18 de septiembre de 1910: las Fiestas Patrias marcadas por la tragedia

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El Bicentenario de Chile fue una celebración completamente atípica: aún se mantenía fresco el recuerdo del sexto terremoto más fuerte del cual se tenga registro en el mundo, mientras que 33 compatriotas debieron pasar Fiestas Patrias a 720 metros bajo tierra a la espera de ser rescatados en la mina San José.

Si bien 100 años antes ninguna tragedia de dichas características afectaba a nuestro país, las circunstancias que envolvieron el Centenario incluso estuvieron a punto de suspender las festividades.

Por esos días, la fatalidad pareció instalarse en el sillón presidencial. El 16 de agosto de 1910, el presidente Pedro Montt falleció en Bremen, Alemania, a pocas horas de su arribo para tratar su delicado estado de salud.

Su sucesor fue Elías Fernández, quien había quedado como vicepresidente y que asistió a la ceremonia fúnebre realizada en la Catedral de Santiago el 25 de ese mes.

Todas las versiones apuntan a que, paradojalmente, Fernández habría contraído un resfrío en el funeral, perdiendo la vida el 6 de septiembre sin imaginar que una centuria más tarde podría haberse encontrado con una decena de farmacias en los puntos que frecuentaba.

El puesto fue tomado de manera interina por Emiliano Figueroa, a quien le tocó dirigir la discusión en torno a la viabilidad de realizar las celebraciones del Centenario, y pese al tinte necrológico que ya había adquirido, se resolvió seguir adelante.

Sin embargo, la rotación en La Moneda -con dos presidentes y dos vicepresidentes en 1910- no era el mal que más tenía afligido a la aún joven nación independiente.

En el año del Centenario, Chile estaba a la mitad de una epidemia de viruela que en cerca de siete años acabó con 40.000 personas.

La alta tasa de mortalidad infantil, la prostitución y el alcoholismo fueron factores que, según publicó en 2011 el médico Ernesto Payá en la Revista chilena de infectología, eran problemas que notoriamente aquejaban el país.

A lo anterior, por si no hubiera sido suficiente, se sumaba la crisis en el progreso económico mundial y el estancamiento en el mercado del salitre.

Pero el descontento social era el que más tomaba el protagonismo en aquellos años. La separación notoria de los sectores más acomodados de los más pobres era considerada escandalosa y sumado a los abusos hacia los trabajadores, las largas jornadas laborales y los sueldos pobres agravaban el descontento, gatilló una serie de movilizaciones y marchas.

Juan Eduardo García-Huidobro recoge de Juan Enrique Concha, militante en esa época del Partido Conservador, que “las huelgas y manifestaciones son el reflejo de un malestar entre los obreros y ha contribuido poderosamente al descontento popular el que las clases altas hayan olvidado sus obligaciones“.

En este mismo contexto Enrique Mac-Iver apuntó a una “crisis moral de la República”, en donde destacó la “decadencia moral” de la oligarquía y “la falta de moralidad e idoneidad en la administración pública”.

Finalmente, nada impidió que las celebraciones, planificadas desde 1894 por una comisión especial, siguieran su rumbo. Numerosas obras públicas, entre las que se encuentran accesos desde la Alameda al cerro Santa Lucía, fueron inauguradas en los días cercanos al 18 de septiembre.

Los pomposos festejos, que se extendieron entre el 12 y el 22 de ese mes, atrajeron a delegaciones extranjeras y fueron miradas a la distancia por los relegados, por aquellos que no entendían cuáles eran los motivos para celebrar.

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El Bicentenario de Chile fue una celebración completamente atípica: aún se mantenía fresco el recuerdo del sexto terremoto más fuerte del cual se tenga registro en el mundo, mientras que 33 compatriotas debieron pasar Fiestas Patrias a 720 metros bajo tierra a la espera de ser rescatados en la mina San José.

Si bien 100 años antes ninguna tragedia de dichas características afectaba a nuestro país, las circunstancias que envolvieron el Centenario incluso estuvieron a punto de suspender las festividades.

Por esos días, la fatalidad pareció instalarse en el sillón presidencial. El 16 de agosto de 1910, el presidente Pedro Montt falleció en Bremen, Alemania, a pocas horas de su arribo para tratar su delicado estado de salud.

Su sucesor fue Elías Fernández, quien había quedado como vicepresidente y que asistió a la ceremonia fúnebre realizada en la Catedral de Santiago el 25 de ese mes.

Todas las versiones apuntan a que, paradojalmente, Fernández habría contraído un resfrío en el funeral, perdiendo la vida el 6 de septiembre sin imaginar que una centuria más tarde podría haberse encontrado con una decena de farmacias en los puntos que frecuentaba.

El puesto fue tomado de manera interina por Emiliano Figueroa, a quien le tocó dirigir la discusión en torno a la viabilidad de realizar las celebraciones del Centenario, y pese al tinte necrológico que ya había adquirido, se resolvió seguir adelante.

Sin embargo, la rotación en La Moneda -con dos presidentes y dos vicepresidentes en 1910- no era el mal que más tenía afligido a la aún joven nación independiente.

En el año del Centenario, Chile estaba a la mitad de una epidemia de viruela que en cerca de siete años acabó con 40.000 personas.

La alta tasa de mortalidad infantil, la prostitución y el alcoholismo fueron factores que, según publicó en 2011 el médico Ernesto Payá en la Revista chilena de infectología, eran problemas que notoriamente aquejaban el país.

A lo anterior, por si no hubiera sido suficiente, se sumaba la crisis en el progreso económico mundial y el estancamiento en el mercado del salitre.

Pero el descontento social era el que más tomaba el protagonismo en aquellos años. La separación notoria de los sectores más acomodados de los más pobres era considerada escandalosa y sumado a los abusos hacia los trabajadores, las largas jornadas laborales y los sueldos pobres agravaban el descontento, gatilló una serie de movilizaciones y marchas.

Juan Eduardo García-Huidobro recoge de Juan Enrique Concha, militante en esa época del Partido Conservador, que “las huelgas y manifestaciones son el reflejo de un malestar entre los obreros y ha contribuido poderosamente al descontento popular el que las clases altas hayan olvidado sus obligaciones“.

En este mismo contexto Enrique Mac-Iver apuntó a una “crisis moral de la República”, en donde destacó la “decadencia moral” de la oligarquía y “la falta de moralidad e idoneidad en la administración pública”.

Finalmente, nada impidió que las celebraciones, planificadas desde 1894 por una comisión especial, siguieran su rumbo. Numerosas obras públicas, entre las que se encuentran accesos desde la Alameda al cerro Santa Lucía, fueron inauguradas en los días cercanos al 18 de septiembre.

Los pomposos festejos, que se extendieron entre el 12 y el 22 de ese mes, atrajeron a delegaciones extranjeras y fueron miradas a la distancia por los relegados, por aquellos que no entendían cuáles eran los motivos para celebrar.