Mientras cientos de miles de personas fueron lesionadas en sus derechos el viernes 14 de noviembre con la falla del Metro de Santiago, el gobierno se apresuró en señalar que ‘se trató de un problema eléctrico’, lo que hace sentir una inocencia conmovedora en la abdicación del pensamiento político ante la técnica.
Por Fernando Balcells
No sabemos cuanta gente caminó una hora o dos horas el viernes. No sabemos cuántos perdieron la paciencia, cuántos no llegaron a sus trabajos y cuántos perdieron la hora al médico. No sabemos si este paro fue más o menos oneroso para la gente que el corte masivo del agua potable hace dos años o que el fraude de La Polar.
El saber experto nos dice que fue un problema eléctrico. No fue un problema de las personas, no fue un problema ciudadano, fue una chispa desafortunada en la pradera. Los problemas, como se ve, se construyen en la autorreferencia del sistema, como una contención o un control de daños.
El mejor problema, para el sistema, es el menor de los problemas posibles. Los sistemas técnicos y políticos que tenemos, son ciegos a la experiencia de la gente. Ven el espectáculo pero no lo padecen ni se involucran. El circo debe seguir.
¿Pero entonces, en qué consiste la política de transportes, orgullo del ministerio del ramo y que tuvo un traspié el viernes pasado? Ya no se trata del transporte de la gente. Se trata de mover cuerpos como se mueve la carne, antes y después del matadero, en el menor tiempo posible y conservando la elasticidad mínima de la fibra muscular.
En las políticas del espacio del Transantiago, impera una ambición cuantitativa que no logra integrar en su mirada la dignidad de la carga. El problema de la cultura experta no es que mida demasiado sino que no mide lo suficiente.
El tiempo se mide para el sistema no para la gente. Y aun así, tampoco contamos con mediciones públicas de los tiempos totales de traslado o con una comparación entre distintos años o un desagregado por comunas. Perdemos el tiempo a chorros pero no nos preocupa ni diagnosticar el problema ni detectar las fuentes de la fuga. Y con el tiempo, se fuga la confianza en las instituciones.
En el inicio del Transantiago, se suponía que nos beneficiaríamos de una transformación cultural; los chilenos iban a aprender a leer mapas. A poco andar, el compromiso del Estado con sus mapas fue barrido bajo la alfombra y la pedagogía se limitó a disminuir el no pago.
El mapa era el símbolo y la cúspide de la cultura del siglo XVI. Hoy, los territorios están estriados y homogenizados y el mejor viaje es el que puede evitarse –o al menos elegirse-.
La promesa de optimizar y modernizar el espacio urbano, no solo era ramplona sino deshonesta. Cualquier técnico sabe que la proyección del crecimiento económico y la demografía no ofrecen, en el actual sistema urbano, más que hacinamiento, ralentización e incremento progresivo de los tiempos muertos en el traslado.
Cuando aprendamos a valorar el tiempo de la gente, cambiaremos,quizá, de una política de soluciones eléctricas a una de apertura de espacios de posibilidades para la gente. Buscaremos en este debate un porvenir abierto y no uno estrujado y amarrado al presente más rastrero.
El conflicto de las facultades en el transporte
Carlos Peña, poeta de la técnica nos dice que ‘la condena de la modernidad es que la mano que hiere es la misma mano que cura’. Una proposición que vale por su belleza evocadora y que casi permite obviar su falsedad. Esa no es la presentación del técnico sino la vívida imagen del Dios bíblico.
La lucha de las iglesias en contra de las tecnocracias no es una lucha contra el error sino una batalla por la verdadera representación de Dios. Y francamente, la teología del técnico electricista no nos brinda ni consuelo ni esperanza.
El episodio dramático del viernes 14 de noviembre, y el largo fracaso del Transantiago, se pueden atribuir no a la técnica sino a la subordinación de la política a la técnica. No es que La tecnología se sustituya a la experiencia ni, a su vez, que la experiencia pueda ser alegada en contra de la técnica.
Lo que se sustituye no es la técnica a la experiencia sino la naturalización de la técnica a la política; lo elegible y conversable es reemplazado por lo que está dado y es incuestionable.
Nos dice el poeta que Chile se está modernizando y problemas como éstos son parte del crecimiento. Es necesario confiar en los sistemas expertos que, ni desplazan ni sustituyen, pero que, ponen en su lugar la deliberación en la ciudad.
Hay una honestidad brutal en esa afirmación. Efectivamente, la técnica ‘pone en su lugar’ a la experiencia y a la deliberación ciudadana.
Digamos, que le aporta realidad y la restringe a actuar con pragmatismo. Sin embargo, el consenso democrático sitúa en la deliberación y la elección popular, la capacidad de poner a la técnica en su lugar.
Esta no es la vieja tensión de la autonomía de las esferas del conocimiento, de la economía o de la estética. Este es el punto de encuentro entre la ciudadanía, la técnica y la soberanía. Esta es una negociación muda de la soberanía que episodios como el Transantiago y otros escándalos hacen acceder al debate público.
A estas alturas es preciso aclarar que no existe una oposición entre los discursos de la técnica y los de la poesía. Los distintos discursos de la técnica, la religiosidad o la naturaleza, son construcciones poéticas e inclinaciones éticas que determinan diferentes alineamientos sociales, técnicos y políticos.
Hay énfasis poéticos en el respeto a las personas y poéticas del respeto a la autoridad. Hay cuantificaciones de la inercia y hay invenciones sociales por cuantificar.
Hay una estética de la simplificación y una mirada barroca de la complejidad. Hay economías de la austeridad y economías de la expansión. Hay una justicia de lo universal y un deber de justicia a lo particular. Hay acontecimientos inagotables por el conocimiento y traumáticos para la experiencia.
El conflicto entre ciudadanos y expertos no es una discusión sobre el saber sino sobre la jerarquía de los saberes. Lo que está en juego es la organización de las dignidades (rangos) de distintos valores de convivencia.
Tampoco se trata aquí de un asunto de confianza; ‘hay que confiar en el saber experto’ se nos dice. Pero de lo que se trata en el transporte público no es de confiar sino de resignarse ante una realidad que se nos impone como una obligación que no deja más espacio que el de la obediencia y el padecimiento. La poesía, inevitablemente, es siempre lo primero.
Transporte, responsabilidad y perdón de las faltas públicas
Hay infinitas mediciones de las ganancias de tiempo en la economía pero no hay cuantificaciones de la pérdida, del valor y el precio del tiempo de la gente.Partamos por reconocer la necesidad de compensar el tiempo sustraído a la gente.
Podemos pensar el Transantiago como un sistema medible –llamado a responsabilizarse- según las ganancias y las pérdidas de tiempo de los ciudadanos en los últimos ocho años. Accesoriamente, se puede establecer un sistema de indicadores que permita construir un polinomio de la calidad de los traslados.
Bajo una cierta cifra, se descontaría del pasaje y sobre esa medida se permitiría aumentar la tarifa según reglas discutidas con asociaciones de usuarios. En esta fantasía factible, seguramente la mayoría valorará desplazarse sin ser empujado para entrar al Metro, sin ser manoseadas o en asientos que no te expulsen en las frenadas. Si parámetros de este tipo se incorporaran en los contratos de transporte, daría igual si el que presta el servicio es un privado o es el Estado.
Por ahora, quizás podamos esperar de nuestros representantes que levanten la mirada. Que nos miren de frente –no al infinito- y nos digan qué podemos esperar del transporte público, en materia de variables relevantes y pertinentes para los peatones y los usuarios, en los próximos dos y cuatro años. Quizá empecemos a interrogarnos de manera seria y pública sobre la estructura segregada e ineficiente de la distribución geográfica de hogares y fuentes de trabajo en Santiago.
Para llegar a este punto, es necesario que la autoridad política aprenda a pedir perdón. No a dar una simple disculpa sino a reconocer en el cuerpo propio el desgarro del daño causado, por su mano, a tanta gente. La autoridad debe aprender a asumir la vergüenza de su negligencia y de su incompetencia.
Cuando se ha privado a la gente de una parte de su tiempo, de su libertad y de su vida, pagar las consecuencias no es un decir y pasar a otra cosa. Es un reconocimiento de fracaso personal y sistémico y, es una disposición a reparar, al menos la defraudación y el daño infligido a las personas.
En esta materia, podemos seguir provechosamente el modelo oriental. El responsable se para ante las cámaras de televisión, reconoce su culpa imperdonable, inclina la cabeza, guarda silencio y se retira de la escena.