La “opera prima” de Tomás Alzamora tiene las virtudes –y los defectos- de la mayoría de las comedias chilenas, en particular aquellas que recurren a “comediantes” conocidos.
Basada en una “historia real” relata la historia de un periódico de pueblo que está a punto de quebrar. Entonces, el periodista (Salinas) y el fotógrafo (Ernesto Meléndez) –aunque hacen de todo junto al prensista- deciden inventar noticias, “mentiritas blancas” para poder aumentar las ventas de ejemplares y de publicidad y salvar así el periódico.
Los problemas surgen cuando se dan cuenta que el dueño del medio ha estado inventando mentiras para engañar a la gente y hacer un gran negocio.
Quizás el mayor aporte de Mentirita Blanca es ese diálogo entre la historia relatada y “la realidad”, dada por una serie de testimonios que se van entregando de manera paralela al desarrollo de la película, junto a la incorporación de personas de San Carlos, donde se graba la cinta y ciudad de origen del director.
Mentirita Blanca ofrece poco más. Rodrigo Salinas hegemoniza la historia con su forma tan particular de actuar. El humor es básico, local, y algunas veces pasa ciertos límites –al menos a mí juicio-, al mofarse de personas con discapacidades, campesinos o pobres. De los más débiles.
El rol de Catalina Saavedra se ve trabado por un personaje con un humor errático y a ratos chocante. Daniel Antivilo es desaprovechado. Los personajes son planos, el “malo” tiene aspecto de malo y actúa como tal, y así cada uno de los personajes, siendo lo más interesante los “actores” locales, la gente del lugar que participó.
Es muy posible que Mentirita Blanca tenga una buena cantidad de espectadores, como otras comedias, pero como éstas probablemente pasará rápidamente al olvido como la mayoría de las producciones nacionales del género.