Irse fue difícil, volver también lo es. Cuatro años después de haber tenido que abandonarlo todo por la catástrofe nuclear de Fukushima, miles de habitantes dudan si volver al lugar donde nacieron o quedarse donde rehicieron su vida.
“Este restaurante era toda mi vida”, dice Satoru Yamauchi, oriundo de Naraha, una de las ciudades de la provincia de Fukushima (centro de Japón) evacuadas debido a la alta radiación provocada por el accidente de la central nuclear de 2011.
El próximo 5 de septiembre, quedará sin efecto la orden de evacuación de Naraha, una ciudad totalmente vacía, y sus 7.000 habitantes podrán, si lo desean, volver a sus hogares.
“Desde que se tomó la decisión de autorizar el regreso de los habitantes hemos avanzado mucho”, afirma Yukiei Matsumoto, el alcalde de la ciudad, en una carta abierta dirigida a sus coterráneos.
Hace cuatro años, los habitantes de Naraha fueron dispersados en todo el territorio japonés y muchos de ellos ocupan viviendas precarias.
Los trenes hacia Naraha volvieron a circular y en la ciudad abrieron sus puertas un supermercado y un banco para los habitantes que desde abril tienen derecho a pasar varios días para preparar su regreso definitivo.
También para la legión de trabajadores que limpian la ciudad, restauran edificios, reparan las infraestructuras vitales y construyen una clínica.
Pero para convencer a Yamauchi eso no alcanza. “Volver en septiembre es absolutamente imposible”, dice de forma tajante.
“Dos meses es poco tiempo. Se necesitan tiendas, infraestructuras, servicios para vivir. Las viviendas dañadas por el sismo no han sido reconstruidas”, explica Yamauchi, que calcula que por el momento sólo 20% de la población volverá a Naraha.
“Lo que me inquieta es el agua, el agua con la que cocinamos y nos lavamos, ¿entiende?”, insiste ese hombre de 60 años, que vino a ver su restaurante especializado en soba (fideos de trigo sarraceno).
La vida de Yamauchi cambió bruscamente el 11 de marzo, a las 14H48, la hora que aún señala el reloj del restaurante, cuando se sintieron los violentos temblores del sismo.
“Enseguida me di cuenta que no era un sismo pequeño y luego escuché la sirena de la alcaldía que avisaba la llegada del tsunami”, recuerda.
Al día siguiente, azorados, los habitantes de Naraha escucharon la explosión de la central nuclear de Fukushima Daiichi, situada a unos veinte kilómetros.
Ante el riesgo de radiación, las autoridades ordenaron la evacuación inmediata y Yamauchi tuvo que irse, abandonando el restaurante y su domicilio, una hermosa mansión con vistas al prado y las colinas.
Yamauchi mira el paisaje que tanto extrañaba y comenta fatalista: “el nivel de radioactividad es elevado, justo detrás y en la colinas”.
El dilema de Yamauchi y los exresidentes de Naraha lo tendrán en los próximos meses y años miles de japoneses expulsados de sus viviendas por el accidente nuclear.
En Iitate, más al noreste, decenas de excavadoras y centenares de trabajadores protegidos con combinaciones blancas, botas, guantes, máscaras y cascos, remueven la tierra alrededor de las viviendas y las depositan en bolsas en un lugar de almacenamiento improvisado.
“Obras de descontaminación”, dicen carteles ubicados a lo largo de las carreteras y los caminos.
“El estado hizo un gran esfuerzo pero por ahora sólo han sido descontaminadas áreas delimitadas alrededor de las zonas de viviendas, pero no de los bosques aledaños al pueblo”, señala Jan Vande Putte, experto nuclear de la organización ecologista Greenpeace.
“Existe un riesgo de recontaminación debido a la migración de la radiactividad de la montaña hacia las zonas descontaminadas, agrega.
El gobierno quiere que los habitantes de las zonas descontaminadas regresen a sus hogares y algunos de ellos lo desean.
“Si algunos ancianos de Iitate quieren volver porque pasaron casi toda su vida aquí hay que respetar su decisión”, dice Vande Putte.
“Pero una ciudad no puede funcionar sólo con ancianos y no corresponde a las autoridades obligar a los más jóvenes a volver suprimiendo las subvenciones a las que tienen derecho actualmente”, agrega.
“Si me devolvieran la vida de antes, no necesitaría compensaciones financieras, pero…”, dice Yamauchi, con lágrimas en los ojos, delante del restaurante.