Noam Chomsky, EFE

La revolución chomskiana y el chat GPT

Por Tu Voz

19 noviembre 2024 | 13:15

Noam Chomsky es, sin duda, el lingüista más influyente de la segunda mitad del siglo XX. En 1957, contando con solo 28 años, revolucionó el campo de la lingüística con la publicación de su libro Estructuras sintácticas. Con él sentó las bases del estudio moderno, no solo del lenguaje, sino de la mente en general.

La obra temprana de Chomsky constituye una respuesta al clima intelectual estadounidense de su época, dominado por una filosofía positivista extrema tanto en psicología como en lingüística, con estudios focalizados en la conducta y en la concepción de que el desarrollo cultural del ser humano, incluso la adquisición de su lengua materna, se supedita a la noción de estímulo-respuesta.

La propuesta central de Chomsky ‒que, como toda teoría, ha presentado variaciones y adecuaciones‒ es que los seres humanos poseemos, como parte de nuestra dotación biológica, una facultad específica para adquirir y desarrollar el lenguaje en nuestra mente. A partir de unos datos relativamente escasos y poco sistemáticos, provenientes de (fragmentos de) diálogos y enunciados que escuchamos en nuestros primeros años de infancia, este dispositivo innato nos permite adquirir cualquiera de las más de siete mil lenguas que existen (hoy) en el mundo. El autor denominó a esta facultad ‒desempolvando un término para entonces algo anticuado de la tradición ilustrada de los siglos XVII y XVIII‒ Gramática Universal.

Pensemos un momento, de la forma más desprejuiciada posible, en el hecho asombroso de que un infante ‒en el curso de unos pocos años, y antes de saber atarse los cordones de los zapatos o cortar un churrasco sin mancharse la polera‒ sepa producir y comprender oraciones subordinadas (‘Mamá dice que me tengo que portar bien’), conjugar verbos compuestos (‘había jugado’), disponer en su orden correcto las palabras al formular una pregunta (‘¿Qué compró Juan? y no ‘¿Juan compró qué?’), y otras maravillas que a un adulto que quiere aprender una lengua extranjera le llevarían una buena inversión de energías, tiempo y dinero (por si esto fuera poco, traten de identificar de cuántas maneras nosotros utilizamos el pronombre ‘se’).

Sin embargo, el niño o la niña hace este aprendizaje sin ningún esfuerzo aparente, sin ninguna instrucción explícita (porque, afortunadamente, no es que cada familia cuente con un profesor de gramática particular).

Normalmente, los padres o tutores del niño no lo ven así, y se quejan de que el pequeño diga que ha escribido su nombre, o que el juguete no cabió en la caja, sin advertir lo sorprendente que es que el pequeño haya deducido formas plausibles del participio del verbo escribir o del pasado del verbo caber, para no abundar en que sepa, para empezar, reconocer que ciertas cadenas de sonidos son “verbos” y otras no, y que por tanto no tiene sentido decir arboló o cucharado. Tampoco nos premian con una golosina cuando decimos nuestra primera subordinada completiva con función de objeto directo (‘Quiero que me compren un juguete’).

Si se tratara solo de ir probando por imitación (como proponían los conductistas), no se vería cómo los niños son capaces de excluir con tanta precisión formas y estructuras lingüísticamente anómalas, a la vez tendríamos monos parlanchines, dada la facilidad que tienen estos para imitar al ser humano, como los de El planeta de los simios.

¿Cómo consigue el niño hacer esto? ¿Acaso ha aprendido, como ChatGPT, tras haber sido entrenado con miles de millones de muestras de texto, consumiendo toneladas de energía?

Desde el punto de vista de Chomsky, los niños necesitan formular solo un conjunto muy limitado de hipótesis sobre la lengua que están adquiriendo, ya que gran parte del conocimiento sobre el lenguaje formaría parte de este acervo común a toda la especie que el niño aporta al proceso de adquisición, y que le permitiría ir “directo al grano”, limpiando, por decirlo así, la paja del trigo en el océano informe de datos que le rodea: su propia Gramática Universal, una especie de “programa mental”, muy elegante y simple, que la naturaleza nos brinda de forma gratuita, y que no debemos, por tanto, inferir trabajosamente de la experiencia.

Pero, una vez que un infante adquiere su lengua, ¿qué quiere decir exactamente que la “conoce”? ¿Es conocer una lengua solo decir las palabras correctas en el orden correcto, tal como lo hacen los miembros de la comunidad en que a uno le tocó nacer? Cualquiera que haya tenido en su mano un juguete parlante, del estilo de Buzz LightYear, sabe que, aunque el muñeco arroje una frase si le damos a un botón, no por eso decimos que “sabe español”; ni pensamos de nosotros mismos que “sabemos inglés” porque, antes de viajar a un sitio donde se hable esta lengua, nos aprendamos un conjunto de frases para salir del paso (normalmente, a la primera respuesta espontánea de un nativo nuestro truco se viene al suelo).


Para Chomsky, la clave de “conocer una lengua” es poder usarla creativamente. En este punto, nuestro lingüista entra en oposición directa con la tradición conductista, imperante hasta los años 50, y también con los enfoques probabilísticos sobre procesamiento del lenguaje, por entonces en ciernes, que hoy reinan soberbiamente en las tecnologías de lenguaje de la IA. Una persona que ha adquirido una lengua ha interiorizado, para Chomsky, un cierto sistema que le permite producir y comprender un número en principio ilimitado de oraciones, a pesar de que la cantidad de reglas y de palabras aprendidas es obviamente finita (porque nuestra memoria lo es).

Cuando se dice que cualquier hablante puede hacer un uso creativo del lenguaje, no nos referimos (lamentablemente) a que todos podamos escribir fácilmente una novela inmortal, sino a que nuestro uso del lenguaje no parece obedecer a la imitación de ningún estímulo externo ni copiar, literalmente, ningún patrón previo. Imagine el lector (como propone el lingüista David Adger) una oración cualquiera de, digamos, unas 10 palabras de extensión (nada rebuscado, por favor). Ahora, ponga esa oración entre comillas y googléela. ¿Lo ha hecho? Verá que la base de datos más grande que la historia humana ha conocido no contiene su oración. Es decir, que probablemente su oración es un hecho completamente inédito en la historia de la lengua española: como para sentirse más honrado de tener en la cabeza esa entidad extraña que llamamos lenguaje. Resulta obvio que ninguna muestra de lenguaje, por extensa que sea, podría “enseñarnos” un sistema con una productividad ilimitada; es más bien que nuestras lenguas exhiben dicha capacidad porque esta emana de una propiedad mental innata.

Los lingüistas, a partir del trabajo de Chomsky, han llegado al consenso de que el truco que permite un uso creativo del lenguaje (en el sentido arriba apuntado) es lo que suelen llamar recursividad, la propiedad formal básica que comparten, de modo universal, todas las lenguas (y rasgo esencial, por tanto, de la GU). En todas ellas, con un conjunto muy restringido de reglas, y unos cuantos miles de palabras, podemos producir literalmente todos los textos y discursos que conocemos, desde El Quijote hasta el saludo ocasional que damos a un amigo, pasando por la formulación de nuestras exigencias en una jornada de protesta. Desde el punto de vista de Chomsky, la adquisición de esta capacidad por parte de nuestra especie, al concedernos cierta independencia del control del entorno y, en definitiva, libertad de pensamiento, ha sido la clave evolutiva tras el surgimiento del mundo cultural en el que hoy habitamos. Asimismo, si los seres humanos somos esencialmente creativos, tiene sentido ‒si pensamos en las posiciones políticas libertarias que Chomsky ha defendido siempre‒ promover cambios sociales que potencien esta dimensión de nuestra naturaleza.

Hoy en día, muchas de las propuestas a las que Chomsky comenzó a dar forma en los años 50 del siglo pasado son objeto de intenso debate en la comunidad científica. No todos comparten la idea, por ejemplo, de que sea necesaria una facultad específicamente lingüística para explicar la adquisición de una lengua natural, ni que los estímulos sean tan pobres como parecen a simple vista. Sin embargo, es definitivamente cierto que, gracias al trabajo de Chomsky, hay un antes y un después en el estudio del lenguaje. En la actualidad participan en él, en buena medida bajo el marco conceptual chomskiano, investigadores de muy diversa formación (lingüistas, biólogos, filósofos, psicólogos) y, si bien la lingüística no ha dado, hoy por hoy, respuestas definitivas a muchas de sus preguntas, se presenta como un campo disciplinar pleno de problemas estimulantes.

Soledad Chávez Fajardo
Profesora asociada
Directora Departamento de Lingüística
Senadora universitaria
Facultad de Filosofía y Humanidades
Universidad de Chile.