las posibilidades de abordar conceptos más allá de lo artístico, como en su obra "Proyecto ADN", donde personaliza la memoria colectiva de la dictadura chilena.
Existe una reciprocidad inevitable entre el contexto, lo colectivo, el entorno y el individuo, sus acciones, proyecciones y sentires. Podemos ver cómo esta situación se concreta en la obra de Máximo Corvalán-Pincheira, cuyo trabajo dialoga constantemente entre las violaciones a los derechos humanos, las injusticias sociopolíticas, la migración y la crisis ambiental.
Por Elisa Massardo
Como si sus obras fueran una lectura de la decisiones políticas desde su crueldad, sus errores, fracasos y dolores, los trabajos de Corvalán-Pincheira han ido mutando en su forma, pasando desde el recuerdo constante a los detenidos desaparecidos y a la importancia de la memoria hasta sus últimas obras donde la naturaleza lo acapara todo, pero solo en la forma porque la crítica se mantiene ahí tan sólida como al principio, recordando a cada segundo el sufrimiento histórico, sociopolítico y ambiental:
“Chile es un territorio de contrastes extremos, tanto geográficos como sociales. Desde el desierto de Atacama: donde los desechos textiles se acumulan junto con las huellas de desapariciones forzadas; hasta la Patagonia, espacio de aislamiento y resistencia. Allí, la naturaleza impone sus propias reglas”, explica el artista al generar una lectura crítica del entorno.
Corvalán-Pincheira nació en tierra extranjera dentro de su propio país. Sí, ese extraño exilio que se vivió en Chile durante la dictadura, al pedir asilo en las embajadas extranjeras. En su caso, en la de Colombia, en Santiago. Su infancia transcurrió entre Bogotá, Berlín, La Habana y Ciudad de México, pudo volver a Chile recién en 1990.
“Comprendí la migración, a temprana edad, como una experiencia vital: con sus heridas, desplazamientos forzados y procesos de adaptación”, señala.
El 11 de septiembre de 1973, su padre fue detenido y desaparecido, luego de resistir en La Moneda junto al Presidente Salvador Allende. Esta cruel forma de violencia de Estado, “no es una experiencia que pueda evadirse a través del arte. Es necesario hacer memoria si vuelven a aparecer defensores acérrimos del neofascismo”, señala, mientras piensa en ese pasado fracturado, por situaciones externas a él y a su familia; en la infancia, en el destierro; y en cómo esas memorias convergen en la realidad, en el presente.
Actualmente, Máximo Corvalán-Pincheira se encuentra exponiendo en Pangue, Festival de Video Arte en Arte Al Límite Museo, con la obra “Costa Seca” (2017). En mayo, se presentará en la Fundación Francis Naranjo, en una muestra internacional.
En esta obra podemos observar cómo las problemáticas políticas se hacen efectivas en la naturaleza, produciendo un diálogo irónico entre el artista y el entorno. “Costa Seca” fue realizada en el Triángulo Terrestre, territorio en conflicto por ser un espacio limítrofe entre Chile y Perú que no está definido con precisión, dado que su límite es cercano al mar y, por tanto, depende de las mareas. Para la acción, los artistas se trasladaron a este lugar, ubicado entre Arica y Tacna, durante una semana. El martes 11 de abril de 2017, se realizó una denuncia a los medios locales ya que un grupo de extranjeros estaba acampando en la playa, cerca de la frontera con Chile, “con la intención de invadir terrenos”, e indicó haber visto que dichas personas estaban levantando estructuras y demarcando el territorio con hitos. Dado el escándalo mediático de la denuncia, los efectivos del Puesto Policial Fronterizo Bolognesi tuvieron que intervenir, obligando al grupo a abandonar el lugar.
En la obra, podemos observar cómo el artista marca el territorio simulando la frontera que debería existir en este territorio en conflicto. Esta acción la realiza con un carrito ocupado para delimitar las canchas de fútbol, con cal. Como es de esperarse, el mar comienza rápidamente a borrar la línea que el artista marca, incansablemente, durante 4 horas. A raíz de sus actuales exposiciones, conversamos con Máximo Corvalán-Pincheira sobre su trabajo, vinculado tanto a crítica política, memoria y naturaleza, como espacio de resistencia.



¿Qué rol tiene el contexto geográfico y social de Chile en tu arte?
Mi obra recurre a estos paisajes, como escenarios y territorios cargados de historia, entre otras necesidades simbólicas. El mar, por ejemplo, es una presencia recurrente en mi trabajo. En Chile, el océano es una frontera, una ruta de escape, pero también ha sido un cementerio. Eso resuena con el destino de migrantes y refugiados en otras partes del mundo. Explorar el mar en mi obra es también interrogar silencios, pérdidas y memorias sumergidas, que aún buscan salir a la superficie.
El desierto de Atacama es otro eje fundamental. Es un territorio donde todo lo que llega queda detenido en el tiempo: los cuerpos de las momias chinchorro y atacameñas, obreros del salitre, las huellas de los desaparecidos o los desechos textiles de la globalización. En este espacio de sedimentación, la historia no se borra, sino que se acumula y espera ser descifrada fuera de sí.
Mi trabajo busca dialogar con esa noción del despojo, entendiendo que allí la memoria no es lineal, sino que se superpone en capas: como las historias que el viento cubre y descubre, una y otra vez. Es allí ineludible recordar la obra documental de Patricio Guzmán.
Por otro lado, la Patagonia representa la resistencia ante la adversidad: un lugar donde la vida es un acto de desafío cotidiano. Es una zona de exilio y aislamiento, donde las condiciones extremas han moldeado formas de habitar y de relacionarse con el entorno, alejado de las lógicas del progreso impuesto. En mi obra, este territorio aparece como un recordatorio de la fragilidad, de la belleza y la resiliencia, de la tensión entre lo que desaparece y lo que logra permanecer.
El contexto geográfico y social de Chile es un cuerpo vivo que lo atraviesa. No busco con mis obras representar “simplemente” estos espacios, sino interpelar nuestra relación con ellos: lo que decidimos recordar y lo que preferimos ignorar.

¿De qué manera la crisis climática se va apoderando de tu trabajo en la forma? En el fondo, ¿sigues instalando problemáticas socio-políticas?
La crisis climática dejó de ser un tema del futuro. Es una emergencia que está intensificando desigualdades y conflictos sociales. El extractivismo, la contaminación y la escasez de recursos afectan de manera desproporcionada a ciertas poblaciones: especialmente en el Sur Global. Hoy, es imposible pensar en política sin abordar la interdependencia entre lo humano y lo natural.
Desde la caída del Muro de Berlín y el colapso de la Unión Soviética —cuando algunos proclamaron “el fin de la historia”—, hemos visto un aumento vertiginoso de las desigualdades. Paralelamente, comenzó un proceso sostenido de negación del cambio climático, salvo excepciones consideradas “subdesarrolladas”. Estos tres fenómenos están profundamente entrelazados: el avance del neoliberalismo, la expansión de la brecha social y la crisis ecológica.
El uso indiscriminado de recursos naturales atraviesa todos los retos geopolíticos actuales y está intrínsecamente ligado a los problemas de la injusticia y la desigualdad: al límite de que también se ha vuelto razonable decir “recursos humanos”.
Hasta hace poco, se sostenía la ilusión de que la globalización y la modernización llevarían al progreso generalizado: pero hoy sabemos que, de mantenerse ese sistema, simplemente no habría planeta suficiente para seguir asumiéndolo: se necesitarían cinco Tierras para abastecer el nivel de consumo actual.
Frente a este escenario, solo quedan dos caminos: negar la crisis climática o replantear nuestras formas de relación, no solo entre nosotros, sino también con el planeta. Eso ha generado una fractura aún más profunda que las divisiones políticas tradicionales, entre izquierda y derecha, creando nichos de mercado difíciles de encauzar hacia el bien común. La verdadera disyuntiva es entre quienes optan por la inacción —con la esperanza de que todo se solucionará por sí solo— y quienes entienden que el problema exige un cambio radical en nuestra manera de habitar el mundo.


¿Cómo dialoga la tecnología y el arte en tus trabajos?
La tecnología en mi obra no es un fin en sí mismo, sino una herramienta que amplía las posibilidades de abordar conceptos que exceden el campo artístico.
Más allá de la “agenda segurista”, la tecnología ha sido una herramienta clave en algunas de mis investigaciones artísticas, en diálogo con la ciencia. En la obra Padece, trabajé con científicos en el análisis del daño que está sufriendo la araucaria, explorando desde la secuenciación de su genoma, hasta el cultivo en laboratorio de cientos de hongos, para determinar la causa del deterioro. Mi rol fue principalmente el de observador y colaborador, registrando en alta definición imágenes de los hongos. Recogí datos e imágenes generadas por estas tecnologías y las incorporé como parte del proceso creativo.
De manera similar, en Secuenciación Azul Marino y White Page Sequencing, me basé en imágenes gráficas de secuenciaciones en gel: un método empleado en tecnología genética para visualizar fragmentos de ADN. Estas obras no solo exploran la biotecnología como un medio visual y conceptual, sino que también establecen un puente entre la materialidad del dato científico y su dimensión poética. La “máquina” no necesariamente es el objeto que se enchufa: es ante todo la creencia irrestricta en que, a través del pensamiento científico, podríamos cambiar el mundo: dependiendo del modo en que administremos ese conocimiento, con suficiente ética respecto a los seres humanos como semejantes.

¿Cuál ha sido el proyecto más desafiante que has realizado hasta ahora? ¿Por qué?
Cada proyecto tiene sus propios desafíos, especialmente aquellos que requieren un trabajo de campo intenso o un diálogo profundo con comunidades. Sin embargo, uno de los más complejos, tanto técnica como emocionalmente, ha sido Proyecto ADN: el límite ético del arte.
Había pasado muy poco tiempo desde la entrega de algunos restos de mi padre y sentí necesario hacer esta obra, porque simplemente no podía procesar toda la información. Esos restos óseos fueron sometidos a análisis de ADN nuclear y comparados con el mío.
A través de esta obra, quise transformar ese dolor en una reflexión compartida, porque no solo se trataba de mi historia personal, sino de algo que nos pasó a muchos en Chile.
La desaparición forzada es una herida que aún sigue abierta en el país. Tras el golpe militar de 1973, miles de personas fueron detenidas y desaparecidas. Muchas familias nunca pudieron recuperar los cuerpos de sus seres queridos y otras, como la mía, los encontraron fragmentados. La dictadura intentó borrar la identidad de las víctimas, arrojando cuerpos al mar, dinamitándolos en la cordillera o trasladándolos de un sitio a otro para dificultar su hallazgo. Mi autobiografía es también la historia de muchas familias, que han debido reconstruir su memoria a partir de restos dispersos y ausencias que siguen marcando el presente.
¿Cómo fue el proceso de creación de esta obra, considerando su complejidad?
Para comprender mejor los procedimientos de reconocimiento forense, recurrí al Instituto Médico Legal y a la Escuela de Anatomía de la Universidad de Chile, para acceder a huesos humanos y explorar cómo estructurar cada pieza.
Mi intención era representar la fragmentación de los cuerpos, como si una cadena de ADN hubiera quedado suspendida en el vacío, rota y dispersa. Cada escultura estaba formada por huesos cruzados con luz fluorescente y con el sistema eléctrico expuesto. En su interior, una manguera convertía todas las piezas en fuentes, generando un sonido sutil de caída de agua.
¿Cuál era tu intención al trasladar esta historia individual a lo colectivo, frente al espectador? Considerando que las lecturas y sensibilidades podían ser múltiples…
Me interesaba que el espectador se encontrara primero con una escena “bella”, y que esa percepción pueda superar “lo ominoso ” como pura negatividad a medida que descubría los cables eléctricos en contacto con el agua.
Para lograrlo, trabajé con un ingeniero eléctrico e hidráulico bastante sensato. Las piezas quedaron seguras, pero manteniendo su capacidad de generar inquietud y provocar al espectador.
Este proyecto no solo habla de mi historia personal, sino de una memoria colectiva que sigue en disputa: la violencia de la dictadura dejó cicatrices profundas y muchas familias aún esperan respuestas.
Proyecto ADN es, en parte, un intento de hacer visible esa herida, de materializar la ausencia, pero también de recordar que la memoria es algo que seguimos construyendo: entre recuerdos, pesadillas y sueños utópicos. Desde el arte no deberíamos volver a usar biotecnologías fuera de la ética científica.

¿Por qué o a qué se debe ese límite ético que señalas?
Es complejo conmemorar ciertas historias a través del arte contemporáneo, porque no me parece que la memoria de mi padre y la de otras personas se presten para el espectáculo frívolo que, a veces, ocurre en circuitos mercantiles.
La imagen de un detenido desaparecido es un fantasma personal y del inconsciente colectivo: no es un “cartel”, o un fetiche para el consumo.
¿De qué forma esta noción de que lo individual se proyecta en lo colectivo y, según entiendo, lo colectivo en lo individual, está presente en otras obras?
Este mismo principio se repite en la crisis migratoria: miles de personas han desaparecido en los océanos o en los desiertos, mientras intentaban cruzarlos en búsqueda de una vida menos injusta. El paisaje natural se convierte en una frontera mortal: un umbral donde la violencia del Estado, y del sistema inviable, se materializa en cuerpos que nunca llegan a otro destino. La muerte en su peor faceta y, a la vez, más “bella”: el poder de la vida humana en sí misma.
Pienso en la serie Trazo Mutable: allí utilizo un laboratorio nómada para cartografiar territorios y recoger testimonios de migrantes. A través de entrevistas, performances, instalaciones y objetos, estas obras se aproximan a la condición humana en su dimensión más frágil y universal: la vulnerabilidad de contar solo consigo mismo y, a veces, con otros que todavía solidarizan.
Cada historia individual es un eco de muchas otras, una forma de evidenciar la migración y otros despojos como fenómenos globales. Son heridas que atraviesan continentes y deben ser abordadas con urgencia, sin perder la humanidad en sus soluciones: hay más posibilidades de apertura, que el uso de la violencia armada o la implementación de negocios truculentos que evaden a la justicia.
¿Cómo eliges los materiales y las técnicas para tus proyectos? ¿Qué te motiva a utilizar elementos orgánicos o reciclados?
Los materiales no son solo un medio, sino una parte fundamental del proceso constructivo y sus contrastes formales. Me interesa trabajar con elementos que tengan una carga simbólica, como ropa usada, agua, tierra, flora o desechos industriales. Estos materiales permiten establecer conexiones directas con problemáticas sociales y ambientales, cargando la obra con memoria y significado.
Muchas de mis piezas incorporan dinámicas de cambio, como crecimiento de plantas en el proceso de exhibición, la oxidación de una estructura metálica expuesta a filtraciones de agua o la interacción del público con la instalación, generando significados imprevistos. Un ejemplo de esto es Hacer agua, donde la obra comenzó a invitar espontáneamente a los visitantes a lanzar monedas. Ese material, aparentemente pedestre, puede llegar a ser notable como síntesis constructiva.
Busco que no sean solo soportes, sino que elementos para activar la participación. Recurro a transformaciones de la materia. Me interesa la apertura social a través del uso público de la obra, generando significados imprevistos, respecto al sesgo inicial. Allí confluyen la erosión material con el gesto simbólico del deseo.
A través de estos cruces, intento generar obras que no solo interpelen al espectador, sino que también abran nuevas perspectivas sobre problemáticas urgentes. Si recordamos que Julia Chuñil se encuentra desaparecida, siendo defensora de los derechos medioambientales, es ineludible pensar en la urgencia de hacer de la memoria un acto cotidiano y la defensa de la naturaleza un gesto permanente, pero sustentable dentro de la modernización.
El arte no es responsable de la barbarie, pero como agentes culturales podríamos al menos imaginar un mundo menos cruel.
