Por Álvaro Ramis
Rector UAHC. Dr. en Ética y Democracia
El sistema democrático se distingue de las otras formas de gobierno por exigir unas condiciones de posibilidad específicas, relativas al quién y al cómo de las decisiones políticas que se efectúan bajo su régimen.
Entre ellas adquiere centralidad la garantía de libertad subjetiva, que Bobbio definió como la posibilidad de una esfera de opinión política donde cada individuo pueda arribar a un juicio autónomo basado en un correcto conocimiento de los hechos, sin interferencias distorsionadoras.
La libertad subjetiva exige, al menos, que se garantice el pluralismo de los (y en los) medios de información y de persuasión y un especial cuidado a las fuentes de desinformación que deliberadamente buscan torcer esta condición.
La proliferación de las llamadas fake news, y los debates relacionados al concepto de posverdad, entendido como un neologismo que denuncia la distorsión deliberada de una realidad, utilizando la manipulación de creencias y emociones como efecto directo del impacto de la tecnología en el ámbito electoral, constituyen un dato global que no reconoce fronteras. El resultado es una forma de desvinculación de la política y la verdad que hace imposible la democracia y amenaza los fundamentos de la gobernabilidad.
Por algo Aristóteles sostenía que “la palabra es el fundamento de la práctica política” y Hobbes pensaba que lengua es principio organizador de cualquier sociedad y sin ella “no ha existido entre los hombres ni comunidad, ni sociedad, ni contrato, ni paz, como no los hay entre los leones, los osos y los lobos”.
Destruir la posibilidad de una mínima adecuación entre hechos e interpretaciones constituye un horizonte distópico que puede imposibilitar la vigencia de los derechos humanos y, más en general, la viabilidad de las instituciones fundamentales de nuestra sociedad.
Hanna Arendt ya advirtió la fragilidad de esta relación cuando decía “…cuán vulnerable es todo el entramado de los hechos en los que pasamos nuestra vida diaria; siempre está en peligro de ser agujereada por las mentiras de los individuos o despedazada por la mentira organizada de grupos, naciones o clases…”.
No hay nada nuevo en el uso de la mentira en política. Lo novedoso es que esa mentira esté organizada, planificada y escrupulosamente distribuida mediante mecanismos tecnológicos de enorme alcance masivo, que reclaman un financiamiento cuantioso y desregulado.
Cuando se instala el riesgo de perder la capacidad de hacer juicios y distinguir entre la realidad y la ficción se entiende por qué la verdad es un condicionante necesario para la validez de toda acción política, como ha argumentado extensamente Habermas en su teoría de la acción comunicativa.
La legitimidad legal del plebiscito del 4 de septiembre es indiscutible. Sin embargo, la sombra de la desinformación y el efecto perverso de la distorsión de la propuesta constitucional ha quedado plantada y no se va a olvidar fácilmente en la conciencia colectiva.
La respuesta a este problema es claramente compleja, y no admite soluciones legales que atiendan a este asunto al precio de conculcar la libertad de expresión y la pluralidad de los medios de comunicación. Pero tampoco es posible reducir la reacción pública a un moralista llamado a la corrección y la compostura de los actores que están detrás de las campañas de desinformación masivas.
Ya sabemos que esa gente, la que implementa y financia las fake news, se rige por la máxima de Nietzsche que afirma: “Nos las arreglamos mejor con nuestra mala conciencia que con nuestra mala reputación”.
Por eso se requiere legislar. Cuando un ejército de bots, armados hasta los dientes con un poderoso veneno antidemocrático, busca debilitar nuestra capacidad de confiar en nuestras propias facultades mentales a lo único que podemos acudir es a ampliar el acceso al juicio de los demás.
Ante la posverdad, lo único que nos salva no es la imposición de una “verdad oficial” sino la extensión de las voces que tengan capacidad de participar equitativamente de la discusión. Si los medios, los partidos políticos y el congreso no comprenden el efecto desestabilizante de estas amenazas, lo que ocurrirá es que se terminará por destruir la ya debilitada capacidad de los ciudadanos de confiar en los políticos y hacerlos responsables. Porque resguardar “la vulnerable textura de hechos”, como pedía Arendt, es la exigencia mínima del coexistir.