La salud mental y también la familiar. Eso de perdonar y perdonarse. Como también dejarlo por escrito. Por salud social. Como la nota de suicidio de la madre. El rompecabezas que se abre y cada pieza que gira y perfectamente calza en una narrativa que se disfruta y reflexiona. Por la salud literaria.
Por Marcel Socías Montofré
Íntima. Con calma, cansina y paso a paso. Por fragmentos. Sin apuros y con la memoria a mano. Hundiendo el dedo en la tecla que duele. En párrafos de vida y también entre los escombros. Desde Montevideo a Santiago de Chile. Por cariño y por retazos. Con madre, tíos y otros pedazos.
Como en la página de entrada al laberinto y herida que es “Debimos ser felices” –entre relatos breves, pulcros y precisos- donde Rafaela Lahore (Montevideo, 1985), reconstruye su historia familiar y personal al mejor estilo de Mempo Giardinelli en el “Santo oficio de la memoria”.
Como narra en prosa Rafaela:
“Antes de que yo naciera, mi madre ya había escrito una nota de suicidio”.
O en la página 30:
“En realidad, mi abuela quedó embarazada cuatro veces.
Poco después que nació mi madre –una niña rubia, de ojos verdes- y antes de Braulio, entibió a otro hijo adentro de su vientre. Mi madre tenía doce años cuando escuchó, por única vez, hablar sobre ese aborto. Mi abuela se lo contó como sólo puede contarse algo así: sin dar detalles.
El resumen es este: mi madre tiene dos hermanos, otro que no nació y dos más -un hombre, una mujer-, que no conoció nunca”.
Suele suceder. Precisamente por eso se elogia. Por la simple honestidad del libro y porque “Debimos ser felices”, de Montacerdos Ediciones, 2020, es un digno merecedor del premio Mejores Obras Literarias, otorgado por el Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio, en el año 2019.
Buen año como para revisar nuestro propio tejido social.
Construcción
Lo genial es el suave montaje de las piezas –relatos breves, en prosa poética y tejidos con la palabra oportuna-, como Eduardo Galeano en “Días y noches de amor y de guerra”.
Una Rafaela Lahore que sorprende por su exquisita prosa, con rudeza y ternura, hilando una vida que va cobrando sentido tanto para ella –en el acto de escribir-, como para el lector en el feliz y necesario acto y acción de la empatía.
Así da gusto leer. Por una prosa delicada y que también dignifica, reconstruye y transita por aquello que duele como también en lo que resucita. Incluso en el largo proceso que lleva a la carta suicida de la madre.
O en palabras de Friedrich Nietzsche: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”.
Estructura
Así, poco a poco y en 154 páginas, Rafaela Lahore construye o más bien dibuja en finos párrafos, una historia que explica y aporta profundidad al relato de tres generaciones.
Como en la página 62:
“A cada uno de sus hijos le dejó algo:
A Ernesto, su reloj.
A Braulio, su revólver.
A mi madre, su crucifijo”.
Nada es casual. Cada detalle significa y reivindica la autopercepción, la posibilidad de encontrar un sentido de vida que se resuelve asomándose al linaje familiar y sus consecuencias.
Como en la página 52:
“Sentada en un sillón, en un cuarto minúsculo y mal iluminado del barrio Pocitos, mi madre repitió los mismos nombres, los mismos lugares, las mismas escenas. Durante una década, su psicóloga trató de llegar al centro de ella, pero como si fuera una fruta, no pudo hacerlo sin romperla un poco”.
O en la página 79:
“A mis padres les bastaban los placeres sencillos: recorrer la rambla en el jeep, alquilar una película en el video Cordón, cocinar ñoquis caseros, compartir una vez al mes una copa de melba en La Fiaca. Mi padre se acostumbró a los episodios de angustia de mi madre. Ella a los platos sucios, a las exaltaciones en público, a cierto egoísmo. Mis padres nunca andaban de la mano ni se besaban en público. Se dividían los gastos y las tareas de la casa. No discutían. Eran como buenos vecinos”.
“Perdonen el dolor”
Como también perdonen tanto elogio, sobre todo al momento de encontrar la carta suicida de la madre en la página 133:
“Esa tarde mi madre miraba un documental sobre los fenicios. Yo pasaba las hojas de una libreta. En una de ellas, encontré la nota. La leí en silencio.
‘A todos:
Esto iba a llegar tarde o temprano. No pude esperar más. No hay culpables: sólo yo lo decidí. No hay nada importante que decir, sólo pedir que lo tomen con calma, porque al fin creo que estaré en paz. Perdonen el dolor, pero piensen lo que ha sido el mío hasta ahora’.
Mamá, mirá lo que encontré, le dije.
Leí en voz alta. Cuando terminé, me dijo sin sorpresa:
Siempre tuve esa fantasía”.
Como también tantas otras fantasías que se diluyen o llegan a buen puerto, pasando la vida, el libro y más allá de la página 150:
“No sé por qué empecé ni por qué lo seguí haciendo, pero fui recolectando momentos, frases, escenas que habías repetido, y con ellas escribí páginas como si no fueras a leerlas nunca. A veces sospecho los destrozos subterráneos que tu angustia debe haber provocado en mí. Me digo: algo en mí debe estar dañado. Pero no, no lo distingo. Entonces, “¿dónde está, qué hice yo con todo eso”.
Buena pregunta. Buen libro por respuesta.
Debimos ser felices
Rafaela Lahore.
Montacerdos Ediciones.
Novela. 2020.