Una “Gioconda” de escasas sutilezas, pero eficaz y atractiva

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Inaugurando la temporada lírica del Teatro Municipal de Santiago, donde no se representaba desde hace 36 años, la noche del miércoles regresó esta obra de Amilcare Ponchielli que destaca particularmente por su hermosa partitura y en esta ocasión cuenta con efectivos solistas internacionales.

Por Joel Poblete

Como se ha repetido bastante en estos días a raíz del regreso de “La Gioconda” inaugurando la temporada lírica del Teatro Municipal de Santiago luego de 36 años de ausencia en escenarios chilenos, es una lástima que esta ópera de Amilcare Ponchielli se represente menos a menudo que otros títulos del repertorio italiano. Desde su estreno mundial en 1876 gozó de enorme popularidad en todo el mundo, e incluso en el Municipal, donde debutó en 1882, era programada habitualmente a fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, a menudo en años consecutivos, pero eso cambió paulatinamente hasta el punto de que las funciones que en estos días está presentando el teatro santiaguino son apenas la tercera temporada en que se ofrece en las últimas siete décadas.

Los motivos para tan prolongada ausencia y para que no regrese tan a menudo en los grandes teatros -por ejemplo, en el prestigioso MET de Nueva York en las últimas tres décadas sólo se dio en 1990, 2006 y 2008- sin duda obedecen por un lado a su argumento, con un libreto del en ocasiones genial Arrigo Boito -libretista de Verdi en las magistrales “Otello” y “Falstaff”, y a su vez compositor él mismo-, basado en un drama de Victor Hugo y lleno de convenciones argumentales habituales en la época pero que hoy muchos sienten un poco añejas y telenovelescas, como las rivalidades amorosas y celos más extremos, los filtros secretos y perdones de última hora, una mujer ciega maltratada y un villano dispuesto a todo. Y por otra parte, las exigencias musicales y escénicas de la obra no son menores: seis solistas vocales de primer nivel, grandes despliegues corales, ambientación en la Venecia del siglo XVII e incluso un número de baile que no pasa desapercibido, la “Danza de las horas” que terminó por popularizarse masivamente en 1940 gracias a la legendaria película “Fantasía”, de Disney, donde la bailaban avestruces, elefantes, hipopótamos y cocodrilos.

Pero por encima de todo, el motivo por el cual a pesar de cualquier reparo muchos operáticos le tenemos cariño a esta obra es su bella y cautivadora partitura, que Ponchielli llenó de hermosas melodías y generosas cuotas de pasión, lirismo y efectivo dramatismo, incluyendo lucidos momentos solistas para cada uno de los seis personajes principales. Ya nos habíamos entusiasmado cuando se anunció para la temporada 2006, pero como en esa oportunidad debió ser cancelada a raíz de la crisis interna que el Municipal enfrentó ese año, hubo que seguir esperando hasta ahora, que desde el miércoles 11 está al fin de vuelta entre nosotros.

¿Y los resultados del estreno? Considerando las ya mencionadas exigencias que implica esta ópera, el desempeño general merece ser aprobado e incluso recomendado. Claro, convengamos en que si se analiza con frío ojo crítico, hay unos cuantos aspectos que no convencen por completo, partiendo por el escaso vuelo de la puesta en escena de Jean-Louis Grinda -el mismo régisseur que tan excesiva polémica levantara en este mismo teatro al inaugurar la temporada 2009 con “La traviata” y algunos detalles “provocadores” de su propuesta-, que pudo haber aprovechado mejor el espacio y hacer más fluidos y menos esquemáticos los movimientos de solistas y coro. Aunque fue funcional, tampoco contribuyó mucho la discreta, demasiado austera y poco atractiva escenografía de Eric Chevalier (el esplendor veneciano apenas se intuyó en los actos primero y tercero), mientras sí destacaron y ayudaron a generar una buena impresión visual el espléndido vestuario de Jean-Pierre Capeyron y la atmosférica iluminación del chileno Ramón López. ¿Y la coreografía de la francesa Eugénie Andrin, quien también participó en esa comentada “Traviata” de 2009? En el primer acto no tuvo demasiadas oportunidades de resaltar, pero en el tercero y la esperada “Danza de las horas”, aunque el estilo de la coreografía con ecos helénicos fue a ratos algo desconcertante, funcionó bien, en especial gracias a los aplicados integrantes del cuerpo de baile, de quienes sería bueno se señalaran los nombres.

Lo positivo es que los desempeños musicales, incluso pese a notorios detalles, sí fueron más acertados. En su tercera actuación en el Municipal tras encarnar a “Tosca” en 2011 y “Turandot” en 2014, la soprano portuguesa Elisabete Matos volvió a impactar al público con su volumen sonoro y la potencia con que proyecta sus agudos, pero también llama la atención nuevamente que no pueda manejar las sutilezas, así como la manera a menudo brusca y hasta descontrolada en que aborda o sostiene algunas notas en distintos momentos. Eso sí, fue impetuosa e intensa como lo exige el dramático personaje, y considerando las enormes demandas vocales de éste, es entendible que de todos modos la audiencia aplaudiera notoriamente su desempeño en la noche del estreno.

Su amado Enzo Grimaldo estuvo a cargo del tenor italiano Walter Fraccaro, también en su tercera visita al país, luego de “Un baile de máscaras” en 1996 y “Attila” en 2012; curiosamente, las tres veces le ha tocado venir como reemplazo del tenor originalmente anunciado, demostrando siempre gran profesionalismo y compromiso y una voz de generosos recursos, que sin ser deslumbrante hace aceptable justicia a la tradición tenoril de su país de origen. Enzo es uno de los roles para esta cuerda más exigentes del repertorio italiano del siglo XIX, y Fraccaro supo administrar muy bien su material y entrega vocal, quizás en ocasiones con cautela -como en su célebre y bella romanza “Cielo e mar”-, pero no deslució incluso en los pasajes más arduos y expuestos.

La gran revelación en esta “Gioconda” es el barítono ruso Sergey Murzaev, quien en su debut en el Municipal interpretó a uno de los villanos más desalmados del repertorio operístico, el implacable Barnaba. Su estilo de canto es el de la clásica escuela rusa, que quizás no entusiasma o convence por igual a todos los espectadores o críticos, pero es sin duda de alto impacto en este rol. Además de su convincente despliegue teatral, brilló con una voz poderosa, en especial en sus rotundos y seguros agudos, lo que le permitió lucirse tanto en el dúo con Enzo en el primer acto como en sus momentos solistas “O monumento” y “Pescator, affonda l’esca”.

También debutando en nuestro país y a la vez encarnando por primera vez en su carrera a Laura Adorno, la mezzosoprano francesa Géraldine Chauvet nos permitió apreciar a una artista de buenos recursos escénicos, noble presencia y hermosa voz; fue tal vez la intérprete más sutil del quinteto de protagonistas internacionales, aunque se echó de menos más potencia e intensidad en su aria “Stella del marinar” y en el efusivo dúo con Gioconda en el segundo acto, pero será interesante apreciarla cuando en noviembre regrese al final de la temporada como Margarita en “La condenación de Fausto” de Berlioz, un rol que probablemente le permita lucirse aún más. Interpretando a su esposo, el poderoso Alvise Badoero, el bajo ruso Sergey Artamonov tuvo un correcto desempeño teatral y exhibió el bonito timbre que ya le conocemos de anteriores actuaciones en ese escenario -en particular su Sir Giorgio Valton de “Los puritanos” en 2014-, cumpliendo en las notas altas y graves.

La única intérprete chilena del sexteto protagonista, la mezzosoprano Evelyn Ramírez, fue una de las más aplaudidas de la noche del estreno, y merecidamente, pues no sólo estuvo muy convincente en lo escénico interpretando a la desvalida Ciega, madre de la protagonista, sino además cantó con su oficio y calidez habituales, en especial en su bello momento solista del primer acto, “Voce di donna o d’angelo”. Otros cantantes nacionales tuvieron acertadas actuaciones en personajes secundarios y de apariciones breves: mientras el barítono Javier Weibel fue el despechado gondolero Zuane, el tenor Gonzalo Araya fue Isepo, secuaz de Barnaba, el barítono Cristián Lorca tuvo dos roles (como un piloto y al final del primer acto como un barnabotto), en el último acto el bajo-barítono Francisco Salgado cantó su primer papel solista en el Municipal junto a la protagonista, y fuera de escena se escucharon el tenor Claudio Fernández y el barítono Jorge Cumsille.

La Orquesta Filarmónica de Santiago volvió a ser dirigida una vez más por su titular, el ruso Konstantin Chudovsky, cuya lectura, sin ser extraordinaria, fue mucho mejor de lo que nos tiene acostumbrados en el repertorio lírico, y aunque no subrayó por completo la belleza de algunos momentos, en general abordó expresivamente la partitura y equilibró mejor las voces y el sonido orquestal en comparación con otras ocasiones. Como es habitual, el Coro del Teatro Municipal que dirige Jorge Klastornik estuvo muy sólido, particularmente en esta obra que permite lucimiento al conjunto vocal.

Las siguientes funciones de “La Gioconda” serán este sábado 14, martes 17, viernes 20 y lunes 23.

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Inaugurando la temporada lírica del Teatro Municipal de Santiago, donde no se representaba desde hace 36 años, la noche del miércoles regresó esta obra de Amilcare Ponchielli que destaca particularmente por su hermosa partitura y en esta ocasión cuenta con efectivos solistas internacionales.

Por Joel Poblete

Como se ha repetido bastante en estos días a raíz del regreso de “La Gioconda” inaugurando la temporada lírica del Teatro Municipal de Santiago luego de 36 años de ausencia en escenarios chilenos, es una lástima que esta ópera de Amilcare Ponchielli se represente menos a menudo que otros títulos del repertorio italiano. Desde su estreno mundial en 1876 gozó de enorme popularidad en todo el mundo, e incluso en el Municipal, donde debutó en 1882, era programada habitualmente a fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX, a menudo en años consecutivos, pero eso cambió paulatinamente hasta el punto de que las funciones que en estos días está presentando el teatro santiaguino son apenas la tercera temporada en que se ofrece en las últimas siete décadas.

Los motivos para tan prolongada ausencia y para que no regrese tan a menudo en los grandes teatros -por ejemplo, en el prestigioso MET de Nueva York en las últimas tres décadas sólo se dio en 1990, 2006 y 2008- sin duda obedecen por un lado a su argumento, con un libreto del en ocasiones genial Arrigo Boito -libretista de Verdi en las magistrales “Otello” y “Falstaff”, y a su vez compositor él mismo-, basado en un drama de Victor Hugo y lleno de convenciones argumentales habituales en la época pero que hoy muchos sienten un poco añejas y telenovelescas, como las rivalidades amorosas y celos más extremos, los filtros secretos y perdones de última hora, una mujer ciega maltratada y un villano dispuesto a todo. Y por otra parte, las exigencias musicales y escénicas de la obra no son menores: seis solistas vocales de primer nivel, grandes despliegues corales, ambientación en la Venecia del siglo XVII e incluso un número de baile que no pasa desapercibido, la “Danza de las horas” que terminó por popularizarse masivamente en 1940 gracias a la legendaria película “Fantasía”, de Disney, donde la bailaban avestruces, elefantes, hipopótamos y cocodrilos.

Pero por encima de todo, el motivo por el cual a pesar de cualquier reparo muchos operáticos le tenemos cariño a esta obra es su bella y cautivadora partitura, que Ponchielli llenó de hermosas melodías y generosas cuotas de pasión, lirismo y efectivo dramatismo, incluyendo lucidos momentos solistas para cada uno de los seis personajes principales. Ya nos habíamos entusiasmado cuando se anunció para la temporada 2006, pero como en esa oportunidad debió ser cancelada a raíz de la crisis interna que el Municipal enfrentó ese año, hubo que seguir esperando hasta ahora, que desde el miércoles 11 está al fin de vuelta entre nosotros.

¿Y los resultados del estreno? Considerando las ya mencionadas exigencias que implica esta ópera, el desempeño general merece ser aprobado e incluso recomendado. Claro, convengamos en que si se analiza con frío ojo crítico, hay unos cuantos aspectos que no convencen por completo, partiendo por el escaso vuelo de la puesta en escena de Jean-Louis Grinda -el mismo régisseur que tan excesiva polémica levantara en este mismo teatro al inaugurar la temporada 2009 con “La traviata” y algunos detalles “provocadores” de su propuesta-, que pudo haber aprovechado mejor el espacio y hacer más fluidos y menos esquemáticos los movimientos de solistas y coro. Aunque fue funcional, tampoco contribuyó mucho la discreta, demasiado austera y poco atractiva escenografía de Eric Chevalier (el esplendor veneciano apenas se intuyó en los actos primero y tercero), mientras sí destacaron y ayudaron a generar una buena impresión visual el espléndido vestuario de Jean-Pierre Capeyron y la atmosférica iluminación del chileno Ramón López. ¿Y la coreografía de la francesa Eugénie Andrin, quien también participó en esa comentada “Traviata” de 2009? En el primer acto no tuvo demasiadas oportunidades de resaltar, pero en el tercero y la esperada “Danza de las horas”, aunque el estilo de la coreografía con ecos helénicos fue a ratos algo desconcertante, funcionó bien, en especial gracias a los aplicados integrantes del cuerpo de baile, de quienes sería bueno se señalaran los nombres.

Lo positivo es que los desempeños musicales, incluso pese a notorios detalles, sí fueron más acertados. En su tercera actuación en el Municipal tras encarnar a “Tosca” en 2011 y “Turandot” en 2014, la soprano portuguesa Elisabete Matos volvió a impactar al público con su volumen sonoro y la potencia con que proyecta sus agudos, pero también llama la atención nuevamente que no pueda manejar las sutilezas, así como la manera a menudo brusca y hasta descontrolada en que aborda o sostiene algunas notas en distintos momentos. Eso sí, fue impetuosa e intensa como lo exige el dramático personaje, y considerando las enormes demandas vocales de éste, es entendible que de todos modos la audiencia aplaudiera notoriamente su desempeño en la noche del estreno.

Su amado Enzo Grimaldo estuvo a cargo del tenor italiano Walter Fraccaro, también en su tercera visita al país, luego de “Un baile de máscaras” en 1996 y “Attila” en 2012; curiosamente, las tres veces le ha tocado venir como reemplazo del tenor originalmente anunciado, demostrando siempre gran profesionalismo y compromiso y una voz de generosos recursos, que sin ser deslumbrante hace aceptable justicia a la tradición tenoril de su país de origen. Enzo es uno de los roles para esta cuerda más exigentes del repertorio italiano del siglo XIX, y Fraccaro supo administrar muy bien su material y entrega vocal, quizás en ocasiones con cautela -como en su célebre y bella romanza “Cielo e mar”-, pero no deslució incluso en los pasajes más arduos y expuestos.

La gran revelación en esta “Gioconda” es el barítono ruso Sergey Murzaev, quien en su debut en el Municipal interpretó a uno de los villanos más desalmados del repertorio operístico, el implacable Barnaba. Su estilo de canto es el de la clásica escuela rusa, que quizás no entusiasma o convence por igual a todos los espectadores o críticos, pero es sin duda de alto impacto en este rol. Además de su convincente despliegue teatral, brilló con una voz poderosa, en especial en sus rotundos y seguros agudos, lo que le permitió lucirse tanto en el dúo con Enzo en el primer acto como en sus momentos solistas “O monumento” y “Pescator, affonda l’esca”.

También debutando en nuestro país y a la vez encarnando por primera vez en su carrera a Laura Adorno, la mezzosoprano francesa Géraldine Chauvet nos permitió apreciar a una artista de buenos recursos escénicos, noble presencia y hermosa voz; fue tal vez la intérprete más sutil del quinteto de protagonistas internacionales, aunque se echó de menos más potencia e intensidad en su aria “Stella del marinar” y en el efusivo dúo con Gioconda en el segundo acto, pero será interesante apreciarla cuando en noviembre regrese al final de la temporada como Margarita en “La condenación de Fausto” de Berlioz, un rol que probablemente le permita lucirse aún más. Interpretando a su esposo, el poderoso Alvise Badoero, el bajo ruso Sergey Artamonov tuvo un correcto desempeño teatral y exhibió el bonito timbre que ya le conocemos de anteriores actuaciones en ese escenario -en particular su Sir Giorgio Valton de “Los puritanos” en 2014-, cumpliendo en las notas altas y graves.

La única intérprete chilena del sexteto protagonista, la mezzosoprano Evelyn Ramírez, fue una de las más aplaudidas de la noche del estreno, y merecidamente, pues no sólo estuvo muy convincente en lo escénico interpretando a la desvalida Ciega, madre de la protagonista, sino además cantó con su oficio y calidez habituales, en especial en su bello momento solista del primer acto, “Voce di donna o d’angelo”. Otros cantantes nacionales tuvieron acertadas actuaciones en personajes secundarios y de apariciones breves: mientras el barítono Javier Weibel fue el despechado gondolero Zuane, el tenor Gonzalo Araya fue Isepo, secuaz de Barnaba, el barítono Cristián Lorca tuvo dos roles (como un piloto y al final del primer acto como un barnabotto), en el último acto el bajo-barítono Francisco Salgado cantó su primer papel solista en el Municipal junto a la protagonista, y fuera de escena se escucharon el tenor Claudio Fernández y el barítono Jorge Cumsille.

La Orquesta Filarmónica de Santiago volvió a ser dirigida una vez más por su titular, el ruso Konstantin Chudovsky, cuya lectura, sin ser extraordinaria, fue mucho mejor de lo que nos tiene acostumbrados en el repertorio lírico, y aunque no subrayó por completo la belleza de algunos momentos, en general abordó expresivamente la partitura y equilibró mejor las voces y el sonido orquestal en comparación con otras ocasiones. Como es habitual, el Coro del Teatro Municipal que dirige Jorge Klastornik estuvo muy sólido, particularmente en esta obra que permite lucimiento al conjunto vocal.

Las siguientes funciones de “La Gioconda” serán este sábado 14, martes 17, viernes 20 y lunes 23.