El año 2016 se promulgó la Ley N°20.903, creando el Sistema de Desarrollo Profesional Docente. Entre varios ámbitos abordados, uno de los más emblemáticos fue lo relativo a los puntajes de acceso a la carreras y programas de pedagogías desde el proceso de admisión 2017.
Por Juan Pablo Queupil, investigador Citse UCSH
Inicialmente, en dicha ley, se instauraba un promedio mínimo de 500 puntos entre las entonces pruebas obligatorias de Lenguaje y Matemática, lo que equivale a ubicarse en el percentil 50 o superior, o tener un promedio de notas de enseñanza media (NEM) dentro del 30% superior del establecimiento de egreso, o haber realizado y aprobado un programa de preparación como el Programa de Acceso a Pedagogías (PAP) o Programa de Acceso a la Educación Superior (PACE). El segundo hito sería el próximo año 2023, cuando este puntaje subiría a 525 puntos, equivalente a estar en el percentil 60 o superior.
Con los años, los hechos han mostrado una baja sostenida en la matrícula a los programas de pedagogía del país que están suscritos al Sistema de Acceso a la Educación Superior a través de las pruebas de admisión vigentes. Ante ello, hace unos días, el Congreso Nacional dio los pasos iniciales para modificar los requisitos de ingreso a las carreras de pedagogía, con lo que básicamente se pretende extender en tres años el primer puntaje de corte señalado.
En este escenario, pareciera existir una débil articulación entre las decisiones de la política educativa -como aquellas estipuladas en la ley N°20.903- con las de índole técnica -como, por ejemplo, un hipotético puntaje de corte como indicador de más y mejores postulantes a la docencia-.
En este sentido, no se ha dimensionado el efecto de tres pruebas de admisión diferentes: la Prueba de Selección Universitaria (PSU), la Prueba de Transición (PDT) y la actual Prueba de Acceso a la Educación Superior (PAES), además del cambio en la escala de puntaje y la posibilidad de rendir las actuales pruebas dos veces al año. Y, por sobre todo, el rol del NEM y “Puntaje Ranking” como factores de selección en curso.
A su vez, no es menor el escaso análisis y discusión en torno a otros ámbitos poco abordados a nivel individual de los estudiantes e institucional de las Universidades, como el impacto que ha tenido la pandemia en las decisiones estudiantiles hacia la educación superior, donde la labor docente se ha visto mermada, generando con ello cierta desmotivación en futuros postulantes en el área. Por último, no se ha dimensionado el potencial efecto de las ponderaciones exigidas por las Casas de Estudios.
Así, mientras se da la citada discusión en el Congreso, las instituciones de Educación Superior ya han publicado sus listados de vacantes y ponderaciones. Incluso considerando el nivel de las políticas educativas, no se ha sopesado el papel que juegan los programas como PACE y PAP, en particular lo relacionado con este último, dado su estrecho vínculo con el acceso a las pedagogías.
Dado este contexto de toma de decisiones en todo nivel con diversas incertezas, pareciera ser necesaria y pertinente una discusión con evidencia atingente en un área tan relevante para el país como lo es la relacionada con el acceso y formación inicial docente. De no acontecer aquello, no sería de extrañar que el Congreso tenga que, nuevamente, modificar la propia ley en cuestión y sus aristas, al alero de una discusión sin certezas que perjudicaría aún más la escasa articulación entre los niveles político, institucional e individual que involucran al sistema socioeducativo y las expectativas al respecto de una nación que pretende velar adecuadamente por el desarrollado profesional de sus docentes.